Durante tres días y tres noches, el clan avanzó a marchas forzadas, sin permitirse más que unos breves altos. Atravesó un bosque, una estepa, una zona desértica, y flanqueó luego un uadi antes de dirigirse hacia un lago. Sanguíneo chapoteó en él y sólo Iker lo imitó. Los cananeos temían que un genio maligno que brotara del fondo de las aguas acabara con su vida. Luego llegó la hora de regresar a la cotidianidad: el escriba tuvo que transformarse de nuevo en panadero y en cocinero, bajo el yugo de sus torturadores.
En Egipto, todo el mundo le creía muerto. Todo el mundo salvo Viento del Norte, su único confidente, de eso estaba seguro. El animal vivía junto a Isis y, forzosamente, se comunicaba con ella, por lo que la muchacha debía de dudar de la desaparición de Iker. El hijo real se aferraba a esa mínima esperanza con todas sus fuerzas. ¿Quién iba a encontrarlo, tan lejos de Siquem, en un paraje perdido por donde no se aventuraba ninguna patrulla egipcia?
Algunos cananeos habrían azotado de buena gana al egipcio para entretenerse, pero los colmillos del perrazo los disuadieron. La actitud del perro divertía y tranquilizaba al jefe, pues el prisionero no podía estar mejor vigilado.
El éxodo prosiguió hacia el norte. Pero un día los rostros se endurecieron, no brotó ya broma alguna y dejaron de burlarse del esclavo. Sanguíneo gruñó mostrando los colmillos.
—¡Allí, jefe, una nube de polvo! —gritó el hombre que iba en cabeza.
—Merodeadores de las arenas, sin duda.
—¿Combatimos, entonces?
—Depende. Preparémonos para lo peor.
A veces, las tribus discutían y lograban entenderse. Pero, por lo general, al término de violentas discusiones se iniciaba la reyerta.
Esta vez ni siquiera hubo preliminares. Armada con hondas, mazas y palos, la pandilla de beduinos hambrientos se lanzó al asalto de los intrusos.
Puesto que no carecía de valor, el jefe enfrentó la pelea, mientras algunos de sus hombres emprendían la huida.
—¡Regresad —aulló Iker—, y luchad!
La mayoría obedecieron aquella inesperada orden. Los demás fueron víctima de los cortantes sílex lanzados por las hondas adversarias.
—Toma esto —dijo el jefe a Iker tendiéndole un bastón arrojadizo.
El hijo real apuntó al cabecilla, un furibundo que alentaba sus camaradas gritando como una bestia salvaje.
No falló.
I ras haber creído en un fácil triunfo, los merodeadores de las arenas vivieron momentos de vacilación, que fueron aprovechados en seguida por los cananeos; el combate se inclinó a su favor. Manejando un pesado garrote, Iker derribó a un tipo furioso que estaba cubierto de sangre.
La paliza fue espantosa. Embriagados por la violencia, los vencedores no dieron cuartel.
—¡Nuestro jefe! ¡Nuestro jefe ha muerto! —exclamó un cananeo.
Con la frente hundida, el guerrero yacía entre dos beduinos. Su perro le lamía dulcemente la mejilla.
—Larguémonos —sugirió el decano del clan—. Sin duda hay otros bandoleros merodeando por aquí.
—¡Primero hay que enterrarlo! —protestó Iker.
—No hay tiempo. Tú has luchado bien. Te llevaremos con nosotros.
—¿Adonde pensáis ir?
—Nos reuniremos con la tribu de Amu y nos colocaremos bajo su protección.
Iker contuvo una alegría mezclada con miedo.
—¡Amu, el Anunciador!
Amu era alto, flaco y barbudo. A su alrededor, guerreros sirios armados con lanzas. Los cananeos depusieron sus armas e hicieron una gran reverencia, en señal de sumisión. Iker los imitó, observando a aquel personaje de rostro hosco, responsable del maleficio que afectaba a la acacia.
Haberlo descubierto parecía un milagro, pero también era preciso asegurarse de su culpabilidad y, luego, encontrar el medio de hacer llegar las informaciones a Nesmontu. ¿Le daría tiempo el Anunciador?
—¿De dónde venís, pandilla de harapientos? —preguntó Amu, agresivo.
—Del lago amargo —respondió el decano de los cananeos con voz temblorosa—. Unos merodeadores de las arenas nos atacaron, nuestro jefe resultó muerto. Sin la intervención de este joven egipcio, prisionero nuestro, nos habrían masacrado. Él arengó a los que huían y aseguró nuestras filas. Lo hemos convertido en un buen esclavo, te servirá bien.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí?
—El jefe sabía que habías acampado en la región. Deseaba venderte el rehén; yo te lo regalo como prenda de amistad.
—¡De modo que habéis huido ante el enemigo!
—¡Los beduinos nos agredieron antes de hablar! No es ésa la costumbre.
—Las costumbres de mi tribu imponen la eliminación de los cobardes. ¡Degolladlos a todos salvo al egipcio!
Sanguíneo se pegó a las piernas de Iker y enseñó los colmillos, impidiendo que nadie se acercara a él.
Los sirios se cargaron alegremente a los cananeos. Entre ambos pueblos no había estima ni amistad, de modo que Amu no perdía ocasión de eliminar a aquella chusma. Los cadáveres fueron desvalijados y abandonados a las hienas.
—Tu protector es temible —dijo Amu al extranjero—. Incluso herido por varias flechas, un perrazo de este tamaño sigue combatiendo. ¿Cómo te llamas?
—Iker.
—¿De dónde te sacaron esas ratas?
—Me liberaron.
Amu frunció el ceño.
—¿Quién te había detenido?
—Los egipcios.
—¿Tus compatriotas? ¡No lo comprendo!
Tras haber intentado en vano acabar con el faraón Sesostris, me he convertido en su enemigo jurado. Conseguí abandonar Menfis y cruzar los Muros del Rey, pero la policía de Nesmontu me encarceló en Siquem. Esperaba que los cananeos me permitieran unirme a la resistencia, pero en vez de ayudarme, me redujeron a la esclavitud.
Amu escupió.
—¡Esos cobardes no valen nada! Aliarse con ellos lleva al desastre.
—Me he fijado un objetivo —afirmó Iker—: servir al Anunciador.
Los ojillos negros de Amu brillaron de excitación.
—¡Tienes ante ti al Anunciador! Y yo cumplo mis promesas.
—¿Seguís decidido a derribar a Sesostris?
—¡Ya está tambaleándose!
—El maleficio que ataca al árbol de vida carece de eficacia.
—¡Lanzaré otros maleficios! Hace mucho tiempo que los egipcios tratan de interceptarme, pero nunca lo conseguirán. Mi tribu domina la región y las mujeres me dan numerosos hijos. Pronto formarán un ejército victorioso.
—¿No pensáis en federar los clanes? De ese modo, lanzaríais una ofensiva capaz de barrer las tropas del general Nesmontu.
Amu pareció ofendido.
—Una tribu es una tribu, un clan es un clan. Si comenzamos a cambiar eso, ¿qué será de la región? El mejor jefe se impone a los demás, ¡ésa es la única ley! Y el mejor soy yo. ¿Sabes manejar el bastón arrojadizo, muchacho?
—Me las apaño.
—Tienes dos días para perfeccionarte. Luego atacaremos un campamento de merodeadores de las arenas que acaban de desvalijar una caravana. Y en mi territorio soy yo el único que puede robar y matar.
Iker dormitaba, protegido por el perro. Se había entrenado durante horas para lanzar el bastón arrojadizo y alcanzar blancos cada vez más pequeños y cada vez más lejanos. Espiado, no podía hacer una actuación mediocre. Concentrado, con gesto amplio y seguro, no decepcionó.
Amu lo dejaba moverse con libertad, pero Iker se sentía constantemente vigilado. Si intentaba huir, sería abatido. La tribu lo juzgaría durante el combate contra los beduinos. So pena de sufrir la suerte de los cananeos, debería superar aquella prueba.
¿Qué estaría haciendo Isis en Abydos a aquellas horas? O celebraba los ritos o meditaba en un templo o, quizá, leía un texto que hablaba de los dioses, de lo sacro y del combate de la luz oponiéndose a la nada. Evidentemente, no pensaba en él. Cuando le comunicaron su muerte, ¿se habría conmovido aunque sólo fuera por un instante?
Algunos de sus pensamientos permanecían, sin embargo, junto a él… En los peores momentos, sólo aquel vínculo, tan tenue, lo salvaba. En lo más hondo de su soledad, Isis seguía dándole esperanza. La esperanza de decirle, con toda la fuerza de su amor, que no podía vivir sin ella.
—Despierta, muchacho, hay que partir. Mi explorador acaba de indicarme el emplazamiento del campamento de los beduinos. Esos imbéciles se creen a salvo.
Amu no se andaba con estrategias. Dio una orden y fue una riada. Como la mayoría de los merodeadores de las arenas dormían a pierna suelta, su capacidad de defensa se redujo al mínimo. Acostumbrados a desvalijar a mercaderes desarmados, opusieron una leve resistencia a los desenfrenados sirios.
Uno de los beduinos consiguió escapar de la matanza arrastrándose hacia el interior del campamento y, luego, haciéndose el muerto. Por el rabillo del ojo vio a Amu presumiendo muy cerca de él. El superviviente quiso vengar a sus camaradas. Estaba perfectamente colocado, y sólo le bastaba con hundirle el puñal en los riñones.
Pasmado ante la ferocidad de sus nuevos compañeros, Iker no había intervenido, y al quedarse atrás descubrió un falso cadáver que se levantaba y se disponía a golpear. El hijo real lanzó su bastón arrojadizo, que alcanzó al beduino en la sien.
Furibundo, Amu pisoteó al herido y le hundió el pecho.
—Esa rata ha intentado matarme, ¡a mí! Y tú, egipcio, me has salvado.
Por segunda vez, Iker corría a socorrer al enemigo. Dejar que el Anunciador muriera sin obtener el máximo de informaciones hubiera sido catastrófico. El hijo real debía ganarse su confianza y saber cómo hechizaba la acacia de Osiris.
Mientras sus hombres saqueaban el campamento, Amu llevó a Iker hacia la única tienda que aún seguía intacta; las demás ardían.
Con su puñal, el jefe cortó la tela, improvisó una entrada y despertó gritos de terror. En el interior había una decena de mujeres y otros tantos niños apretujados unos contra otros.
—¡Mira esas hembras! Las más hermosas entrarán en mi harén y sustituirán a las que ya no deseo. Mis valientes las utilizarán.
—¿Respetaréis a los niños? —preguntó el escriba.
—Los robustos servirán de esclavos, los débiles serán eliminados. ¡Me traes suerte, muchacho! Nunca había conocido un triunfo tan fácil. Y no olvido que te debo la vida.
Rabioso, Amu agarró a una morena del pelo y la atrajo hacia sí.
—¡A ti voy a demostrarte en seguida mi excelente salud!
El clan tomó por un uadi seco que había excavado su lecho entre dos acantilados y parecía no llevar a ninguna parte. Un explorador marchaba muy por delante, la retaguardia permanecía al acecho.
—Te concedo un inmenso privilegio —le anunció Amu al egipcio—. Serás el primer extranjero que ve mi campamento secreto.
Iker no lamentaba haber utilizado su bastón arrojadizo, ya que, ganándose la confianza del Anunciador, iba a descubrir, por fin, su madriguera.
El lugar estaba oculto y era, a la vez, fácil de guardar. En el centro de una región árida y desértica, un pequeño oasis ofrecía agua y alimentos. Ayudados por esclavos, los sedentarios cultivaban legumbres. Un corral albergaba algunas aves.
—Aquí cohabitan sirios y cananeos —aclaró Amu—, pero es una excepción. Estos han aprendido a obedecerme ciegamente y a no lloriquear ya.
—¿No habría que formar una gran coalición para atacar Siquem? —insistió Iker.
—Volveremos a hablar de eso. ¡Celebremos primero nuestra victoria!
Todos los miembros del clan sentían devoción por su jefe, que recibió masajes, fue ungido con aceite aromático e instalado en mullidos almohadones, al abrigo de una vasta tienda. Una procesión de esclavos cananeos sirvió los platos, y corrió a chorros el licor de dátiles.
Cuatro mujeres, cariñosas y metidas en carnes, llevaron a su lecho a un Amu ahíto y borracho como una cuba.
Iker no imaginaba así al Anunciador.