Isis salía de la biblioteca de la Casa de Vida de Abydos cuando un sacerdote temporal le entregó una carta con el sello real.
Temió una terrible noticia, por lo que acudió al templo de Sesostris para recuperar algo de serenidad. Rodeada de las divinidades presentes en las paredes y de textos jeroglíficos que celebraban un ritual imperecedero, recordó las etapas de su iniciación sin conseguir olvidar a Iker. Nunca hubiera creído que la turbara hasta ese punto la ausencia de un ser al que ni siquiera estaba segura de amar.
Si aquella carta le comunicaba su desaparición, ¿tendría el valor de seguir luchando contra la adversidad?
Al salir del santuario, ella, tan sonriente por lo común, apenas saludó a los temporales que encontraba en su camino y le deseaban que pasara un buen día pronunciando la fórmula: «Protección para tu ka.»
Se acomodó en un jardincillo ante una pequeña tumba. Allí descansaban las estelas que permitían a aquellos a quienes estaban dedicadas participar mágicamente en los misterios de Osiris. Temblorosa, rompió el sello y desenrolló el papiro.
Sesostris le revelaba la existencia de un mensaje en código, firmado por Iker.
Iker, vivo…
Isis apretó la carta contra su corazón. De modo que su intuición no la había engañado.
¿Dónde estaba, con qué peligros se enfrentaba? Que hubiera sobrevivido demostraba la formidable capacidad de adaptación del joven y su aptitud para evitar los peligros, pero ¿durante cuánto tiempo seguirían protegiéndolo la suerte y la magia?
El general Ibcha llevaba un taparrabos coloreado, sandalias negras y sostenía la espada en la mano, lo cual le confería un aspecto muy fiero. A su lado, los jefes de tribu observaban golosos su futura presa: la ciudad de Siquem, muy pronto capital de Canaán liberado.
Cada uno de ellos pensaba ya en tomar el poder eliminando a sus antiguos aliados, pero primero había que obtener una aplastante victoria matando al máximo de egipcios.
—¡Qué error, haberse encerrado en la ciudad! —advirtió Ibcha—. Nesmontu es demasiado viejo para mandar. Ataquemos en masa por el sur, que está desprovisto de fortificaciones. Y os recuerdo la consigna: nada de prisioneros.
La jauría se puso en marcha.
—Aquí están —anunció el ayuda de campo.
—¿Sólo por el sur? —preguntó Nesmontu.
—Sólo.
—Primer error. ¿Fuerzas de reserva? —No, general.
—Segundo error. ¿Y los jefes de tribu? —Juntos y en cabeza.
—Tercer error. ¿Están nuestros hombres en su puesto? —Afirmativo.
—Ésta debería ser una hermosa jornada —estimó Nesmontu.
Ibcha preveía una encarnizada resistencia, pero la jauría no encontró obstáculo alguno.
Los cananeos invadieron las calles y las callejas, buscando en vano un enemigo al que despanzurrar. Cuando recuperaban el aliento, aquí y allá, centenares de arqueros egipcios se levantaron al mismo tiempo en las terrazas y los tejados.
Con una precisión facilitada por la proximidad de sus blancos, eliminaron en pocos instantes a la mitad del ejército cananeo.
Aterrados, los supervivientes intentaron salir de la nasa.
Pero dos regimientos, armados con lanzas, les cerraron el camino.
—¡Al ataque! —aulló Ibcha, tratando de olvidar el dardo que le atravesaba la pantorrilla.
El enfrentamiento fue breve y violento. Sin dejar de disparar, los arqueros diezmaban al adversario. Y la muralla de lanzas no dejó pasar a ningún fugitivo.
—¡No me matéis, soy vuestro aliado! —gritó Dewa, aterrorizado—. ¡Me debéis vuestra victoria!
El general Nesmontu no había considerado oportuno revelar su estrategia al vendido. El gordo de la barba rojiza pensaba desaparecer y volver a cobrar el precio de su colaboración, pero el desarrollo del combate lo condenaba.
Atravesado por las flechas, moribundo, el efímero general Ibcha tuvo fuerzas todavía para clavar su puñal en la espalda del traidor Dewa. Luego se hizo el silencio, roto de vez en cuando por la enloquecida carrera de un superviviente, que era interrumpida por el disparo de un arquero.
Los propios egipcios se sorprendían ante la facilidad y la rapidez de su éxito.
—¡Viva Nesmontu! —gritó un infante, y la aclamación fue repetida a coro.
El general felicitó a sus hombres por su rigor y su sangre fría.
—¿Qué hacemos con los heridos? —preguntó su ayuda de campo.
—Los curamos y los interrogamos.
Al caer sobre Trece-Años, un jefe de tribu había salvado al muchacho, consciente de la magnitud del desastre. Era imposible levantarse sin ser rematado en seguida.
Por el rabillo del ojo, Trece-Años veía los cadáveres de los cananeos que llenaban la arteria principal de Siquem.
Lo que más le hacía sufrir, horriblemente, era no poder cumplir su misión y decepcionar al Anunciador.
Pero ¡el destino le sonrió!
Algunos oficiales egipcios se acercaban. A su cabeza figuraba Nesmontu.
El general ordenaba que se quemaran los despojos y se fumigara la ciudad.
Unos pasos más y el jefe del ejército enemigo estaría a su alcance. De ese modo, su triunfo terminaría en desastre, y el sacrificio de los cananeos no habría sido inútil.
Trece-Años apretó el mango del puñal que hundiría, con todas sus fuerzas, en el pecho del general.
Cuando un infante desplazó el cadáver salvador, el chico saltó como una serpiente y golpeó. En ese mismo momento, un dolor atroz le desgarró la espalda.
La vista se le nubló pero, sin embargo, divisó a Nesmontu.
—¡Te… te he matado!
—No —respondió el general—. Tú eres el que muere.
Trece-Años vomitó un chorro de sangre, y los ojos se le pusieron en blanco.
Protegiéndolo con su cuerpo, el ayuda de campo de Nesmontu le había salvado la vida: el puñal de Trece-Años se había clavado en su antebrazo, mientras un lancero hería al terrorista.
—Me ha parecido que alguien se movía ahí —indicó el oficial.
—Para ti, condecoración y ascenso —decretó el general—. Para ese pobre chiquillo, la nada.
—¿Pobre chiquillo? Ni hablar, ¡era un fanático! —recordó el ayuda de campo, mientras un médico militar se ocupaba ya de él—. Nos enfrentamos a un ejército de tinieblas que enrola a un niño y no le dicta más ideal que el de matar.
Al entrar en Menfis acompañado por Bina y Shab el Retorcido, el Anunciador se detuvo.
Sus ojos se colorearon de un rojo vivo.
—El ejército cananeo acaba de ser exterminado, y la represión será severa —declaró—. Sesostris sabe ahora que sus enemigos son capaces de unirse. La próxima revuelta podría ser, por tanto, más amplia. Tendrá que concentrar el máximo de fuerzas en la región sirio-palestina. Nos dejará el campo libre y nosotros golpearemos en pleno corazón de las Dos Tierras.
—¿Ha tenido éxito Trece-Años? —preguntó Bina con una voz extraña.
—Me ha obedecido, pero no puedo ver el resultado de su gesto. Si Nesmontu ha sido asesinado, la moral del ejército se verá profundamente afectada. Ibcha, en cambio, ha muerto. No volverá a importunarte.
Jeta-de-través y sus hombres utilizaban otros accesos, mezclándose con los mercaderes. Todos pasaron sin problemas los controles de la policía, que buscaba, sobre todo, armas.
Pero era incapaz de descubrir las que, muy pronto, iba a utilizar el Anunciador.
El gato salvaje bufó.
Tras varias jornadas de agotadora marcha a través de los bosques, las ciénagas y las estepas, Iker se sentía casi sin fuerzas.
Si el felino saltaba del árbol seco y se arrojaba sobre él, todo habría acabado.
Con rabiosa mano, empuñó su bastón arrojadizo y lo blandió.
Y el gato salvaje se alejó, asustado.
Continuar… Tenía que continuar.
El hijo real se levantó, sus piernas lo llevaban a su pesar, como animadas por una existencia autónoma.
Pero acabaron cediendo, y finalmente Iker se tendió y se durmió.
Lo despertaron los trinos de los pájaros. A pocos pasos vio un vasto estanque cubierto de lotos. Extrañado por haber sobrevivido, el escriba gozó del baño con infantil alegría. Masticando los azucarados tallos del papiro, recuperaba la esperanza cuando una negra masa ocultó el sol: centenares de cornejas de agudo pico.
Una de ellas se separó del grupo y trató de agredirlo, pero falló por poco. Una decena de congéneres la imitaron, y obligaron a Iker a tenderse entre las cañas.
Furiosos, los pájaros revoloteaban por encima de su presa, profiriendo estridentes gritos.
De pronto, el hijo real se levantó y lanzó hacia el cielo su bastón arrojadizo.
Lleno de magia, ¿no disiparía el maleficio que se había apoderado del alma de las cornejas?
Un pico se clavó en su hombro izquierdo e hizo brotar la sangre. Otro rozó sus cabellos. Luego, las aves depredadoras trazaron amplios círculos antes de alejarse.
El bastón arrojadizo cayó a los pies de Iker, que, temiendo un nuevo asalto, abandonó aquel lugar maldito.
Un desierto interminable.
Una tierra roja, agrietada. Plantas secas, muertas de sed. Ni el menor pozo.
¿Dónde estaba Egipto?
Lejos, demasiado lejos.
Ya no había puntos cardinales, no había horizonte, no había esperanza. Sólo el calor y la sed. Iker iba a morir solo, sin ritual, sin sepultura. La tragedia de El Rápido recomenzaba. Esta vez, ninguna ola se lo llevaría hasta una isla del ka, y nadie acudiría en su ayuda.
Indiferente a las quemaduras de un sol implacable, Iker se sentó con las piernas cruzadas.
La muerte estaba ahora ante él como la curación tras una enfermedad, el aroma de un perfume embriagador, el regreso a la patria tras el exilio, la dulzura de una velada bajo un saledizo al final de una jornada de canícula.
Iker renunciaba.
De pronto, de la luz apareció un pájaro con rostro humano.
Su propio rostro.
—Deja ya de lamentarte —le dijo—. Suicidarte así sería una cobardía. Debes llevar al faraón un mensaje esencial para la supervivencia de Egipto, no te abandones a la nada.
Y, con un poderoso aleteo, el pájaro regresó al sol.
Pero ¿qué dirección debía tomar? Por todas partes había desolación y vagabundeo.
Entonces la vio.
Era una columna de cuatro caras, en cada una de las cuales había el rostro de Isis, serena y sonriente.
La de mediodía brillaba más.
—Te amo, Isis. ¡Oriéntame, te lo suplico!
Y, apretando las mandíbulas, el hijo real se dirigió hacia el sur.