Al amanecer del penúltimo día del mes de khoiak, Isis adornó el pecho de Iker con el ancho collar[56] de nueve pétalos de loto. Emanación de Atum, el creador, protegía y fijaba el ka. Ninguna de las parcelas de vida reunidas a lo largo del proceso alquímico se dispersaría. Formado por cuatrocientos diecisiete elementos de loza y piedras duras dispuestas en siete vueltas, aquella joya encarnaba la Enéada, la cofradía de las potencias creadoras que engendraban el universo a cada instante.
Llegaba la hora de proceder a una operación muy arriesgada: sacar a la luz el hornillo de atanor, la vaca celestial enteramente transformada en oro, en cuyo interior proseguía la última fase de la transmutación, al abrigo de las miradas humanas. El brillo del sol le era indispensable, ¿pero sería lo bastante coherente y sólida para soportarlo?
Si el metal se agrietaba, si el contacto con el mundo exterior lo degradaba, sería un fracaso irreversible. El Osiris vegetal se marchitaría, e Iker se extinguiría.
A la cabeza de la procesión, Isis y Neftis llevaron la vaca de oro que contenía el Osiris mineral y metálico.
Bajo el suave sol de otoño, debía dar siete veces la vuelta a la tumba del dios. Sekari, Sehotep, Senankh y Nesmontu jalaban los cuatro misteriosos cofres. La reina y el Calvo pronunciaban alternativamente fórmulas de protección. Nadie conseguía dominar su ansiedad, y acechaban la siniestra aparición de la más pequeña alteración, sinónimo de desastre. Sin embargo, las dos hermanas no apresuraron el paso.
Sehotep tenía la garganta seca.
Un fragmento del lomo de la vaca había cambiado de color. El minúsculo defecto no aumentó de volumen, sino que aleteó.
—Una gran mariposa dorada —murmuró Senankh—. El alma de Iker nos acompaña.
Durante la ceremonia, no tuvo lugar ningún otro incidente.
Eran unos treinta desarrapados, ex empleados de los lugartenientes de Medes. Un hatajo de malhechores, acostumbrados a dar golpes bajos. Antes o después, caerían en manos de la policía y, por tanto, nada tenían que perder. El mensaje de su amigo Dos-Raigones encantaba a los cabecillas: ¡un carguero lleno de mercancías que se ofrecía a su codicia!
Al norte de Abydos, a la altura de un burgo encaramado en un montículo, Dos-Raigones provocaría un incendio. El navío se vería obligado a acostar, y la jauría se lanzaría al asalto. Comenzaron a discutir las condiciones del reparto y adoptaron la regla de la antigüedad: el primer bandido sería el primer servido.
Ocultos en las cañas cuyos extremos mascaban, aguardaban el feliz acontecimiento.
—¡El barco! —gritó un centinela.
Con las velas hinchadas por un fuerte viento del norte, el magnífico bajel avanzaba a increíble velocidad.
—No es un carguero —advirtió uno de los cabecillas, contrariado.
—Mira bien —le recomendó uno de sus compañeros—. En la proa, diríase que…
—No importa. En cuanto se acerquen a la costa, atacamos.
A la altura de la cabina central, brotó una llama.
Caía la noche.
Silenciosa, la Gran Tierra de Abydos se disponía a vivir la penúltima noche del mes de khoiak.
Y el faraón seguía sin llegar. Sin su presencia, los ritos no podrían celebrarse a tiempo y la obra de Isis quedaría reducida a la nada.
La reina se retiró al palacio, cercano al templo de millones de años de Sesostris. Como si ningún peligro amenazara Abydos, sacerdotes y sacerdotisas permanentes cumplieron con sus habituales deberes.
Nesmontu estaba que trinaba.
—Una emboscada… ¡Los últimos partidarios del Anunciador han tendido una emboscada al rey! Al alba, bajaré por el Nilo.
—Es inútil —estimó Sehotep.
—¡Tal vez me necesite!
—Nosotros somos quienes lo necesitamos. Sólo su presencia vencerá la muerte a la que el Anunciador ha condenado a Osiris y a Iker.
Senankh no tuvo valor para manifestar un optimismo de pura fachada.
—A pesar de los riesgos, sin duda, Sesostris navega por la noche —dijo Sekari—. No perdamos la esperanza.