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Isis entró en la capilla del templo de Sesostris, donde se había depositado la barca de oro de Osiris. El edificio, permanentemente vigilado, ofrecía un abrigo seguro. Sólo la pareja real, los sacerdotes permanentes y la joven sacerdotisa accedían al santuario para cumplir con los ritos. En ausencia del faraón y de la gran esposa real, Isis reanimaba aquella barca que, debido a la enfermedad de la acacia, carecía de la energía indispensable para la celebración de los misterios. Sólo apelando a la voz de sus distintos elementos se mantenía con vida.

Recogida, la joven quitó el velo que recubría la inestimable reliquia.

—Tu proa es el busto del señor del Occidente, Osiris resucitado; tu popa, el del dios Min, el fuego regenerador. Tus ojos son los del espíritu capaz de ver al Grande. Tu gobernalle se compone de la pareja divina de la ciudad de Dios. Tu doble mástil es la estrella única que surca las nubes. Tus cabos de proa son la gran claridad; tus cabos de popa, la trenza de la pantera Mafdet, guardiana de la Casa de Vida; tus cabos de estribor, el brazo derecho del Creador, Atum; tus cabos de babor, su brazo izquierdo; tu cabina, la diosa Cielo provista de sus poderes; tus remos, los brazos de Horus cuando viaja[3].

Durante unos instantes, el oro pareció animado por una intensa luz. La capilla entera quedó iluminada, el techo transformó en cielo estrellado y la barca navegó de nuevo por el cosmos.

Luego regresó de nuevo la oscuridad, el oro se apagó y el movimiento se interrumpió.

Mientras la acacia no hubiera reverdecido y Abydos estuviese privado del oro de los dioses, Isis no podía obtener nada más. Las fórmulas de conocimiento preservaban, por lo menos, la coherencia de la barca y le impedían dislocarse.

Concluida la tarea, la muchacha se aseguró de que Viento del Norte fuera alimentado adecuadamente. Todos los días paseaba largo rato con él por el lindero de los cultivos. Siempre dispuesto a transportar una carga, el asno acababa seduciendo a los más reticentes. Él, el animal de Set, se afirmaba ahora como un genio bueno, protector del lugar. Y todos reconocían que Isis había tenido razón al intentar la experiencia.

—Sin duda Iker ha cruzado los Muros del Rey —dijo ella.

Viento del Norte levantó la oreja derecha.

—Se encuentra en Canaán, pues.

El cuadrúpedo lo confirmó.

—Vive, ¿no es cierto?

La oreja derecha se levantó con vigor.

—¡Tú no mentirás nunca! Vivo, pero en peligro.

La respuesta siguió siendo afirmativa.

—No debería pensar en él —murmuró—. En todo caso, no tanto… Y me pidió una respuesta. ¿Es razonable amar a una sacerdotisa de Abydos? ¿Tengo, yo misma, derecho a amar a un hijo real? Mi existencia está aquí y en ninguna otra parte; debo cumplir con mis funciones sin desfallecer. ¿Me comprendes, Viento del Norte?

En los grandes ojos marrones del asno se reflejaba una inmensa ternura.

Bega contempló la palma de su mano diestra, en la que se había grabado para siempre una minúscula cabeza de Set, con grandes orejas y el hocico característico. Aquel emblema unía a los confederados del dios de la destrucción y de la violencia, Medes, secretario de la Casa del Rey, su testaferro Gergu, y él mismo, Bega, sacerdote permanente de Abydos.

Él, que se había comprometido a servir a Osiris durante toda su vida, lo traicionaba.

¿Acaso el propio faraón no lo había humillado al negarse a nombrarlo superior de Abydos y confiarle la clave de los grandes misterios? Y, sin embargo, la merecía: una existencia ejemplar, una competencia apreciada por todos, una austeridad y un rigor dignos de elogio… nadie, ni siquiera el Calvo lo igualaba.

No reconocer semejantes cualidades era una injuria insoportable que Sesostris pagaría muy cara. Pisoteando su juramento, detestando lo que veneraba, Bega deseaba ahora la muerte del tirano y también la de Egipto, vinculada en la aniquilación de Abydos, centro vital del país.

Gélido como un viento invernal, alto, con el desagradable rostro devorado por una prominente nariz, Bega saboreaba su venganza destruyendo la espiritualidad osiriaca, zócalo sobre el que el faraón construía su pueblo y su país.

En el colmo de la amargura, Bega había conocido al Anunciador.

El mal se había apoderado entonces de su conciencia con la fuerza brutal de una tormenta. En lo más profundo de su acritud, ni siquiera imaginaba la magnitud del poder de Set.

Bega despreciaba a sus nuevos aliados, Gergu y Medes, aunque este último no careciera de dinamismo ni de voluntad, por muy perversa que fuese. Sin embargo, ante el Anunciador se comportaba como un muchachuelo aterrorizado, subyugado y obligado a obedecer. El mismo, a pesar de su edad y de su experiencia, no oponía resistencia alguna.

Desde su juramento de fidelidad a las tinieblas, el sacerdote permanente se sentía mucho más tranquilo. Lanzando un maleficio a la acacia de Osiris, el Anunciador había demostrado su capacidad. Sólo él acabaría con el faraón y vaciaría Abydos de su sustancia. Como interlocutor privilegiado, puesto que detentaba parte de los secretos de Osiris, Bega desempeñaba un papel decisivo en la conspiración del mal.

Estaba concluyendo su servicio ritual cuando vio a Isis, que se dirigía a la biblioteca de la Casa de Vida.

—¿Progresan vuestras investigaciones?

—Con excesiva lentitud para mi gusto, pero no pierdo la esperanza. Los textos antiguos me han proporcionado ya valiosas indicaciones que serán la miel del faraón.

—Afortunadamente, la acacia ya no se marchita. Alabamos vuestra eficacia.

—Es muy mediocre, Bega, y sólo el espejo de la diosa Hator merece nuestra admiración. Su brillo asegura la circulación de la savia.

Vuestra reputación no deja de crecer, y me felicito por ello.

—Me preocupa sobremanera la supervivencia de Abydos.

—Vos sois una pieza esencial en esta implacable guerra que nos opone a las fuerzas de las tinieblas.

—Sólo soy la ejecutora de las voluntades del faraón y de nuestro superior. Si fallo, otra sacerdotisa de Hator me sustituirá.

—El estado de la barca de Osiris nos preocupa a todos. Si permanece inmóvil, ¿cómo va a difundirse la energía de la resurrección?

—Evitar su dislocación es lo más urgente.

—¡Magro resultado, confesémoslo!

—Por lo menos, el alma de la barca sigue presente entre nosotros. ¿Qué más podemos esperar a estas horas?

—¡Es difícil no ceder al pesimismo! Gracias a vos, Isis, los permanentes desean creer todavía que no todo se ha perdido.

—Gozamos de la inquebrantable determinación de un monarca excepcional. Mientras él reine, la victoria estará a nuestro alcance.

—¡Qué Osiris nos proteja!

Bega contempló cómo Isis entraba en la biblioteca. Trabajaría allí el resto de la jornada y también parte de la noche, dejándole el campo libre para preparar su futura transacción.

Pues hoy llegaba Gergu, el testaferro de Medes.

Para sobrellevar el tedio del viaje, Gergu se había emborrachado con cerveza fuerte. Antes de la partida, una prostituta siria le había arrebatado parte de su nerviosismo, a pesar de sus protestas por los bofetones que le administraba. Pegar a las mujeres le proporcionaba un gran placer. Sin la intervención de Medes, las denuncias de las tres esposas sucesivas de Gergu lo habrían mandado a la cárcel. Puesto que su patrón le prohibía formalmente volver a casarse, se limitaba a las profesionales poco exigentes y de baja estofa.

Recaudador, primero, de impuestos y tasas, Gergu había sido nombrado inspector principal de los graneros, también gracias a Medes, de quien era fiel y devoto servidor. El cargo le permitía esquilmar a honestos administradores, amenazándolos con sanciones, y montar una organización de crápulas destinada a producirle una pequeña fortuna, al malversar las reservas de grano. Buen comedor y bebedor, Gergu se habría limitado a esa fácil existencia si su patrón no hubiera tenido mayores ambiciones.

Desde su encuentro con el Anunciador, Medes no solo quería derribar a Sesostris, sino también apoderarse de las riquezas del país y promover la omnipotencia de un nuevo dios que tenía la ventaja de reducir a las mujeres a su verdadero rango, el de criaturas inferiores.

Aquel arriesgado programa aterrorizaba a Gergu. Sin embargo, no era cuestión de desobedecer a Medes ni, menos aún, al Anunciador, que ejecutaba salvajemente a los renegados. Así pues, debía seguir el movimiento tomando todas las precauciones posibles para no exponerse demasiado.

Gergu acudía regularmente a Abydos, donde había obtenido el estatuto de temporal, lo que facilitaba el extraordinario tráfico puesto a punto con su cómplice, el sacerdote permanente Bega. El inspector principal de los graneros nunca habría supuesto que un iniciado en los misterios de Osiris cediese también ante la corrupción. Puesto que se trataba del asunto más suculento de su carrera, no iba a andarse con remilgos.

En el embarcadero, Gergu saludó a los policías, e intercambiaron algunas frases amistosas, felicitándose por la tranquilidad del lugar. Dada la magnitud del sistema de seguridad impuesto por el rey, realmente Abydos no tenía nada que temer.

Como de costumbre, Gergu entregaba alimentos de primera clase, las piezas de tejido, los ungüentos, las sandalias y otros productos que Bega le encargaba de modo oficial, para asegurar el bienestar de los residentes. Los dos hombres se entrevistaban durante largo rato, verificaban la lista de las mercancías y preparaban el próximo cargamento.

Pero, en realidad, se encargaban de un negocio secreto mucho más lucrativo.

Una vez resueltos los problemas administrativos en un plazo razonable, Bega llevó a Gergu hasta la terraza del Gran Dios. Tomaron la vía procesional, desierta salvo en período de fiestas, que no se organizarían ya durante mucho tiempo, suponiendo que alguna vez se celebraran de nuevo.

A un lado y a otro de la avenida que llevaba a la escalera de Osiris había numerosas capillas, que contenían estatuas y estelas, encargadas de asociar el alma de sus propietarios a la eternidad del Resucitado. Sólo algunos elegidos, tras haber sido iniciados, eran autorizados a sobrevivir así, formando parte de la corte de Osiris, tanto aquí como en el más allá.

Un apacible silencio rodeaba aquellos monumentos que arraigaban en lo invisible. Ningún profano ni tampoco ningún miembro de las fuerzas del orden turbaba la quietud del lugar. Así, Bega había tenido una idea diabólica: hacer salir de Abydos pequeñas estelas consagradas, de valor inestimable, pues, y venderlas a precio de oro al mejor postor, que se sentiría inmensamente feliz al adquirir su parte de inmortalidad. Y el sacerdote permanente no se detenía ahí: dando un sello a sus cómplices y revelándoles la fórmula que debía grabarse en las estelas, les permitía fabricar falsificaciones que vendían sin dificultad.

Bega no se andaba con remilgos. Por una parte, finalmente se enriquecía, después de tantos años de austeridad al servicio de Osiris; por otra, debilitaba la magia de Abydos arrebatándole algunas piedras sagradas, por muy modestas que fueran.

—Este cementerio me incomoda —reconoció Gergu—. Tengo la impresión de que los muertos me miran.

—Aunque así sea, nada pueden contra ti. Si se los teme, no se hace nada. Yo he acabado con ese tabú. Créeme, Gergu, esos seres inertes, reducidos a un estado mineral, no disponen de influencia alguna. Nosotros, en cambio, estamos vivos.

A pesar de ese aliento, el inspector principal de los graneros estaba impaciente por alejarse de la terraza del Gran Dios. Osiris velaba por sus protegidos, por lo que no se irritaría contra los ladrones.

—¿Cómo lo hacemos?

—Como de costumbre —respondió Bega—. He elegido una soberbia y pequeña estela, metida en un lote de veinte y olvidada al fondo de una capilla. Ven conmigo y saquémosla.

Aunque los monumentos precedidos de jardincillos un contuviesen momia alguna, Gergu tenía la sensación de estar profanando una sepultura. Envolvió en un tejido blanco la piedra cubierta de jeroglíficos y la llevó hasta el desierto. Gotas de sudor corrían por su frente, no a causa del esfuerzo, sino porque temía la eventual agresión de aquella obra llena de magia. Precipitadamente, la enterró en la arena.

—No habrá problemas para lo demás, ¿no?

—No, no —prometió Gergu—. He sobornado al policía que está de guardia esta noche. Desenterrará la estela y la entregará al capitán de un barco que zarpa hacia Menfis.

—Cuento contigo, Gergu. Sobre todo no cometas el menor error.

—¡También yo estoy en primera línea!

—No te dejes cegar por los beneficios. El objetivo fijado por el Anunciador es mucho más alto, recuérdalo.

—Si apuntamos demasiado arriba, ¿no correremos el riesgo de fallar el blanco?

De pronto, a Gergu comenzó a dolerle la palma de la mano derecha. Al mirarla, advirtió que la minúscula cabeza de Set se estaba tornando roja.

—No pienses en traicionar —le recomendó Bega—. De lo contrario, el Anunciador te matará.