Jeta-de-través se aproximaba a la granja aislada. Acompañado por su pandilla de bandoleros, despojaría de nuevo a una de las familias campesinas a quienes concedía su protección, y que, aterrorizadas por aquel implacable monstruo, no se atrevían a avisar a la policía, por temor a las represalias.
Desde el fracaso del atentado contra el faraón Sesostris, Jeta-de-través sobrevivía en la clandestinidad. Sus hombres le suplicaban que se unieran al Anunciador, pero él se creía capaz de arreglárselas solo. Sin embargo, a causa de su ruptura con «el gran jefe», la suerte parecía cambiar. Al bandido le importaban un pimiento los sermones del predicador barbudo que deseaba imponer una creencia devastadora, aunque sabía que era lo suficientemente cruel e inteligente como para triunfar.
Sin reconocerlo, Jeta-de-través, que no temía a dios ni al diablo, tenía miedo del Anunciador, y no osaba comparecer ante él tras un fracaso del que sería considerado culpable. ¿Acaso el halcón-hombre, colérico, no lo desgarraría con sus zarpas?
Había que pensar en alimentarse. Aquellos destripaterrones le ofrecerían un almuerzo real antes de que violase a la dueña de la casa. Quebrando cualquier veleidad de resistencia, Jeta-de-través se complacía humillando a sus víctimas.
Su instinto de cazador le evitó un desastre.
Se detuvo a doscientos pasos de la granja, y sus hombres lo imitaron.
—¿Qué pasa, jefe?
—¡Escucha, imbécil!
—No… no oigo nada.
—¡Precisamente! ¿No te parece extraña esa ausencia de ruido? ¡Hasta el corral está silencioso!
—Entonces…
—Entonces, eso significa que nuestros protegidos se han marchado. No nos esperan unos campesinos. Nos largamos.
Cuando el centinela de la policía vio huir a los bandidos, dio la señal de ataque.
Aunque demasiado tarde: la pandilla de Jeta-de-través estaba ya fuera de alcance.
Honesto, servicial y muy apreciado por los habitantes del barrio, el vendedor de sandalias había hecho olvidar sus orígenes extranjeros para fundirse con el pueblo llano de Menfis. Nadie podría haber sospechado que pertenecía a una organización de agentes durmientes del Anunciador.
Cuando regresaba a su casa, caída ya la noche, un enorme brazo le apretó el cuello.
—¡Jeta-de-través! —exclamó el comerciante—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Dónde está el gran jefe?
—Lo ignoro y…
—Tú, tal vez, pero tu superior sin duda no. Mis hombres y yo queremos unirnos al Anunciador. O me ayudas o mataré a tus fieles, comenzando por ti.
El vendedor de sandalias no se tomó a la ligera la amenaza.
—Está bien, te ayudaré.
Al sur de Siquem, el paraje era siniestro. Árboles secos, tierra roja y estéril, un uadi pedregoso, rastros de serpientes.
—¡No puede ser aquí, jefe!
—Al contrario —consideró Jeta-de-través—, ésta es la clase de paisaje que le gusta. Ese tipo no se parece a nadie, muchacho. Nos instalaremos aquí y esperaremos.
—¿Y si nos tienden una nueva trampa?
—Pon cuatro centinelas.
—¡Alguien por allí!
Como salido de ninguna parte, un hombre de gran talla, vestido con una larga túnica de lana y un turbante, contemplaba al grupito.
—Me satisface volver a verte, amigo —dijo el Anunciador con una voz tan dulce que le puso la carne de gallina a Jeta-de-través.
—¡Y a mí también, señor!
Prudente, el bruto se prosternó.
—No soy responsable de nada —afirmó—. He intentado arreglármelas, pero la policía me pisa los talones. Unos campesinos me denunciaron, ¿os dais cuenta? En el fondo, llevaba una existencia aburrida. Mis muchachos y yo necesitamos acción, de modo que aquí estamos.
—¿Decidido por fin a obedecerme?
—¡Lo juro, por éstas!
El Anunciador había instalado su puesto de mando en una red de grutas unidas por galerías. En caso de ataque, disponía de varias posibilidades de huida. Distribuidos alrededor de aquel rincón perdido alimentado por varias fuentes, algunos centinelas garantizaban la máxima seguridad.
El Anunciador ocupaba una morada formada por varias estancias. Una vasta sala le servía de lugar de enseñanza donde, todos los días, sus fieles escuchaban atentamente la buena nueva.
Una sola verdad revelada, la conversión forzosa de los infieles, la supresión de la institución faraónica, la sumisión de las mujeres: insistentes, los mismos temas salían una y otra vez a relucir, y se grababan en los espíritus. Adepto de primera hora, Shab el Retorcido descubría a los tibios. Si aquellos mediocres no demostraban una mayor devoción, sufrían una brutal muerte. Con su cuchillo de sílex, atravesaba el corazón del condenado, cuyo cadáver servía de ejemplo. En el camino de la conquista, no podía perdonarse ninguna debilidad.
El más joven discípulo del Anunciador, Trece-Años, descubría a los cobardes con un olfato infalible. De buena gana, Shab le daba permiso para torturarlos y, luego, ejecutarlos sumariamente, sabiendo que el trabajo estaría bien hecho. Sólo merecían sobrevivir aquellos que se comprometían a morir por la causa.
Enclaustrada, Bina salía muy poco. Al servicio de su dueño y señor, tenía una creciente notoriedad. ¿Acaso no gozaba del extraordinario privilegio de ser la íntima del Anunciador?
Aquella situación disgustaba a Ibcha, el jefe del comando asiático. Enamorado de la hermosa morena, acechaba sus furtivas apariciones. Responsable de dos fracasos, en Kahun y en Dachur, conservaba, sin embargo, la confianza de sus compatriotas. Ante la sorpresa general, el Anunciador no le había hecho el menor reproche. Y el ex metalúrgico de poblada barba seguía siendo miembro de su estado mayor.
—Pareces muy nervioso, Trece-Años.
—¿Y acaso no lo estás tú? El señor no debería haberse marchado solo.
—No te preocupes. El Anunciador domina a los demonios del desierto.
—Todos debemos preocuparnos por su seguridad. Sin él, no seríamos nada.
A Trece-Años le había enfurecido enterarse de la muerte de Iker gracias a un merodeador de las arenas que conocía la crueldad de Amu el sirio. Y no porque el chiquillo sintiera el menor afecto por el escriba, sino porque le hubiera gustado quebrarle el alma y transformarlo en una marioneta revanchista, ávida de luchar contra un faraón culpable de haberlo abandonado. Al eliminar la tribu cananea encargada de la reeducación de Iker, Amu había acabado con ese hermoso proyecto. Como era conocido por su odio a los egipcios, no cabía duda alguna de la suerte del hijo real.
—La próxima vez seguiré al Anunciador —prometió Trece-Años—. Y si alguien se atreve a amenazarlo, yo saldré en su defensa.
—¿No debes obedecer sus órdenes? —recordó Ibcha.
—A veces es necesario desobedecer.
—Estás bajando por una peligrosa pendiente, muchacho.
—Él me comprenderá. Me comprenderá siempre.
El fanatismo del chiquillo y de los amigos del Anunciador comenzaba a preocupar a Ibcha. Naturalmente, era preciso expulsar al ocupante egipcio y liberar el país de Canaán, pero ¿qué clase de poder se impondría luego en la región? Aquel adolescente soñaba con matanzas, su dueño quería conquistar Egipto, Asia y más aún. ¿Acaso no corrían el riesgo de caer en una locura asesina que sólo generaría desgracias? A Ibcha le hubiera gustado confiar en la joven y hermosa Bina, preguntarle su opinión, pero ella seguía siendo inaccesible. Tan huraña e independiente antaño, se comportaba ahora como una esclava. ¿No era ésa la suerte de todos los fieles pendientes de los labios del predicador?
—¡Ahí está! —gritó Trece-Años—. ¡Ya vuelve!
Con pasos tranquilos, el Anunciador caminaba a la cabeza de un grupito.
—Que se dé de beber y de comer a los combatientes de la verdadera fe —ordenó.
Shab el Retorcido palmeó el hombro de Jeta-de-través.
—¡Arrepentido por fin! Has tardado mucho tiempo en comprender. Tu lugar está aquí, con nosotros, y no en otra parte. Lejos del señor, sólo conocerás el fracaso. A sus órdenes, triunfarás.
—¿No irás a soltarme un sermón?
—Algún día tu espíritu se abrirá a las enseñanzas del Anunciador.
El misticismo de Shab exasperaba a Jeta-de-través, pero no era momento de enfrentamientos. Feliz por haber salido tan bien parado, aquel grupo se restauró mientras observaba el cuartel general del gran patrón.
—Astuto, muy astuto… Es imposible que os sorprendan.
—El Anunciador no se equivoca nunca —recordó el Retorcido—. Dios se expresa por su boca y le dicta sus acciones.
Una hermosa morena salió de la gruta principal, se arrodilló ante el Anunciador y le ofreció una copa llena de sal.
—Qué soberbia hembra —comentó Jeta-de-través, excitado.
—Ni se te ocurra acercarte a Bina. Se ha convertido en la sierva del Anunciador.
—¡Vaya, el patrón no se aburre!
Los rasgos de Shab el Retorcido se endurecieron.
—Te prohíbo que hables así del señor.
—¡Bueno, bueno, no te enfades! Una hembra es sólo una hembra, y Bina es como las demás. No hagamos una montaña de esto.
—Ella es distinta. El Anunciador la forma para que lleve a cabo grandes tareas.
«Sólo faltaba eso», pensó Jeta-de-través mientras devoraba una torta rellena de habas calientes. Por el rabillo del ojo vio a un hombre con barba que se dirigía a Bina cuando ella entraba en la gruta.
—Deseo hablarte —dijo Ibcha en voz baja.
—Es inútil.
—He combatido a tus órdenes y…
—Nuestro único jefe es el Anunciador.
—Bina, ¿crees que…?
—Sólo creo en él.
Y desapareció.
También Shab había visto la escena. De modo que no dejó de advertir a su dueño.
—Señor, si ese Ibcha molesta a vuestra sierva…
—No te preocupes. Tras sus dos lamentables fracasos, pienso confiarle un trabajo que le irá como anillo al dedo.
No eran menos de treinta.
Treinta jefes de tribus cananeas, grandes y pequeñas, habían respondido a la llamada del Anunciador. Intrigados unos, decididos otros a reafirmar su total independencia, curiosos todos por conocer a aquel personaje que la mayoría consideraba como un espantajo, un fantasma inventado para turbar el sueño de los egipcios.
Un hombre pequeño y gordo, de barba rojiza, tomó la palabra.
—Yo, Dewa, hablo en nombre de la más vieja tribu de Canaán. Nadie nos ha vencido nunca, nadie nos da órdenes. Tomamos lo que queremos y cuando queremos. ¿A qué viene esta asamblea?
—Vuestra división provoca vuestra debilidad —declaró tranquilamente el Anunciador—. El ejército enemigo es vulnerable, pero para vencerlo es necesario que os unáis. He aquí mi propuesta: olvidad vuestras querellas, colocaos bajo el mando de un jefe único y liberad Siquem. Atacados de improviso, los egipcios serán exterminados. Ante semejante expresión de fuerza, el faraón quedará pasmado.
—Al contrario —objetó Dewa—, nos mandará la totalidad de sus fuerzas.
—De ningún modo.
—¿Y tú qué sabes?
—Egipto sufrirá graves disturbios internos. El rey estará ocupado evitándolo.
Conmovido unos instantes, aquel tozudo se sobrepuso en seguida.
—¡No conoces al general Nesmontu!
—Es un vejestorio que está terminando su carrera —recordó el Anunciador—. Renuncia a conquistar vuestros territorios porque tiene miedo de vosotros y se sabe incapaz de someteros. Al aterrorizar Siquem, hace creer a Sesostris que Egipto reina en Canaán. Y vosotros mantenéis esa ilusión.
Varios jefes de tribu asintieron.
—Juntos seréis tres veces más numerosos que la fatigada tropa de Nesmontu. El ejército cananeo de liberación lo barrerá todo a su paso y dará origen a un nuevo Estado fuerte e independiente.
Pese a su oposición al proyecto, Dewa sintió que no podía descartarlo de un manotazo.
—Tenemos que deliberar.