Como todas las noches, el encargado de las lámparas del templo de Hator de Menfis fue a buscar aceite al almacén situado en el exterior del edificio. Precisamente, acababan de entregar una buena cantidad.
El encargado hacía siempre los mismos gestos, de forma meticulosa y siguiendo el mismo recorrido. Le gustaba contemplar el resultado de su trabajo, cuando una suave luz bañaba la mansión de la diosa. Con pasos lentos y solemnes, acercó la llama a la sala de la barca, la primera que iluminaba.
Imbuido de la importancia de su gesto, encendió la mecha.
Pero, en un instante, el aceite se inflamó.
Una llama enorme le devoró las manos, el torso y la cara. Mientras retrocedía aullando de dolor, la barca sagrada fue alcanzada y el incendio se propagó.
Como de costumbre, el superior de los escribas encargado de administrar el abastecimiento de la capital de frutas y verduras parecía desconfiado.
—¿Me garantizas la calidad de tu aceite de ricino? Todos mis despachos deben tener una iluminación perfecta.
—El productor lo garantiza.
—Prefiero volver a contar el número de jarras.
—Ya lo he hecho tres veces.
—Es posible, pero yo no.
Efectuada la comprobación, el funcionario aceptó por fin poner el sello que permitiera al proveedor ser pagado por el despacho del visir.
Las siguientes jornadas se anunciaban difíciles, pues el superior necesitaría muchas horas suplementarias para compensar el retraso de su administración. Conociendo el rigor del visir Khnum-Hotep, la situación no podía durar, por lo que exigía a sus empleados que renunciaran a su próximo período de vacaciones para demostrar que estaban a la altura de su misión.
De un humor de mil demonios, aceptaron sus exigencias. Temiendo que una reprimenda comprometiese su ascenso, aquellos especialistas llevarían a cabo la tarea.
El día declinaba.
—Encended las lámparas —ordenó el superior.
Una decena de ellas se prendieron al mismo tiempo.
El pánico sucedió a los gritos de espanto. El incendio inflamó los papiros, el material de escritura, los asientos de madera y, luego, los muros.
Un joven escriba consiguió salir de la hoguera.
Estupefacto, vio que otras columnas de humo brotaban del centro de la capital. Varios edificios de despachos ardían.
El maestro cocinero no dejaba de maldecir. Debía preparar un banquete para treinta comensales y la entrega de aceite de primera calidad no llegaba. Por fin, apareció un cortejo de asnos muy cargados.
—A ti no te conozco —le dijo al bigotudo que los conducía.
—Mi patrón está enfermo, yo lo sustituyo.
—Con semejante retraso, corres el riesgo de que te despidan.
—Os presento mis excusas. Al parecer, sois muy exigente; he perdido tiempo seleccionando los mejores productos.
—Muéstramelo.
El proveedor abrió las jarras una a una.
—Aceite de moringa, de oliva y de balanites, de una calidad excepcional.
Suspicaz, el cocinero lo probó.
—Parece correcto. Pero ¡qué no se produzcan más incidentes en el futuro!
—No temáis, tomaré mis precauciones.
Puesto que detestaba trabajar con urgencia y presa de un leve malestar, el maestro cocinero consiguió preparar unos entremeses, carnes y pescados de modo relativamente satisfactorio. Los invitados comieron con buen apetito y brotaron los cumplidos. Luego sucedió el desastre.
Una mujer vomitó. Los servidores la llevaron aparte, pero pronto les llegó el turno a dos comensales más, que fueron víctimas de los mismos síntomas. El conjunto de los invitados pronto quedó afectado, y algunos incluso se sumieron en el coma.
Llamado de urgencia, el doctor Gua sólo pudo certificar varias muertes. Tras haber examinado a los supervivientes, su diagnóstico asustó al maestro cocinero.
—La comida ha sido envenenada.
Al intendente del jefe de los archiveros de Menfis le complacía ofrecer a la esposa de su patrón su producto de lujo preferido: un frasco de láudano, de aroma ambarino y cálido. Gracias a las indicaciones de un primo, lo había obtenido en casa de un vendedor desconocido hasta entonces en la capital.
La rica propietaria quedó efectivamente encantada. Creyó que haría palidecer de envidia a sus mejores amigas, ignorando que todas ellas habían conseguido obtener, también, el costoso producto por medio del mismo contacto.
Apenas la esposa del alto funcionario se hubo perfumado con unas gotas de láudano cuando vaciló. Intentó desesperadamente agarrarse a un mueble, pero cayó hacia adelante. Extrañado de su ausencia en la comida, su marido entró en la habitación. El cuello de la infeliz era sólo una llaga, corroída por un ácido.
—No tiene muy buena cara —dijo el segundo a su capitán, que manejaba, blandamente, la barra de un pesado carguero que transportaba trigo al Fayum.
—Sí, sí, no te preocupes. Sólo estoy algo fatigado.
—¿Qué ha comido esta mañana?
—Pan y dátiles.
—¿No habrá olvidado su medicina para los dolores?
—¡Al contrario! El médico me ha dado una nueva poción que contiene láudano procedente de Asia. Ya no me duele nada la espalda.
El Nilo se bamboleaba ante los ojos del capitán. De pronto creyó ver una decena de barcos de guerra que se abalanzaban sobre él.
—¡Huyamos, nos atacan!
Soltó la barra e intentó lanzarse al agua, pero su segundo lo agarró por la cintura.
—¡Estamos perdidos, vamos a morir!
La cabeza del capitán cayó hacia atrás y su cuerpo cedió. El segundo lo tendió en cubierta y palmoteo sus mejillas.
—¡Capitán, despierte! No hay peligro alguno.
—Ha muerto —afirmó un marinero.
La hermosa Nenúfar vivía el colmo de la felicidad. No sólo se había casado con un notable apuesto y adinerado, sino que, además, los pronósticos referentes al próximo nacimiento de su primer hijo resultaban excelentes. La joven vivía en una agradable villa al sur de Menfis y sus dos criadas, a las que mimaba de buena gana, se desvivían por ella.
Por lo que se refiere al último regalo de su marido, había soñado tanto con él que apenas lo creía real: ¡un magnífico frasco de preñez importado de Chipre! Con la forma de una mujer encinta amamantando a su bebé, contenía aceite de moringa con el que su masajista le ungía el cuerpo. El conjunto de los canales de energía se abría, y las defensas, tanto las de la madre como las del hijo, quedarían así fortalecidas.
Unas manos expertas palpaban su piel procurándole una maravillosa sensación de bienestar. Empezaba a adormecerse cuando unas atroces quemaduras le arrancaron gritos de dolor.
La masajista se apartó, pasmada.
—¡Mi cuerpo arde! ¡Agua, pronto!
Pero el remedio fue peor que la enfermedad.
Menos de una hora más tarde, la joven agonizaba entre horribles sufrimientos. Y su hijo nunca vería la luz.
Más de un centenar de casos semejantes fueron comunicados al doctor Gua. Aunque se multiplicaban, el facultativo no pudo salvar a ninguna de las víctimas del aceite de masaje.
El carguero atracó en el muelle de Abydos y una decena de soldados se colocaron al pie de la pasarela. A la cabeza, un comandante nombrado por Sobek el Protector.
Subió a bordo y se dirigió al capitán.
—¿Qué transportas?
—Un cargamento especial procedente de Menfis. ¿Queréis ver mis autorizaciones?
—Por supuesto.
Los documentos parecían en regla.
—Aceite de moringa para los cuidados corporales y la cocina, aceite de iluminación y frascos de láudano —precisó el marino.
—¿Quién es el responsable del envío?
El capitán se mesó la barbilla.
—Lo ignoro, y no es problema mío. ¿Podemos descargar?
—Hazlo.
Intrigado, el militar consultó la lista de los movimientos de embarcaciones, presentada a comienzos de mes, y comprobó que aquel navío no figuraba en ella. Sin embargo, eso no era nada inquietante, pues los envíos excepcionales no eran raros. Y el sello de la administración del visir, puesto en el documento, debería haber disipado las dudas del oficial encargado de la seguridad del puerto de Abydos. Pero ¿acaso no ocupaba aquel puesto dada su visceral desconfianza? Así pues, llamó a una veintena de soldados más. Ni un solo marinero abandonaría el carguero.
El oficial subió a bordo mientras los estibadores terminaban su tarea.
—¿Eres originario de Menfis? —le preguntó al capitán.
—No, de una aldea del Delta.
—¿Tu patrón?
—Un armador de la capital.
—¿Primer viaje a Abydos?
—Eso es.
—¿No te ha preocupado mucho pensar en semejante transporte?
—¿Por qué?
—Abydos no es un destino como los demás.
—¿Sabes?, en mi oficio no nos hacemos ese tipo de preguntas.
—¿Respondes por todos los miembros de tu tripulación?
—¡A cada cual, su vida, comandante! Yo me ocupo del trabajo y nada más.
Gracias a aquel interrogatorio desacostumbrado, el oficial esperaba que el marino perdiera su sangre fría y le revelara algún detalle significativo.
Pero, sin ofuscarse en absoluto por aquella retahíla de preguntas, el capitán seguía imperturbable.
—¿Cuándo podré volver a zarpar?
—En cuanto terminen las formalidades habituales.
—¿Y eso requerirá mucho tiempo?
—Me gustaría inspeccionar tu barco.
—¿Es la costumbre?
—Por orden del faraón, la seguridad de Abydos exige medidas excepcionales.
—No hay problema alguno, adelante.
Sorprendido por aquella falta de resistencia, el comandante registró sin embargo el navío, pero sin resultados.
¿Se equivocaba o tenía que hacer caso a su instinto?
—Paciencia, estoy encargándome de las últimas gestiones administrativas.
Con el navío y su tripulación bajo estrecha vigilancia, no había nada que temer. Sin embargo, la angustia persistía. El oficial mandó, por tanto, a un sacerdote temporal.
—Quisiera que un especialista examinara los productos antes de repartirlos. Tráeme a uno.
Cuando Isis se presentó, el comandante se mostró dubitativo. ¿Aquella muchacha sería realmente capaz de hacer un peritaje válido?
—¿Qué sospecháis, comandante?
—Esta carga me intriga.
—¿Por qué razones?
—Es sólo una intuición.
Isis vertió un poco de aceite de moringa en un pedazo de paño, luego en una torta y, por fin, en un pescado que un soldado acababa de sacar del río.
Minutos más tarde aparecieron unas manchas sospechosas.
—Este aceite no es puro; podría resultar, incluso, nocivo.
—Pasemos al producto de iluminación.
—Llenad una lámpara —recomendó Isis.
Efectuada la operación, el oficial quiso prender la mecha.
—¡Un momento! —intervino la sacerdotisa—. Utilizad una vara larga y manteneos a distancia.
El comandante obedeció.
E hizo bien, pues el aceite se inflamó. Si hubiera estado cerca, el militar habría resultado gravemente herido.
—Me habéis salvado —dijo, palideciendo.
—¿Hay más productos sospechosos?
—Uno más.
Prudente, dados los resultados de las primeras experiencias, el comandante manejó con delicadeza un frasco de láudano.
—Lo examinaré en el laboratorio —decidió Isis.
Cuando vio que la sacerdotisa se llevaba el frasco, el capitán del carguero se zambulló en el río: conocía de antemano el resultado del peritaje, por lo que no tenía más salida que la huida.
El terrorista nadaba mal. Cuando los arqueros comenzaron a disparar, quedó atrapado por un remolino y cedió al pánico. Luchando en vano contra la corriente, tragó gran cantidad de agua, desapareció, volvió a la superficie, pidió socorro, se hundió de nuevo y finalmente se ahogó.