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El hijo real Iker paseaba, solo, por el exuberante jardín del palacio de Menfis. Cualquier observador habría pensado que aquel joven elegante y apuesto se estaba tomando algún tiempo antes de acudir a una recepción donde iodos iban a felicitarlo por su reciente ascenso, intentando conseguir su gracia. ¿Acaso él, el pequeño escriba Helado de provincias, no estaba haciendo una carrera fulgurante y fácil?

¡Una ilusión muy alejada de la realidad!

Iker se sentó bajo el granado que había sido testigo de su declaración de amor a Isis, una sacerdotisa de Abydos de la que estaba perdidamente enamorado desde su primer encuentro. Ella sólo le había dado una débil esperanza al confiarle: «Algunos de mis pensamientos permanecerán junto a vos», simple expresión de amistad, de benevolencia tal vez. Pero la mirada de la sublime muchacha no se apartaba ya de Iker, que se había salvado de innumerables peligros por su invisible presencia. ¿Cómo vivir lejos de ella?

Sin embargo, probablemente no volvería a verla jamás.

Muy pronto, una misión muy concreta lo llevaría a la región sirio-palestina: infiltrarse entre los terroristas cananeos haciéndose pasar por uno de sus partidarios, descubrir la madriguera de su jefe, Amu, apodado el Anunciador, y transmitir esas esenciales informaciones al ejército y a la policía egipcia para que tomaran cartas en el asunto.

El tal Anunciador no parecía un sedicioso ordinario. Dirigía una verdadera conjura de las fuerzas del mal, responsable del hechizo del árbol de vida, la acacia de Osiris en Abydos. Sin las intervenciones del faraón y el trabajo diario de los sacerdotes permanentes, se habría desecado por completo. Pero ¿durante cuánto tiempo podrían retrasar el proceso de degradación las protecciones rituales? Sólo la curación demostraría la victoria de la luz. Pero la situación no incitaba al optimismo, pues la búsqueda del oro salvador seguía siendo estéril.

Se imponía una urgente tarea: detener al Anunciador, hacerlo hablar y saber, por fin, de qué modo alimentaba el maleficio.

Gracias a esta misión, Iker expiaba su falta: marioneta manipulada por unos asiáticos al servicio del Anunciador, ¿acaso no había proyectado asesinar al faraón, al que consideraba, erróneamente, como un tirano? Pero finalmente había abierto los ojos. Y, en vez de condenarlo, Sesostris, ante la sorpresa general, lo había nombrado «pupilo único» e «hijo real», con gran enojo de numerosos cortesanos que aspiraban a esos deseados títulos.

Para Iker, solitario, meditabundo y poco dado a las mundanidades, esa distinción significaba menos que la enseñanza del rey acerca de Dios, de las divinidades y de Maat. Al pronunciar de un modo especial dos triviales palabras, «hijo mío», el faraón había puesto fin al vagabundeo de Iker. No apartarse ya del camino de Maat: ése era el imperativo primordial, tan difícil de observar. De un verdadero hijo real, que sólo tenía diecisiete años, el soberano exigía una voluntad recta y entera, capacidades de percepción y entendimiento, un espíritu colmado de pensamientos justos, el valor de afrontar el miedo y el peligro, y el deseo permanente de buscar la verdad, aun a riesgo de pagar con la propia vida. Sólo estas cualidades llevarían al hotep, a la plenitud del ser y la paz del alma. Iker se sentía aún tan alejado de ello que pensaba, más bien, en las palabras de su primer maestro, un viejo escriba de Medamud, retomadas sorprendentemente por Sesostris: «Sean cuales sean las pruebas, siempre estaré a tu lado para ayudarte a consumar un destino que ignoras todavía.»

Iker salió del jardín y recorrió las calles de la capital. Pese a los recientes dramas y el frustrado atentado contra el faraón, Menfis seguía siendo una ciudad alegre y abigarrada. Centro económico del país desde la primera dinastía, ocupaba el punto de equilibrio entre el valle del Nilo, El Alto Egipto, y las vastas extensiones acuáticas y verdeantes del Delta, el Bajo Egipto.

Los sacerdotes cumplían con sus deberes rituales animando los numerosos templos de la ciudad, los escribas se entregaban a sus ocupaciones administrativas, los artesanos moldeaban los objetos indispensables tanto para lo sacro como para lo profano, los comerciantes llenaban los mercados, los estibadores descargaban mercancías… Aquella sociedad cálida y coloreada ignoraba que el árbol de vida amenazaba con extinguirse y, con él, la civilización egipcia.

Iker tuvo una visión: si el Anunciador prevalecía, si la acacia moría, Menfis se vería reducida a ruinas. Y la misma desgracia caería sobre todo el territorio.

Presentándose voluntario para descubrirlo, el joven quería borrar sus faltas y lavar su corazón, consciente de que se trataba de una especie de suicidio. A pesar de la formación militar recibida en la provincia del Oryx, no tenía la menor posibilidad de éxito. Sin embargo, el rey no lo desalentaba, asegurándole la necesidad de procurarse armas brotadas de lo invisible.

Si la mujer a la que amaba hubiera compartido su pasión, tal vez habría renunciado. ¡No, era indigno atribuir responsabilidad alguna a Isis! Iker debía partir, aunque el miedo lo atenazara, pues pensaba convertirse primero en un buen escriba y, luego, en un buen escritor. Lo complacía copiar los textos de Sabiduría, como las Máximas de Ptah-Hotep, y descubrir los tesoros de los antiguos. Nunca hablaban de sí mismos, siempre se empecinaban en transmitir Maat sin dejar de precisar las mediocridades y las bajezas de la especie humana. ¿Y qué decir de la magnitud, la belleza y la profundidad de los textos rituales a los que su función de sacerdote temporal de Anubis le había dado acceso? Autorizada a frecuentar las bibliotecas de las Casas de Vida, Isis conocía sin duda muchas otras maravillas.

Con ese porvenir había soñado Iker, y no con el de un enviado especial del faraón, condenado a explorar un caldero rebosante de maleficios donde muy pronto quedaría calcinado.

El hijo real, sumido en sus pensamientos, advirtió de pronto que se había perdido. Había ido a parar a una calleja extrañamente silenciosa, sin niños que jugaran, sin amas de casa chismorreando en el umbral de su casa, sin aguadores que ofrecieran sus servicios.

Quiso dar media vuelta, pero se topó con un bruto fornido y colérico. Armado con una gran piedra, el hombre se dirigió al paseante.

—Llevas un hermoso taparrabos y bellas sandalias, caramba… ¡Es bastante raro por aquí! Dámelos, pues, amablemente.

Iker se volvió.

Al otro extremo de la calleja, dos comparsas, igualmente amenazadores.

—No hay salida, muchacho. Si cooperas, no te haremos ningún daño. ¡El taparrabos y las sandalias, rápido!

Iker debía elegir en seguida su ángulo de ataque, antes de que la tenaza se cerrara y los tres ladrones lo molieran a palos, poniendo fin así, prematuramente, a su misión.

El escriba real se abalanzó sobre el fortachón que, de pronto, profirió una especie de estúpido quejido, soltó la piedra y cayó de bruces. Sus acólitos acudieron de inmediato junto a él. El más rápido se detuvo de pronto, como tocado por un rayo, y cayó de espaldas. Aterrorizado, su compañero huyó.

De la nada apareció de pronto un fuerte mocetón de rostro cuadrado, espesas cejas y panza redonda, que manejaba una honda con desenvoltura.

—¡Sekari! ¿Me… me has seguido desde palacio?

—¿Ves lo que ocurriría si no me ocupara de tu seguridad? De acuerdo, tal vez hubieras cascado a uno o dos, I tero esos tipos son retorcidos, especialistas en golpes bajos. ¿Cómo se te ocurre pasear así vestido por semejante barrio?

—Estaba pensando y…

—Vamos a tomar una cerveza, eso te serenará las ideas. Conozco una taberna más bien elegante donde no llamaras demasiado la atención.

Sekari, un agente especial de Sesostris, había recibido la orden de proteger a Iker en cualquier circunstancia. Forjada al hilo de varias pruebas, una indefectible amistad unía a ambos compañeros. Sekari había nacido en un medio modesto, y tenía mil oficios, doméstico, minero, pajarero o jardinero. Era un maestro en el arte de desplazarse sin hacer ruido y sabía hacerse invisible. Pese a su zafia apariencia y su comportamiento de tipo sencillo y bonachón, Iker sospechaba que sabía muchas cosas sobre el «Círculo de oro» de Abydos, la cofradía más secreta de Egipto. Pero su amigo eludía las preguntas, como si estuviera sometido al silencio absoluto.

Más bien fuerte, la cerveza entonaba.

—No pareces muy animado —observó Sekari.

—¿Realmente crees que tengo una sola posibilidad de conseguirlo?

—¿Acaso piensas que el rey te mandaría a una muerte segura?

La pregunta turbó a Iker.

—Solo en la región sirio-palestina, un mundo desconocido, ante inaprensibles adversarios… ¿no voy a ser una presa fácil?

—¡Error, amigo mío, error total! Precisamente tu debilidad te salvará. Los terroristas reconocen fácilmente a un enemigo, sea cual sea su habilidad para ocultarse. Tú no parecerás peligroso. Si consigues mostrarte convincente, tu misión será un rotundo éxito. ¡Piensa, además, en tus anteriores hazañas! ¿Qué insensato habría apostado un trozo de trapo por tu supervivencia cuando estabas atado al mástil de El Rápido, víctima ofrecida al dios del mar y náufrago luego? Y, sin embargo, aquí estás, vivo y convertido en hijo real. Realmente no hay motivo para desesperarse, a pesar del aspecto peligroso de tu viaje. ¿Sabes?, yo he pasado por algo peor y he logrado salir airoso.

Iker recordó la pregunta de la serpiente gigante, que se le había aparecido en la isla del ka: «No pude impedir el fin de este mundo. ¿Salvarás tú el tuyo?»

—¿Recuerdas la reina de las turquesas que descubrimos juntos? —preguntó Sekari—. Si el Anunciador la posee, ¿de qué va a servirle? Semejante piedra tiene, forzosamente, unos poderes extraordinarios. Suponiendo que fuera curativa, nos sería muy útil.

—Tal vez se conserva en el cofre de acacia fabricado para el Anunciador.

—¡Conoce otros secretos! Y tú los descubrirás, Iker. Sabrás si mató a mi maestro, el general Sepi. La justicia real llegará, antes o después, y me gustaría ser su brazo Miniado. ¡Cuántas prometedoras perspectivas!

Sekari hacía desesperados esfuerzos por mostrarse tranquilizador, pero ni él ni su amigo se engañaban.

—Regresemos a palacio —decidió Iker—. Deseo entreoírle mi más valioso bien.

Privado de su asno confidente, Viento del Norte, encomendado a Isis, el escriba se sentía muy solo. La transmisión del pensamiento les permitía combatir al advertirlo ayudándose mutuamente. Tras una desgarradora despedida, la joven sacerdotisa se había comportado con tanta dulzura que el animal había confiado de inmediato en ella.

Los dos hombres evitaron la entrada oficial. Sekari, cuyo verdadero papel ignoraban la mayoría de los dignatarios, se mostraba tan discreto como una sombra. Tras haber tomado caminos distintos, se reunió con Iker en sus aposentos, situados cerca de los del rey.

Sobek el Protector es un buen profesional —reconoció, y la seguridad del faraón me parece correctamente defendida. Incluso a mí me cuesta pasar desapercibido. Pero hay algo que sigue preocupándome: ¿quién envió a un falso policía para suprimirte? Si fue el Anunciador, no hay ningún problema; si no es así, debemos preocuparnos. Desde mi punto de vista, eso implicaría la existencia de otro testaferro, tal vez en el propio interior de este palacio.

—¿Piensas que Sobek es culpable?

—Eso sería espantoso pero llevaré a cabo mi investigación sin excluir ninguna hipótesis.

—¡No olvides que Sobek tendrá la primicia de mis informaciones! —Impediré que te haga daño.

Iker puso en manos de su amigo un material de escriba de notable calidad.

—Un regalo del general Sepi —recordó. En Canaán no lo necesitaré.

—Guardaré este tesoro y lo encontrarás intacto cuando regreses. ¿Qué armas llevas contigo?

—Un amuleto con la forma del cetro «Potencia» y el cuchillo de genio guardián que me dio el rey.

—No bajes la guardia en ningún momento, no confíes en nadie y piensa siempre lo peor. Así no te cogerán desprevenido.

Iker se detuvo ante la ventana de su habitación y contemplo el cielo, de un azul resplandeciente.

—¿Cómo agradecerte tu ayuda, Sekari? Sin ti habría muerto hace ya mucho tiempo.

Ahora, separémonos.

Sekari se volvió para ocultar su emoción.

—Tu fidelidad al rey sigue siendo inquebrantable; ¿no es cierto?

—¡No lo dudes, Iker!

—Supongo que ni un solo instante has pensado en desobedecerlo.

—¡Ni un solo instante!

—Así permanecerás en Menfis y no me seguirás a Canaán.

—Eso es otra cosa …

—No, Sekari. Debo actuar solo, conseguirlo solo o fracasar solo. Esta vez no podrás protegerme.