El dueño de la pequeña caravana se felicitó por haber elegido la solución menos peligrosa al decidir abandonar la pista vigilada por la policía del desierto. Ciertamente, temía a los merodeadores de las arenas, aquellos bandoleros que vagaban por toda la región sirio-palestina al acecho de una presa, pero su conocimiento del terreno le permitía escapar de ellos. Puesto que la protección de las fuerzas del orden no era gratuita, debería haberles concedido parte de su cargamento, que habría sido examinado minuciosamente para verificar que no transportase armas. En resumen, demasiadas molestias y una sustancial disminución de sus beneficios.
La caravana se dirigía hacia la principal ciudad de la región, Siquem[1], residencia del abrupto Nesmontu, general en jefe del ejército egipcio, decidido a luchar contra los inaprensibles grupúsculos terroristas que sembraban el pánico en la zona. ¿Peligro real o invento de Nesmontu, destinado a justificar la ocupación militar? Siquem había intentado rebelarse, pero aquel acceso de fiebre había terminado en una represión brutal y en la ejecución de los cabecillas del levantamiento.
Dentro de menos de tres horas, los asnos llegarían a la plaza del mercado y comenzarían los regateos. El momento preferido del vendedor: fijar un precio inverosímil, observar el rostro del comprador teñirse de indignación, escuchar sus ultrajadas protestas, iniciar una larga discusión y llegar a un término medio con el que ambos estuvieran satisfechos.
A unos treinta pasos por delante, un hombre y un niño.
Sin recibir órdenes, los asnos se detuvieron y, rebuznando, uno de ellos sembró el desasosiego entre sus congéneres.
—¡Calma, preciosos, calma!
El hombre era alto, con barba, iba vestido con una túnica de lana que le llegaba hasta los tobillos y llevaba la cabeza cubierta por un turbante.
Al acercarse, el propietario de la caravana descubrió su rostro demacrado animado por dos ojos rojizos profundamente hundidos en sus órbitas.
—¿Quién eres?
—El Anunciador.
—Ah… ¿Existes realmente?
El interpelado se limitó a sonreír.
—¿Es tu hijo, el chiquillo?
—Mi discípulo. Trece-Años ha comprendido que Dios me habla. Todos, en adelante, tendrán que obedecerme.
—¡No hay problema! Yo, a los dioses, los respeto a todos.
—No se trata de respeto, sino de obediencia absoluta.
—Me habría gustado charlar contigo, pero tengo prisa por llegar a Siquem. El día del mercado es sagrado.
—Tu cargamento me interesa.
—¡No pareces muy rico!
—Mis fieles necesitan alimentarse. De modo que donarás a nuestra causa la totalidad de tus mercancías.
—¡Detesto este tipo de bromas! Apartaos, tú y el chiquillo.
—Debes obedecerme, ¿acaso lo has olvidado ya?
El comerciante se encolerizó.
—No tengo tiempo que perder, muchacho. Somos diez; vosotros, uno y medio. Si te apetece recibir algunos garrotazos para recuperar la razón, te los daremos con mucho gusto.
—Última advertencia: o te doblegas o seréis ejecutados.
El jefe de la caravana se volvió hacia sus empleados.
—¡Vamos, muchachos, démosles una buena lección!
Y en ese instante, el Anunciador se transformó en un ave rapaz. Su nariz se convirtió en un pico que se clavó en el ojo izquierdo de su víctima, sus manos fueron zarpas que le labraron el corazón.
Armado con un puñal de doble filo, Trece-Años atacó con la vivacidad y la precisión de una víbora cornuda. Aprovechando el espanto de los arrieros, petrificados, cortó los tendones y clavó su arma en riñones y en espaldas.
Pronto todo fueron lamentos y gemidos de moribundos y heridos graves.
Trece-Años, orgulloso, se plantó ante su señor.
—Hermosa hazaña, muchacho. Acabas de demostrar tu valor.
El joven cananeo, encarcelado tras la agresión a un soldado egipcio, interrogado y liberado luego, soñaba con revueltas y matanzas. Estaba convencido de que el Anunciador sería su mejor guía, por lo que no dejaba de alabar sus méritos. Descubierto por uno de sus reclutadores, había sido llevado a una de las bases secretas. Allí, dos hallazgos fabulosos aguardaban a Trece-Años: por una parte, las enseñanzas del Anunciador, que predicaba la destrucción de Egipto y repetía continuamente las mismas fórmulas, coléricas, hasta la embriaguez; por otra, un avanzado entrenamiento militar del que el adolescente obtenía, hoy, los primeros beneficios.
—Señor, solicito una recompensa.
—Habla, Trece-Años.
—Estos caravaneros son unas cucarachas incapaces de reconocer vuestra grandeza. Permitidme rematarlos.
El Anunciador no puso objeción alguna.
Indiferente a las súplicas, el chiquillo llevó a cabo ferozmente su tarea. Se convertía así en un auténtico guerrero al servicio de la causa. Y, con la frente erguida, se puso a la cabeza del cortejo de asnos y se dirigieron todos al campamento de los fieles del Anunciador.
Pelirrojo, excelente en el manejo de un cuchillo de sílex con el que mataba por la espalda a sus víctimas, Shab el Retorcido era uno de los adeptos de primera hora. Conocer al Anunciador había cambiado su existencia de mediocre bandido. Su señor, capaz de dominar a los demonios del desierto, de transformarse en halcón y dotado de poderes sobrenaturales, impartía una enseñanza que cambiaría el mundo.
Asesino endurecido, convencido de la necesidad de emplear la violencia para imponer la nueva doctrina, Shab el Retorcido se entregaba cada vez más a menudo a impulsos místicos en los que encontraba la justificación de sus actos. Escuchar los juramentos del Anunciador lo sumía en una especie de éxtasis.
—Caravana a la vista —le advirtió un vigía.
—¿Cuántos hombres?
—Sólo dos: Trece-Años y el gran jefe.
—Shab agarró al vigía por el cuello.
—¡Aprende a ser respetuoso, gusano! Debes llamar al Anunciador «señor» o «maestro», y no de otro modo. ¿Comprendido? De lo contrario, probarás mi cuchillo.
El cananeo no iba a necesitar una segunda lección. Shab corrió al encuentro de la caravana.
—Nuestro nuevo discípulo se ha comportado de un modo admirable —reconoció el Anunciador.
—¡Los he matado a todos! —exclamó el chiquillo, rojo de placer.
—Felicidades, Trece-Años. Si nuestro señor está de acuerdo, te corresponde a ti hacer inventario del botín y proceder a la distribución.
El adolescente no se hizo de rogar. Ni un solo combatiente de la verdadera fe se atrevería, ya, a burlarse de su juventud y de su pequeño tamaño. Gracias a su memoria, recordaba mejor que nadie las palabras del maestro. Y acababa de liquidar a una buena cantidad de enemigos, pasando sin temblar a la acción. Ciertamente, no eran soldados egipcios, pero Trece-Años había adquirido una experiencia que le permitiría progresar.
—Necesitaríamos muchos como éste —observó el Retorcido.
—No te preocupes —recomendó el Anunciador—. Se nos unirán multitudes.
Los dos hombres se retiraron a una tienda.
—Todos los miembros de nuestra organización en Menfis llegaron sanos y salvos a Canaán —indicó Shab—, salvo los que se quedaron bajo el control del libanés.
—¿No hay mensajes de su parte?
—El último era tranquilizador. Ninguno de sus agentes había sido detenido, ni siquiera molestado. El palacio real tiembla. Pese a las medidas de seguridad adoptadas por el jefe de policía, Sobek el Protector, el faraón Sesostris sabe que puede ser víctima de un atentado en cualquier momento.
El Anunciador levantó los ojos como si intentara descubrir algo en la lejanía.
—Ese rey no sabe lo que es el miedo. Sus poderes son inmensos, sigue siendo nuestro principal adversario. Cada una de sus iniciativas será peligrosa. Tendremos que destruir, una a una, sus protecciones visibles e invisibles, y sólo cantaremos victoria el día en que él mismo y la institución faraónica, de la que es el representante terrestre, hayan sido aniquilados. Nuestra tarea se anuncia dura, perderemos batallas, morirán muchos creyentes.
—Pero ¿acaso no irán al paraíso, señor?
—¡Cierto, mi buen amigo! Pero debemos alimentar constantemente su deseo de vencer, sean cuales sean los obstáculos y las desilusiones. Por lo que se refiere a los traidores, a los cobardes y a los indecisos, que sean castigados.
—Contad conmigo.
—¿No hay noticias de Jeta-de-través?
A la cabeza del comando encargado de asesinar a Sesostris durante su sueño, el mercenario había estado a punto de tener éxito. Al conocer el fracaso y la eliminación de sus hombres, había huido.
—Ninguna, señor.
—Jeta-de-través conocía este lugar de reunión. Si ha sido detenido y ha hablado, corremos peligro.
—No esperamos a nadie más, sólo a él; ¿por qué no nos dirigimos a nuestro segundo punto de reunión? Varias tribus cananeas se unirán, allí, a nosotros.
—Encárgate inmediatamente de los preparativos de la partida.
El Anunciador consideraba a los cananeos jactanciosos y miedosos, aunque indispensables para llevar a cabo parte de su plan que tal vez condujera al faraón a cometer errores fatales. Tanto en las ciudades como en los pueblos, entre las facciones y los jefes de clan, reinaban el tumulto, los golpes bajos, la delación y las conspiraciones. El Anunciador pensaba poner algo de orden en todo aquel caos y formar algo parecido a un ejército que Sesostris considerara como una amenaza. Así pues, había que federar varias tribus en nombre de la resistencia contra el ocupante y la liberación de Canaán, incapaz de subsistir, sin embargo, sin una permanente ayuda de Egipto.
Una joven asiática entró en su tienda. ¿Quién habría desconfiado de aquella morena irresistible, de ojos llenos de promesas amorosas?
No obstante, mezclando su sangre con la suya y abusando de ella, el Anunciador la había transformado en reina de la noche, temible arma que utilizaría cuando llegara el momento.
—Veámoslo.
Dócil, la hermosa Bina entregó a su dueño un texto codificado que él descifró con interés.
—¿Noticias importantes?
—Aprende a no hacer preguntas y limítate a obedecerme ciegamente.
La muchacha se prosternó.
—Haz que venga Trece-Años.
El adolescente obtenía un franco éxito narrando personalmente sus hazañas. A su único detractor, un campesino hirsuto y escéptico, le respondió de un modo convincente clavándole el cuchillo en el pie derecho. Desdeñando la suerte del bufón, cuyos aullidos de dolor provocaban las risas de la concurrencia, Trece-Años se encargaba de la distribución de los productos alimenticios que la caravana transportaba.
Entrevistarse a solas con el Anunciador aumentaba más aún su prestigio.
—¿Algún incidente, Trece-Años?
—¡Ni el más mínimo, señor! Ahora me respetan.
—Oremos juntos. Recita las fórmulas de maldición contra el faraón.
El muchacho, entusiasta, hizo lo que le pedía su señor, mientras soñaba con convertirse en el brazo armado que golpeara al tirano.
Concluida la letanía, los ojos rojizos del Anunciador llamearon. Trece-Años, subyugado, bebió sus palabras.
—Alcanzar el objetivo fijado por Dios exige dar muerte a los infieles. Lamentablemente, muchos no lo comprenden. Tú sabrás mostrarte digno de las más altas misiones. La que voy a confiarte te parecerá insólita, pero cúmplela sin hacerte preguntas. Así lo conseguirás.
—¿Podré utilizar mi puñal, señor?
—Será indispensable, hijo mío.