12

Isis siguió al faraón hasta su templo de millones de años; llevaba una larga túnica blanca sujeta al talle por un cinturón rojo, y los cabellos sueltos.

Entraron en una capilla de techo estrellado. Una sola lámpara la iluminaba.

—Recorrer el camino de los misterios implica cruzar una nueva puerta —reveló el rey—. Peligrosa etapa, pues, para enfrentarte al criminal que maneja contra Osiris la fuerza de Set, debes convertirte en una auténtica maga. Así, el cetro que te he entregado será palabra fulgurante y luz eficaz, capaz de detener los golpes de la suerte. ¿Aceptas correr ese riesgo?

—Lo acepto, majestad.

—Antes de unirte a las potencias de la Enéada, enjuágate la boca con natrón fresco y calza sandalias blancas.

Cumplido el rito, el monarca puso en los labios de Isis una estatuilla de Maat.

—Recibe las fórmulas secretas de Osiris. Las pronunció cuando reinaba en Egipto, y le sirvieron para crear la edad de oro y transmitir la vida. Ahora, perfora las tinieblas.

El monarca levantó un jarrón por encima de la cabeza de Isis. Brotó de él una energía luminosa que envolvió el cuerpo de la sacerdotisa.

Al fondo de la sala, una cobra real se irguió sobre el techo de la nao, en posición de ataque.

—Toca su pecho y sométela —ordenó Sesostris.

El miedo no impidió a la joven avanzar.

La serpiente, por su parte, estaba dispuesta a atacar.

Isis no pensaba en sí misma, sino en el combate a favor del árbol de vida. ¿Por qué el genio del mundo subterráneo, reptil temible y fascinante, iba a pertenecer al bando de los destructores? ¿Acaso, sin él, no sería estéril el suelo?

La mano derecha de la joven se adelantó lentamente y la cobra se inmovilizó.

Cuando le tocó el pecho, un halo de luz rodeó su cabeza y modeló la corona blanca.

—La fuerza creadora de la Grande de magia circula por tus venas —declaró el rey—. Hazla activa, maneja los sistros.

El monarca ofreció a la muchacha dos objetos de oro, el primero en forma de naos flanqueado por dos varillas espirales, el segundo compuesto por unos montantes llenos de agujeros en los que se engastaban unas varillas metálicas.

—Cuando los hagas sonar, oirás la voz de Set, animadora de los cuatro elementos. Así disiparás la inercia. Gracias a las vibraciones, las potencias vitales despiertan. Sólo una iniciada puede intentar semejante experiencia, pues estos instrumentos son peligrosos. Depositarios del perpetuo movimiento de la creación, ciegan a la mala tañedora.

Isis empuñó los mangos cilíndricos.

Los sistros le parecieron tan pesados que estuvo a punto de soltarlos, pero sus muñecas aguantaron, y nació una extraña melodía. Del sistro-carraca emanaban unas notas ácidas y penetrantes; del sistro-naos, un canto dulce, hechicero. Isis buscó el ritmo adecuado y los sones se mezclaron de modo armonioso.

Durante unos instantes, la vista se le nubló. Luego la música fue ampliándose, hasta el punto de que hizo vibrar las piedras del templo, y la sacerdotisa sintió un perfecto bienestar.

Acto seguido devolvió los sistros al rey, que los depositó ante la estatua de la cobra coronada.

Salieron del templo y Sesostris llevó a Isis hasta orillas del lago sagrado.

—Al apaciguar a la Grande de magia, tu mirada ve lo que los ojos profanos no disciernen. Contempla el centro del lago.

Poco a poco, la superficie del agua adoptó unas dimensiones inmensas, hasta confundirse con el cielo. El Nun el océano de energía de donde todo nacía, se revelaba a Isis. Un fuego iluminó el agua y, al igual que la primera vez, el loto de oro con pétalos de lapislázuli nació de la isla, inflamándola.

—Que todas las mañanas pueda levantarse en el valle de luz —oró el rey—. Que renazca ese gran dios vivo llegado de la isla de la llama, el hijo de oro salido del loto. Respíralo, Isis, como lo respiran las potencias creadoras.

Un olor suave y hechicero se extendió por el paraje de Abydos.

El loto se esfumó y el lago sagrado recuperó su habitual apariencia. En la superficie del agua se dibujó un rostro, disipado muy pronto por las ondas que engendraba el viento.

Sin embargo, Isis lo había reconocido: era el de Iker.

—Está vivo —murmuró.

—Cuerpo a tierra —ordenó Amu.

Imitando a los guerreros del clan sirio, Iker se lanzó a la arena cálida y dorada.

—¿Los ves, muchacho?

Desde lo alto de la duna, el escriba observaba el campamento de los beduinos, convencidos de estar seguros. Las mujeres cocinaban, los niños jugaban y los hombres dormían, salvo unos pocos centinelas.

—Detesto esta tribu —confesó Amu—. Su jefe me robó una soberbia hembra que me habría dado hijos robustos. ¡Y además posee el mejor pozo de la región! Su agua es dulce y fresca. Me apoderaré de él y aumentaré la extensión de mi territorio.

«He aquí un proyecto digno del Anunciador», estimó Iker, cuyas dudas no dejaban de aumentar. Amu pasaba el tiempo retozando con las beldades de su harén, comiendo y bebiendo. Nunca hablaba de la conquista de Egipto ni de aniquilar al faraón. Mimado por sus mujeres, adulado por sus guerreros, llevaba la tranquila existencia de un bandolero acomodado. ¡Por fin se decidía a actuar!

—Eliminemos primero a los centinelas —propuso Iker.

—¡He ahí una estrategia de egipcio! —ironizó Amu—. Yo no me ando con tantas precauciones. ¡Bajemos por la duna aullando y acabemos con esa chusma!

Dicho y hecho.

Los sílex brotaron de las hondas e hirieron a la mayoría de los beduinos. La jauría sólo encontró una débil resistencia y no respetó a los chiquillos. Divirtiéndose, los sirios reventaron los ojos de los escasos supervivientes, cuya agonía fue interminable. Como el harén de Amu estaba atestado, no se perdonó a mujer alguna.

—No lo lamentes —le confesó a Iker, que estaba a punto de desvanecerse—. ¡Realmente eran demasiado feas! ¿No estás bien, muchacho?

Amu palmeó el hombro del hijo real.

—Habrá que endurecerte. La existencia es un rudo combate. ¿Esos beduinos? ¡Ladrones y criminales! Si el general Nesmontu los hubiera encontrado antes que yo, habría ordenado a sus arqueros que los mataran. A mi modo, estoy limpiando la región.

—¿Cuándo reuniréis por fin a las tribus para expulsar al ocupante?

—¡Estás obsesionado con ese proyecto!

—¿Acaso no es eso lo único que cuenta?

—Lo único, lo único… ¡No exageremos! Lo esencial es reinar sin discusiones sobre mi dominio. Ahora bien, unas cucarachas se atreven aún a cuestionar mi supremacía. De eso debemos ocuparnos, muchacho.

Amu entregó a Iker un nuevo bastón arrojadizo.

—El espíritu de los muertos se encarna en él. Atraviesa lagos y llanuras para golpear al adversario, luego regresa a la mano de quien lo lanza. Tómalo y utilízalo adecuadamente.

El hijo real pensó en la recomendación de Sesostris: «Debemos procurarnos armas brotadas de lo invisible.» ¿Acaso no era ésa la primera que obtenía, un regalo del enemigo?

—Comamos —decidió Amu—. Luego proseguiremos con nuestra limpieza.

Obstinado y cruel, el sirio eliminó uno a uno los grupúsculos de cananeos y beduinos, culpables de beber en sus pozos o de robar alguna de sus cabras. Aparentemente libre en sus movimientos, pero protegido y vigilado a la vez por Sanguíneo, Iker no tomó ninguna iniciativa que pudiera despertar sospechas entre sus nuevos compañeros de armas. Día tras día, lograba a la vez que lo olvidaran y lo aceptaran.

Permaneciendo fiel a su única estrategia, Amu se lanzaba sobre sus presas como un tornado, y sembraba un terror que aniquilaba la capacidad de defensa.

El escriba seguía estando perplejo.

Poderoso, violento, implacable, tiránico… Características del Anunciador, en efecto. Pero ¿por qué le costaba tanto predicar sus verdaderas intenciones? ¿Acaso seguía desconfiando de un egipcio, cuya primera falta acechaba y al que debería haber suprimido? Iker le serviría, pues, de un modo u otro. Tal vez para transmitir falsas informaciones a Nesmontu y acelerar así la derrota del ejército egipcio. Por tanto, el hijo real no intentaba enviar el menor mensaje. Primero tenía que obtener algunas certezas.

Mientras los principales guerreros de la tribu, reunidos en torno a un fuego de campamento, comían cordero asado, Iker se acercó al jefe, medio borracho.

—Sin duda gozáis de una protección mágica.

—¿Cuál, a tu entender?

—La reina de las turquesas.

—La reina de las turquesas —repitió Amu, pasmado—. ¿Qué aspecto tiene eso?

—Descubrí esa piedra fabulosa en una mina del Sinaí donde el faraón me había esclavizado. Normalmente me correspondería. Pero, tras haber acabado con policías y mineros, una pandilla de asesinos me robó ese tesoro.

—Y te gustaría recuperarlo… Yo no lo tengo. ¡Sin duda, el golpe fue obra de los merodeadores de las arenas! Con un poco de suerte, encontrarás tu reina de las turquesas. Siempre se acaba oyendo hablar de una maravilla de ese tipo.

—Un alto dignatario egipcio, el general Sepi, fue asesinado en pleno desierto. ¿No fuisteis vos el autor de la hazaña?

La estupefacción del sirio no parecía fingida.

—¡Matar yo a un general! ¡Si hubiera sido así, presumiría de ello! Toda la región me habría aclamado, decenas de tribus se habrían prosternado ante mí.

—Y, sin embargo, nadie duda de que el asesino del general Sepi fue el Anunciador.

Irritado, Amu se levantó y lo agarró del hombro.

El perro gruñó en seguida.

—¡Tranquiliza a ese animal!

Una mirada de Iker calmó a Sanguíneo.

—Ven a mi tienda.

El perro los siguió.

De una patada en las costillas, Amu despertó a una cananea, que se vistió precipitadamente y desapareció.

El sirio bebió una gran copa de licor de dátiles.

—Quiero conocer a fondo lo que piensas, muchacho.

—Me pregunto si sois realmente el Anunciador o si estáis fingiendo.

Iker jugaba fuerte al expresarse con semejante franqueza.

—¡No te faltan narices!

—Sencillamente me gustaría saber la verdad.

Dando vueltas como un oso enjaulado, Amu evitó la mirada del joven.

—¿Y qué importancia tendría que no fuera el tal Anunciador?

—Arriesgué la vida para ponerme a su servicio.

—¿No te basta estar al mío?

—El Anunciador quiere destruir Egipto y tomar el poder. Vos os contentáis con vuestro territorio.

El sirio se sentó pesadamente sobre unos almohadones.

—Hablemos claro, muchacho. Tus sospechas están justificadas: yo no soy el Anunciador.

De modo que Iker era prisionero de un miserable jefe de pandilla, asesino y ladrón.

—¿Por qué me mentisteis?

—Porque puedes convertirte en uno de mis mejores guerreros. Puesto que tanto deseabas identificarme con ese Anunciador, habría sido estúpido desalentarte. Además… no te equivocaste tanto.

—¿Qué queréis decir?

—No soy el Anunciador —repitió el sirio—, pero sé dónde se encuentra.