17

Señor, ¿realmente ese montón de aulladores formarán un ejército digno de este nombre? —preguntó Shab el Retorcido.

—De ningún modo, mi buen amigo.

—Pero entonces…

—El faraón no podrá despreciarlos. Mientras esos mediocres ocupen el terreno, nosotros iniciaremos la verdadera ofensiva. Canaán seguirá siendo lo que es: una región de guerrilla, de conflictos más o menos larvados y de interminables querellas, acompasadas por algunos golpes bajos. Cuando haya terminado con Egipto, haré que reine aquí la verdadera religión y nadie me desobedecerá.

—¿Y si las tribus se niegan a unirse?

—Esta vez no, Shab. Siquem los tienta demasiado.

Tormentosa, la deliberación duró toda la noche.

Al amanecer, Dewa interpeló al Anunciador:

—¿Qué parte del botín deseas?

—Ninguna.

—Ah… Eso facilita las cosas. Entonces ¡quieres dirigir nuestras tropas!

—No.

El bajo y gordo de la barba rojiza estaba estupefacto.

—¿Qué exiges, pues?

—La derrota de los egipcios y vuestra victoria.

—¡Yo comandaré el ejército cananeo!

—No, Dewa.

—¿Cómo que no? ¿Me crees incapaz de hacerlo?

—Ninguna tribu debe predominar. Os aconsejo que elijáis a un buen táctico, el asiático Ibcha, por ejemplo, que está acostumbrado a ese tipo de combates. Una vez obtenido el triunfo, retribuiréis su trabajo de acuerdo con sus méritos y elegiréis un nuevo rey de Canaán.

La proposición entusiasmó a los jefes de tribu, se sirvió de inmediato licor de dátiles y sellaron su unión.

—No esperaba semejante honor —le confió Ibcha al Anunciador—, sobre todo después de mis dos fracasos.

—Las circunstancias te fueron desfavorables y no disponías de medios suficientes, en hombres y en armamento. Pero esta vez será distinto. Todo un ejército de rudos guerreros seguirá tus instrucciones, y tendrás la ventaja del número y de la sorpresa.

—¡Lo conseguiré, señor!

—Estoy seguro de ello, mi fiel servidor.

—¿Me autorizáis a no hacer prisioneros, aunque los soldados egipcios se rindan?

—Que no te moleste ninguna boca inútil.

A Ibcha le habría gustado contar a Bina su fabuloso ascenso, pero olvidó a la muchacha para hablar con los jefes cananeos y decidir una estrategia.

—Acércate, Trece-Años —ordenó el Anunciador.

El adolescente posó unos ojos extasiados en su maestro.

—No estoy contento de mí mismo, señor. Quería transformar al tal Iker en un guerrero sanguinario devoto a nuestra causa, y se dejó matar tontamente por Amu el sirio.

—No tiene importancia, joven héroe. Nos has librado de él y te felicito por ello.

—¿No… no estáis enojado?

—Al contrario, voy a confiarte una misión fundamental.

Trece-Años empezó a temblar violentamente.

—Conoces al general Nesmontu, según creo.

—¡Juré vengarme de él cuando esa basura me interrogó y me humilló!

—Se acerca el momento, Trece-Años. La victoria se proclama cuando la cabeza del enemigo ha sido cortada. De modo que tu nueva misión consiste en matar a Nesmontu, decapitarlo y blandir tu trofeo ante los cananeos.

Con gran sorpresa de Ibcha, las discusiones no se habían prolongado demasiado. Seducidos por su determinación y su seriedad, los jefes de tribu renunciaron a sus habituales exigencias. Cada uno de ellos aceptaba llevar a sus guerreros hasta el punto de reunión previsto, a dos días de marcha de Siquem, en una región hostil por la que el ejército de Nesmontu no se aventuraría.

Diversos exploradores se encargaron de descubrir el dispositivo militar adversario. Sin duda sería necesario destruir varios campamentos egipcios antes de caer sobre Siquem, cuyas fortificaciones habían sido mejoradas.

Ninguna dificultad preocupaba a Ibcha.

Gracias al Anunciador, se convertía en un auténtico general y sabría demostrar su valor. Una oportunidad como aquélla resultaba tan inesperada que lo haría invencible.

Nuevo asombro: ¡ninguno de los jefes de tribu renunció a la coalición! El día fijado, todos se reunieron con sus guerreros, dispuestos a combatir.

—¿Hay noticias de los exploradores? —preguntó Ibcha.

—Excelentes —respondió Dewa—. De acuerdo con las predicciones del Anunciador, los soldados egipcios han retrocedido y se han encerrado en Siquem. ¡Los muy cobardes nos temen! Y he aquí los restos de su principal defensa.

El gordo de la barba rojiza arrojó a los pies de Ibcha el contenido de un cesto: amuletos y escarabajos rotos, papiros desgarrados, fragmentos de tablillas de arcilla cubiertos de textos de execración.

—¡Chucherías, pobres chucherías! Esos egipcios son como niños. Piensan que su magia va a detenernos, pero la nuestra es mejor. Hemos desenterrado y aniquilado esas irrisorias almenas.

—¿No habrá ningún soldado de Nesmontu entre Siquem y nuestro ejército de liberación?

—No.

—¿Y las fortificaciones de la ciudad?

—Igualmente irrisorias —estimó Dewa—. El viejo general sólo ha consolidado la parte norte, bastará con rodearla. Ataquemos rápidamente y con fuerza. Nesmontu cree que las tribus cananeas son incapaces de unirse, por lo que el efecto sorpresa será total.

—¿Todo está en su lugar? —preguntó Nesmontu a su ayuda de campo.

—Afirmativo, general.

—¿Los exploradores enemigos han desenterrado los engaños?

—Sus brujos se han ocupado de ello. A juzgar por sus gritos de alegría, deben de estar convencidos de que en el camino que lleva a Siquem no hay ya obstáculo alguno.

—El ataque parece inminente, pues. Teniendo en cuenta nuestra evidente debilidad y la escasez de nuestras fortificaciones, los cananeos arrojarán todas sus fuerzas a la batalla. ¡Por fin llega el momento tan esperado! Debíamos hacerlos salir de su maldito refugio, donde cualquier combate de envergadura resultaba imposible. Demasiadas corrientes de agua, demasiadas colinas, demasiados árboles, demasiadas pistas destrozadas e impracticables… Aquí estarán al descubierto y utilizaré los buenos y antiguos métodos. ¡Máximo estado de alerta!

Nesmontu no se había equivocado al apostar por la corruptibilidad de un jefe de tribu llamado Dewa. Burlándose de la unidad cananea y pensando sólo en enriquecerse, el gordo de la barba rojiza había vendido al general valiosísimas informaciones a cambio de la impunidad y de un vasto territorio.

Sólo esperaba que aquel piojo no hubiera mentido demasiado.

—¿No te parece magnífica? —preguntó Amu a Iker.

Pequeña, menuda, con el pelo trenzado, perfumada y maquillada, la joven siria era encantadora. Con los ojos bajos, no se atrevía a mirar a su futuro marido.

—¡La más hermosa virgen de la región! —afirmó el sirio—. Sus padres poseen un rebaño de cabras y te ofrecen una casa y campos. ¡Te has convertido en un notable, Iker! Y cumpliré mi promesa: me ayudarás a administrar mis bienes y me sucederás.

El hijo real le dio las gracias con una lamentable sonrisa.

Amu le palmeó el hombro.

—No eres muy mujeriego, ¿eh? No te preocupes, la pequeña sabrá satisfacerte. La falta de experiencia no carece de encanto. ¡Y, además, bien podréis arreglároslas! Mañana, vuestra boda será ocasión para una borrachera memorable. No olvides poner a tu esposa al abrigo antes de que finalice el banquete, pues no respondo de la moralidad de mis hombres. ¡Ni de la mía, por otra parte!

Riendo a carcajadas, Amu devolvió la joven a casa de sus padres. Tras la noche de bodas, la prueba de su virginidad tendría que exhibirse ante toda la tribu.

Desamparado, Iker dio un paseo, y Sanguíneo lo acompañó.

El Anunciador seguía vivo, no podía encontrar su madriguera, y el escriba se veía condenado a un porvenir insoportable.

Aquella boda forzada le repugnaba. Sólo amaba a una mujer, y nunca le sería infiel.

Sin embargo, había una solución: huir aquella misma noche e intentar regresar a Egipto, con ínfimas posibilidades de sobrevivir.

Había que convencer, por tanto, a su aliado y guardián.

—Escúchame atentamente, Sanguíneo.

El perro se desperezó, se estiró, se levantó y se sentó luego sobre sus posaderas con los ojos clavados en los de su dueño.

—Quiero marcharme lejos de aquí, muy lejos. Puedes impedírmelo y advertir de mi fuga ladrando. Puesto que rechazo la existencia que Amu me impone, lo combatiré, a él y a su tribu, en nombre de Sesostris. Solo contra todos, no aguantaré mucho tiempo. Pero, al menos, la muerte me parecerá dulce. Si aceptas ayudarme, monta guardia ante mi tienda, así creerán que duermo. Cuando Amu se dé cuenta de mi ausencia, les llevaré cierta ventaja y tendré la esperanza de escapar a mis perseguidores. No puedo llevarte conmigo, Sanguíneo, pero no te olvidaré. Tú decides: o me ayudas o me denuncias.

Finalmente, la excitación iba cediendo.

Terminados los preparativos para la ceremonia, todos se apresuraban a acostarse. Convenía levantarse fresco y dispuesto para una inolvidable jornada de banquete, seguida de una cálida velada durante la que los recién casados no serían los únicos que se entregaran al placer.

Tras haber cenado en compañía de un voluble Amu que seguía prometiéndole mil maravillas, Iker se retiró.

En plena noche salió de su abrigo.

Ante él, el perro.

—Me voy, Sanguíneo.

Iker besó al perro en la frente y lo acarició durante largo rato.

—Haz lo que te parezca. Si me retienes, no te lo reprocharé.

Ligeramente encorvado, el escriba se dirigió con sigilo hacia el extremo sur del campamento, que estaba vigilado por un solo centinela. Si se arrastraba, lo evitaría.

Luego, lo desconocido. Un largo camino que, sin duda, llevaba al abismo.

Muy lentamente, el perro se instaló ante la tienda de Iker. Sólo emitió un pequeño ladrido de tristeza.

—¡Qué hermosa jornada! —exclamó Amu recorriendo el campamento que, muy pronto, se transformaría en una próspera aldea administrada por Iker—. ¿Estará ya preparada la novia?

—¡Claro que sí, jefe! —le respondió el guardia encargado de vigilar el domicilio de la prometida—. ¡Hace ya un rato que están maquillándola!

—Espero que el novio no la haya molestado.

—No lo habría dejado pasar —respondió el cancerbero con una mirada obscena—. Todos deben tener paciencia, ¿no?

Ante la tienda de Iker, Sanguíneo montaba guardia.

—Ya hace rato que todo el mundo está levantado —advirtió el sirio, intrigado—. ¿Por qué duerme tanto el novio?

Quiso acercarse a la tienda, pero el perro gruñó y le mostró los colmillos.

—¡Despierta, Iker! —gritó Amu, al que pronto rodearon varios curiosos.

No hubo respuesta.

—Apartad al perro con vuestras picas —ordenó a sus hombres.

La operación no resultó fácil, pero las armas obligaron al animal a moverse.

Amu entró en la tienda y salió casi de inmediato. Sanguíneo se había calmado repentinamente.

—Iker se ha marchado —anunció.

—¡Persigámoslo y traigámoslo aquí! —exigió alguien, excitado.

—Es inútil, antes o después huiría. Había olvidado que un egipcio no puede vivir lejos de su país. Aunque Iker no volverá a verlo nunca: hay demasiada distancia y demasiados peligros.