Por lo general, la pequeña patrulla de policías del desierto no se aventuraba por aquel rincón perdido de Canaán. Pero su jefe, cazador inveterado, se empeñaba en perseguir un cerdo salvaje. Tras haber atravesado un bosque de tamariscos y cruzado un uadi, el animal acababa de despistar a sus perseguidores.
—Tendríamos que desandar lo andado —sugirió uno de los policías—. El lugar no es seguro.
Su jefe no podía contradecirle. Evidentemente, no estarían a la altura de una pandilla de merodeadores de las arenas que estuvieran decididos a matar egipcios.
—Vamos hasta el final del vallecillo —decidió—. Mantened los ojos y los oídos bien abiertos.
Pero ni rastro del animal.
—Mirad eso, jefe. Es bastante curioso.
El policía contemplaba un montón de piedras que nada tenía de natural.
—En aquélla, la vertical, está el signo de la lechuza.
—La letra M —precisó el jefe—. «En el interior, dentro.» Quitad esas piedras.
Intrigado, el propio oficial excavó el blando suelo y descubrió un pedazo de corteza en la que había algunos jeroglíficos grabados.
—Es extraño —advirtió—. Todos los signos han sido trazados por una mano experta, pero el conjunto no tiene ningún sentido.
—¿Acaso no será uno de esos mensajes cifrados que nos pidieron que recogiéramos?
Helado, Djehuty se ciñó el vuelo de su gran manto que, a pesar del grosor del tejido, no le calentaba demasiado. Sin embargo, el aire era suave y ningún cierzo soplaba en el paraje de Dachur. Extrañamente, su reumatismo no le provocaba ya atroces dolores, pero el mal corroía la poca vitalidad de la que aún disponía.
No obstante, eso importaba poco, puesto que estaba asistiendo a la finalización de la pirámide real. Gracias al entusiasmo y a la competencia de los constructores, las obras habían durado menos de lo previsto. Varias veces, el gran tesorero Senankh había intervenido con eficacia y rapidez para satisfacer las exigencias de los constructores.
Instalado en su silla de manos, Djehuty dio la vuelta a la muralla con bastiones y resaltos, imitando la del faraón Zoser en Saqqara. El conjunto arquitectónico llevaba el nombre de kebehut, «el agua fresca celestial», de donde emergía la pirámide calificada de hotep, «la plenitud». Se encarnaba así el mito según el cual la vida, naciendo del océano de los orígenes, se manifestaba en forma de una isla sobre la que se había edificado el primer templo, brotado de la piedra primordial.
—Puedes estar orgulloso de tu trabajo —dijo una voz grave.
—¡Majestad! No os esperaba tan pronto, el protocolo…
—Olvídalo, Djehuty. Respetando escrupulosamente el plan de la obra, trazaste las líneas de fuerza que permiten al monumento emitir ka. Así se afirma la victoria de Maat sobre isefet.
Fulgurantes de blancura, las caras de la pirámide, recubiertas de piedra calcárea de Tura perfectamente pulida, reflejaban los rayos del sol. Los triángulos de luz iluminaban el cielo y la tierra.
Acompañado por Djehuty, el monarca procedió a la apertura de la boca, los ojos y los oídos del templo. Allí se celebraría eternamente la fiesta de regeneración del alma real. Colosales estatuas representaban al faraón como Osiris, encargado de recibir la vida divina y de transmitirla. Durante tanto tiempo como se construyera una morada para albergarla, Egipto resistiría las tinieblas.
Todos los días, en nombre del rey, unos sacerdotes cumplirían los ritos animando las procesiones de portadores de ofrendas y dando realidad al diálogo entre el monarca y las divinidades.
Luego, Sesostris penetró en la parte subterránea y caminó hasta la sala del sarcófago, aquel barco de granito rojo en el que navegaría su cuerpo de luz. La paz sobrenatural que reinaba en aquellos lugares fortaleció la voluntad de Sesostris de luchar contra el demonio que intentaba impedir la resurrección de Osiris.
Al contemplar aquella piedra de eternidad, el rey se forjó una convicción: no, Iker no estaba muerto.
Establecido en Menfis desde hacía unos diez años, Eril se felicitaba por sus éxitos. Medio libanés y medio sirio, dirigía ahora una cohorte de escribanos públicos que reunía a escribas incapaces de acceder a más altas funciones, aunque muy competentes en su campo: el arreglo de los litigios que oponían a los particulares y a la administración.
Sin un buen número de zancadillas bien repartidas y un perfecto uso de la corrupción, Eril nunca podría haber obtenido un cargo que ambicionaba desde hacía mucho tiempo. Había prosperado a la sombra de su predecesor, un pequeño tirano vanidoso muy bien introducido en la corte, y había aprendido de aquel buen maestro el arte de eliminar a sus adversarios directos, al tiempo que se forjaba una reputación de hombre honesto.
Aquella noche, Eril iba a conquistar una nueva cima. Él, el advenedizo, el manipulador de sombras, era reconocido como un gran personaje, puesto que Sehotep lo invitaba a cenar. Durante toda la jornada se habían sucedido el peluquero, él manicuro, el pedicuro, el perfumista y el sastre para transformar a Eril en un notable elegante. Todos sabían que el Portador del sello real detestaba el mal gusto, pero dada la calidad de los profesionales que se habían ocupado de su persona, Eril no corría el riesgo de meter la pata.
Una angustiosa pregunta, sin embargo, le rondaba la cabeza: ¿quiénes serían los demás invitados? A diferencia de Sehotep, el director de los escribanos públicos de Menfis detestaba la compañía de las mujeres. Forzosamente habría varias y tendría que soportar sus arrumacos y sus chismorreos. No obstante, el hecho de ser admitido en la mesa de un miembro de la Casa del Rey borraba esas molestias menores. La velada, inevitablemente, era preludio de un ascenso. Tal vez tuviera incluso la oportunidad de formular parte de sus ambiciones con el indispensable tacto.
El rumor no mentía: la villa de Sehotep era una auténtica maravilla cuyo menor detalle seducía la mirada. Y el exuberante jardín dejaba sin aliento.
La envidia provocó ardor de estómago al pequeño bigotudo. ¿Por qué no iba a tener, él también, derecho a ese fasto? A fin de cuentas, no tenía menos cualidades ni méritos que un hijo de buena familia adulado por la suerte.
Un servidor recibió a Eril con deferencia y lo acompañó a un vasto salón perfumado con un suave aroma de flores de lis. En las mesas bajas, algunas tapas, zumo de frutas, cerveza y vino.
—Sentaos —recomendó el intendente.
Crispado, Eril prefirió recorrer la estancia esperando a su anfitrión. Mordisqueó una cebolla fresca cubierta con un puré de habas mientras admiraba las pinturas murales que representaban acianos, amapolas y crisantemos.
—Lamento el retraso —se excusó Sehotep al reunirse con su invitado—. He sido requerido en palacio. Los asuntos de Estado siguen siendo prioritarios. ¿Tomaríais un poco de vino?
—Con mucho gusto. Me he adelantado, creo, pues los demás invitados no han llegado aún y…
—Esta noche, vos sois el único.
Eril no ocultó su estupefacción.
—¡Es un honor… un gran honor!
—Para mí, un gran placer. ¿Y si cenáramos?
El pequeño bigotudo se sintió muy incómodo. Ni la calidad de los platos, ni los grandes caldos, ni la amabilidad del dueño de la casa le hicieron olvidar el carácter sorprendente de aquel cara a cara.
—Ejercéis una profesión delicada —observó Sehotep—, y, al parecer, os las arregláis bastante bien.
—Ha… hago lo que puedo.
—¿Estáis satisfecho con los resultados?
El estómago de Eril se contrajo. Sobre todo, no debía precipitarse, y maniobrar con habilidad.
—Gracias al visir, la administración menfita no deja de mejorar. Quedan algunos problemas aún, que mi equipo y yo mismo intentamos resolver en interés de los particulares.
—¿No desearíais un trabajo más… relevante?
El pequeño bigotudo se relajó. De modo que su eficacia había llamado la atención de las autoridades. El Portador del sello real iba a ofrecerle, pues, un puesto en su administración y a confiarle altas responsabilidades.
Sehotep contempló su copa, llena de un sublime vino tinto de Imau.
—Mi amigo, el gran tesorero Senankh, ha llevado a cabo una minuciosa investigación sobre tu fortuna. Sobre tu fortuna real, claro está.
Eril palideció.
—¿Qué… qué significa eso?
—Que eres un corrupto y un corruptor.
Indignado, el acusado se levantó.
—Es falso, totalmente falso y…
—Senankh ha reunido pruebas irrefutables. Explotas vergonzosamente a tus clientes y estás mezclado en múltiples operaciones dudosas, pero hay algo mucho más grave.
Descompuesto, Eril volvió a sentarse.
—No… no comprendo.
—Creo que sí. Por tu deshonestidad, irás a la cárcel. Por tu participación en una conspiración contra el rey, serás condenado a muerte.
—¿Conspirar yo contra el faraón? ¿Cómo podéis imaginar…?
—Deja de mentir, tengo un testigo. Si quieres escapar a la ejecución, dime inmediatamente el nombre de tus cómplices.
Perdiendo cualquier dignidad, el pequeño bigotudo se arrojó a los pies de Sehotep.
—¡Habrán malinterpretado mis palabras! Soy un fiel servidor de la monarquía.
—Basta ya, miserable. Perteneces a una organización de terroristas implantada en Menfis. Te exijo que confieses cuáles son tus contactos.
Eril levantó unos ojos asustados.
—¡Terroristas… no, os equivocáis! Sólo conozco a una decena de dignatarios… comprensivos.
Eril los denunció, explicó detalladamente el mecanismo de sus chanchullos y se deshizo en lamentaciones sembradas de arrepentimiento.
Decepcionado, Sehotep lo escuchaba con discreto oído. Evidentemente, había dado con un mediocre, no con un partidario del Anunciador.
—Apenas descifrado este mensaje, he salido de Siquem para comunicaros su tenor —declaró el general Nesmontu—. No hay duda posible, majestad: el hijo real Iker está vivo. Intentaron engañarnos con un cadáver que no era el suyo.
—¿En qué basas tus certezas? —preguntó Sesostris, junto al que estaba Sobek el Protector, visiblemente escéptico.
—Iker y yo habíamos convenido un código que sólo yo podía descifrar.
—¿Y el contenido de este texto? —preguntó Sobek.
—Iker ha encontrado la madriguera del Anunciador, un monstruo contra el que va a batirse en duelo.
—¡Eso es grotesco! —afirmó el Protector—. Han obligado al hijo real a escribir al dictado, para atraer a nuestros soldados a una emboscada.
—Aunque así sea —consideró el monarca—. Iker vive.
—¡De ningún modo, majestad! Tras haber redactado estas líneas, ha sido ejecutado.
—¿Y por qué el Anunciador no lo ha tomado como rehén? —preguntó Nesmontu.
—Porque de nada le serviría ya.
—Eso no es seguro. Iker podría seguir engañándonos con otros mensajes. La verdad es sin duda mucho más sencilla: el hijo real ha cumplido su misión, y en estos momentos intenta regresar a Menfis.
—¡Hermosa fábula, aunque inverosímil! —consideró el Protector.
—¿En qué región se ocultaría el Anunciador? —preguntó Sesostris.
Nesmontu hizo una mueca.
—En una de las menos controladas, en la frontera de Palestina y Siria. Bosques, marismas, barrancos, animales salvajes, ausencia de carreteras… El lugar ideal para un terrorista. Imposible desplegar tropas allí. En nuestros mapas, es una zona blanca sin puntos de orientación.
—¡La trampa perfecta! —exclamó Sobek—. ¿Qué recomienda el general Nesmontu?
—Enviar una patrulla de voluntarios, acostumbrados a los paisajes sirios.
—¿Y por qué condenar así a unos soldados veteranos? —se rebeló Sobek—. Rindámonos a la evidencia: Iker sólo puede haber sobrevivido si es cómplice de los terroristas.
—Prepara esa patrulla —ordenó el rey a Nesmontu—. Pero no partirá antes de que recibamos un segundo mensaje que confirme el primero.