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Numerosos obreros trabajaban en la extensión de los Muros del Rey, línea de fortines destinados a reforzar la frontera nordeste de Egipto y a desalentar cualquier intento de invasión por parte de las tribus rebeldes que recorrían parte de la región sirio-palestina.

Se consolidaban los antiguos edificios y se construían otros nuevos. Los fortines se comunicaban entre sí mediante señales ópticas y palomas mensajeras. Formadas por soldados y aduaneros, las guarniciones controlaban puntillosamente las mercancías y la identidad de los viajeros. Tras el atentado contra el faraón Sesostris, la vigilancia había aumentado. Algunos terroristas cananeos habían sido abatidos, pero otros sin duda intentarían introducirse en el Delta y vengar a sus camaradas. Así pues, el ejército expulsaba a sospechosos e indeseables, y sólo extendía salvoconductos tras un minucioso interrogatorio. «Quien cruza esta frontera —proclamaba el decreto del faraón— se convierte en uno de mis hijos.»

Para salir de Egipto y dirigirse a Canaán había que acatar unas reglas estrictas: dar el nombre, las razones del viaje y concretar la fecha de retorno. Los escribas acumulaban expedientes, que eran puestos al día constantemente.

La tarea de Iker iba a ser delicada, pues no debía dejar huella alguna de su paso por allí. Esta primera prueba no solo iba ser decisiva, sino que además le permitiría afirmar ante los cananeos insumisos que huía de su país, donde lo buscaba la policía. Suponiendo que tuvieran informadores entre el personal de los Muros del Rey, comprobarían que no le había sido concedida autorización oficial alguna, y que en efecto, se comportaba como un clandestino.

Iker advirtió la magnitud de las medidas de seguridad: numerosos arqueros en las almenas de los torreones y tropas en el suelo, dispuestas a intervenir permanentemente.

Ninguna expedición podía tener éxito, ya que un fortín tomado por asalto tendría tiempo de avisar a los más cercanos la noticia del ataque se extendería muy pronto, y los refuerzos intervendrían de inmediato.

Sin informaciones precisas, Iker no habría conseguido cruzar los Muros del Rey. Sehotep, el Portador del sello real, le había entregado un mapa detallado que menciona hasta el último punto débil del dispositivo. De este modo, el joven penetró, al caer la noche, en una zona de matorrales.

Ante él había un viejo fortín aislado, en restauración. El encendido de las antorchas señalaría la hora del relevo, e Iker dispondría de algunos minutos inciertos para poner pies en polvorosa y pasar a Canaán.

Al comandante no le gustaba demasiado su nuevo destino y añoraba el cuartel de Menfis, cercano a la capital y a sus innumerables distracciones. Aquí, el tiempo parecía muy largo.

Mañana mismo haría quemar la maleza. Quien se aventurara por terreno abierto sería descubierto de inmediato. En caso de huida, los arqueros tenían orden de disparar; de ese modo, el ejercicio era diario y mataba el aburrimiento. Por fortuna, el general Nesmontu, como experimentado oficial, concedía numerosos permisos y cambiaba con frecuencia parte de la guarnición, para evitar el cansancio y las distracciones. Con un jefe de aquel temple, los soldados apreciaban su oficio.

Era la hora del relevo.

A la cabeza de una decena de arqueros, el comandante se dirigió hacia la torre de vigía, donde el encargado encendía unas antorchas. Por lo general, la maniobra se hacía bastante de prisa. Los hombres de guardia cedían de buena gana su lugar a quienes los reemplazaban, y se dirigían rápidamente al refectorio.

Aquella noche hubo una insólita agitación. Los arqueros, en su puesto aún, hablaban en voz alta, casi discutiendo, y no descendían.

—¿Qué ocurre ahí arriba?

—¡Venid, mi comandante, no lo logramos!

El oficial subió los peldaños de cuatro en cuatro.

En el suelo había un soldado tendido de espaldas con la nariz ensangrentada. Dos de sus compañeros dominaban, a duras penas, al agresor, que se sacudía como un toro enfurecido.

—¡Os habéis peleado!

—Ha sido él —murmuró el herido—, está enfermo… ¡Me ha golpeado sin razón alguna!

—¡No ha sido sin razón! —gritó el otro—. ¡Me has robado, basura!

—No quiero oír nada más —decidió el comandante—. Ambos compareceréis ante el tribunal militar y aclararemos los hechos.

Un arquero que, normalmente, debería haberse encontrado sentado a la mesa, observaba con mirada distraída la llanura cananea.

A la luz de la luna, lo que vio lo dejó estupefacto.

—¡Comandante, allí, un hombre corriendo!

—Disparad —ordenó el oficial—, disparad todos y no falléis.

Iker estaba aún cerca del fortín cuando la primera flecha silbó junto a su oreja izquierda. Otra le rozó el hombro. Educado en la ruda escuela de la provincia del Oryx, se felicitó por haberse convertido en un excelente corredor de fondo, de inagotable aliento. Concentrado en la lejanía y moviéndose en zigzag, apretó el paso.

Los siniestros silbidos se espaciaron y su intensidad se atenuó; luego ya sólo se oyó el ruido regular de sus pies, que golpeaban el suelo.

¡Iker había cruzado la frontera sano y salvo!

Sin embargo, mantuvo el mismo ritmo por temor a que enviaran una patrulla en su persecución. Pero había caído la noche, y el comandante no desguarnecería su efectivo, pues temería otros intentos de forzar el paso.

El hijo real ya sólo debía tomar la dirección de Siquem.

Una hormiga de tamaño considerable se paseó por su rostro y le salvó la vida al despertarlo.

Dos hombres mal afeitados se acercaban al matorral a cuyo abrigo había dormido Iker durante algunas horas. Incapaces de callar, se creían discretos.

Te digo que hay algo allí.

Probablemente, un montón de trapos.

¿Y si hubiera un tipo en esos trapos? ¡Mira mejor!

—Parece alguien con su material de viaje.

—¡Desde aquí te hueles un buen negocio!

—Tal vez no quiera dárnoslo.

—¿Acaso tú darías el material?

—¿Has perdido la cabeza?

—Mejor será no pedirle nada, nos lo cargamos y le robamos. Si lo golpeamos lo suficientemente fuerte, no recordará nada.

Cuando los mal afeitados se disponían a atacar, Iker se incorporó, blandiendo el cuchillo del genio guardián.

—No os mováis —ordenó—. De lo contrario, os rajo las corvas.

El menos valeroso cayó de rodillas, el otro retrocedió un paso.

—¡No parece una broma! ¿Eres policía o soldado?

—Ni lo uno ni lo otro, pero sé manejar las armas. ¿Pensabais desvalijarme?

—¡Oh, no! —exclamó el que estaba arrodillado—. Sólo queríamos socorrerte.

—¿Ignoráis que los ladrones son condenados a trabajos forzados y los asesinos a la pena de muerte?

—¡Nosotros sólo somos unos pobres campesinos que buscan algo que comer! Por aquí no solemos tener distracciones.

—¿Acaso el general Nesmontu no ha traído la prosperidad?

Los dos bribones se miraron, inquietos.

—¿Eres… egipcio?

—Correcto.

—¿Y… trabajas para el general?

—Incorrecto.

—¿Qué haces por aquí, entonces?

—Intento escapar de él.

—¿Desertor?

—Algo así.

—¿Adonde quieres ir?

—A reunirme con quienes luchan contra el general y por la liberación de Canaán.

¡Eso es muy peligroso!

—¿No seréis partidarios del Anunciador?

El que estaba de rodillas se levantó y se pegó a su compadre.

—Nosotros no nos mezclamos en esas historias.

—Un poco sí, ¿verdad?

—Muy poco. Muy, muy poco. Menos incluso.

—Ese «menos incluso» podría suponeros una buena propina.

—¿Y si hablaras más claro, amigo?

—Un lingote de cobre.

A los mal afeitados se les hizo la boca agua. ¡Una verdadera fortuna! Podrían beber hasta hartarse y acostarse con las mozas de las casas de cerveza.

—Es tu día de suerte, amigo.

—Llevadme al campamento del Anunciador —exigió Iker sin acabar de creérselo.

—¿Estás soñando o qué? ¡Nadie sabe dónde se oculta!

—Por fuerza tenéis que conocer a alguno de sus partidarios.

—Es posible… Pero ¿cómo podemos estar seguros de que eres un tío honesto?

—Por el lingote de cobre.

—¡Obviamente, tus argumentos son de peso!

—Os sigo, pues.

—El lingote primero.

—¿Acaso me tomáis por imbécil? Me guiaréis hasta los partidarios del Anunciador, y luego os pagaré. De lo contrario, adiós. Me las arreglaré solo.

—Debemos discutirlo primero.

—De acuerdo, pero rápido.

Los dos comparsas iniciaron una conversación bastante agitada. El uno se decantaba por la prudencia, el otro por la ganancia. Finalmente, eligieron un compromiso.

—La mejor opción es Siquem —declaró el más reservado—. En el campo nos arriesgamos a encontrarnos con sorpresas desagradables. En la ciudad tenemos nuestros contactos.

—¿No peinan la ciudad la policía y el ejército?

—Claro que sí, pero no vigilan todas las casas. Allí conocemos a gente que te llevará, sin duda, hasta el Anunciador.

—Pues vamos, caminad delante.

—¡Mantente a distancia, amigo! Sabemos arreglárnoslas con los egipcios. Si te detienen, nosotros no te conocemos.

—Dado vuestro salario, evitemos las barreras.

—Pero ¿qué te has creído? ¡Si te echan mano, habremos trabajado gratis!

Ese grito salido del corazón tranquilizó a Iker.

Dieron algunos rodeos, hicieron numerosos altos y, ya a la vista de la ciudad, se apartaron del camino antes de llegar a un barrio popular cuyas casas rivalizaban en indigencia.

Saludaron a unos viejos que estaban sentados en el umbral de su pobre morada y los ancianos les devolvieron la cortesía. Evidentemente, los dos merodeadores no eran unos desconocidos. De pronto, varios chiquillos rodearon a Iker.

—¡Tú no eres de por aquí!

—Apartaos.

—¡Responde o te apedrearemos!

Iker no deseaba pelearse con unos niños, pero aquéllos no parecían bromear.

Uno de los mal afeitados dispersó a puntapiés la jauría.

—Id a montar guardia más lejos —les ordenó—. Éste viene con nosotros.

Los chiquillos obedecieron, gorjeando.

Iker siguió a sus guías hasta una casa de sucias paredes. En el exterior había un montón de estiércol sobre el que estaba agachada una anciana cubierta de harapos y la mirada vacía. A pleno sol, un asno atado a una estaca con una cuerda tan corta que apenas podía moverse.

—Al menos deberían darle de beber —estimó Iker.

—Solo es un animal. Entra.

—¿Quién vive aquí?

—La gente que buscas.

—Me gustaría estar seguro.

—Somos gente honesta. Ahora, debes pagar.

La situación se ponía tensa.

Iker sacó de su bolsa un lingote de cobre, y una mano ávida se apoderó en seguida de él.

—Vamos, entra.

La estancia, con el suelo de tierra batida, olía tan mal que Iker vaciló. Y en el momento en que el hijo real cruzaba el umbral tapándose la nariz, lo empujaron con violencia. Tras él, sonó un portazo.

En la penumbra, una decena de cananeos armados con horcas y picos. Un barbudo de piojosa melena interpeló al recién llegado:

—¿Cómo te llamas?

—Iker.

—¿De donde vienes?

—De Menfis.

—¿Egipcio?

—Sí, pero opuesto a la dictadura de Sesostris. Tras haber ayudado a mis amigos asiáticos, en Kahun, intenté suprimir al tirano. Desde mi fracaso me he ocultado con la esperanza de volver a encontrarlos. Para escapar de la policía, sólo me quedaba una solución: cruzar los Muros del Rey y refugiarme en Canaán. Quiero reanudar el combate contra el opresor. Si el Anunciador me acepta entre sus fieles, no lo decepcionaré.

—¿Quién te ha hablado de él?

—Mis aliados asiáticos. Su reputación no deja de crecer por todas partes. El faraón y sus íntimos comienzan a temblar. Otros egipcios se unirán muy pronto a la causa del Anunciador.

—¿Cómo cruzaste los Muros del Rey?

—Elegí un fortín aislado y pasé durante la noche. Los arqueros dispararon, me hirieron en el hombro izquierdo.

Iker mostró la herida.

—Debe de habérsela hecho él mismo —acusó un cananeo—. No me gusta la jeta de ese egipcio. ¡Sin duda es un espía!

—En ese caso, ¿habría sido tan estúpido de meterme en la boca del lobo? —objetó Iker—. He arriesgado ya varias veces la vida defendiendo vuestro país, y no renunciaré a ello mientras siga oprimido.

Uno de los chiquillos agresivos reapareció y murmuró unas palabras al oído del jefe. Luego se marchó corriendo.

—Has venido solo, nadie te ha seguido —advirtió el barbudo.

—¡Eso no demuestra nada! —replicó uno de sus compañeros—. Seamos prudentes y acabemos con él.

La atmósfera se hizo más pesada aún.

—No cometáis un error —advirtió Iker—. Como escriba bien informado de lo que ocurre en Menfis y de las costumbres de palacio, puedo proporcionaros una valiosa ayuda.

El argumento sembró la turbación entre los cananeos. Varios de ellos lo consideraron serio y se declararon dispuestos a acoger al joven, pero dos excitados continuaron exigiendo su ejecución.

—Necesitamos pensar —declaró el barbudo—. Mientras lo decidimos, serás nuestro prisionero. Si intentas huir, te mataremos.