Los ritualistas arponearon el hipopótamo de Set, una de las encarnaciones favoritas del dios de las perturbaciones cósmicas, y abrasaron la estatuilla de arcilla en un altar con fuego. En el umbral de las jornadas decisivas para la resurrección de Osiris, era preciso acabar con toda manifestación de desarmonía que pudiera interrumpir el proceso alquímico.
Antes del comienzo de una nueva procesión, Isis contemplaba la momia de Iker. No había curado aún de la muerte, pero una vida latente impregnaba su cuerpo de resurrección. La viuda temía la entrada en el paraje de luz, un paso extremadamente peligroso.
Pero ni Iker ni su esposa tenían elección.
Ella intentó ponerse en contacto con su padre, vio un inmenso campo de brasas y una forma humana devorada por las llamas.
Luego, el incendio se calmó, el rojo dio paso al azul, y el viento hinchó las velas de una embarcación.
¡Sesostris regresaba a Abydos! ¿Sesostris o… el Anunciador?
Victorioso, ¿no habría sido éste capaz de turbar los pensamientos? Tal vez a bordo de aquel navío viajara una jauría de fanáticos decididos a asolar el territorio de Osiris.
El Calvo se aproximó a Isis.
—Se plantea un problema delicado. Puesto que ahora hay que sacrificar otra encarnación de Set, el asno salvaje, un ritualista considera inadmisible la presencia de Viento del Norte. Exige su expulsión o, peor aún…
—¿Matar al compañero de Iker que acaba de salvarnos la vida y de castigar a Bega? ¡Eso sería ofender a los dioses y provocar su cólera! Expulsarlo nos privaría del poder de Set, uno de los indispensables fuegos alquímicos.
—¿Qué propones, entonces?
—Expiada su falta, Set lleva para siempre a Osiris en sus lomos y nada manteniéndolo en la superficie del océano de energía. Se convierte en el barco indestructible, capaz de llevarlo a la eternidad. Viento del Norte desempeñará ese papel.
Tras haber levantado la oreja derecha en señal de aprobación, el asno, grave y recogido, recibió su precioso fardo. Sanguíneo lo precedió en una lenta procesión de la totalidad de los ritualistas alrededor del templo de Osiris. Las permanentes tocaban la flauta, los permanentes esparcían incienso por el suelo. El Calvo tiraba de una narria, símbolo del dios Atum, «El que es y no es». Inaccesible para el entendimiento humano, esa dualidad creadora, formada por términos indisociables, albergaba uno de los secretos fundamentales del nacimiento de la vida.
Sekari y el mastín permanecían alertas. ¿Exponer así a Iker no le hacía correr considerables riesgos? Ciertamente, el Anunciador ya no tenía cómplices en Abydos.
¿Pero no habría implantado, durante su larga estancia, aquí y allá, algunos maleficios?
La toma de posesión del espacio sacro se efectuó sin incidentes, al ritmo regular de los pasos del animal de Set, la momia de Iker fue cargándose con la fuerza esencial para superar la próxima etapa.
En pleno corazón de la Morada del Oro, Isis e Iker estaban solos ante la puerta del paraje de luz,[52] la misma que el faraón abría durante el ritual del alba para renovar la creación.
Entrar en el séquito de Osiris y acceder a la resurrección implicaba convertirse en un ser de luz.[53] Bajo esta forma, el dios se unía con su imagen, sus símbolos y sus cuerpos de piedra, preservando así el misterio de su naturaleza no creada.
Comunicar con Osiris exigía la práctica cotidiana de Maat. O Iker estaba en rectitud, y la obra seguiría consumándose, o la intensidad de la irradiación de aquella puerta lo aniquilaría.
Por otra parte, había otras condiciones que también eran necesarias: las sucesivas iniciaciones, la coherencia de la andadura, el respeto al juramento y al silencio y la veneración del principio creador. ¿Estaría a la altura de semejantes imperativos el equipamiento de Iker, adquirido durante su viaje terrenal?
La viuda debía intentar llevar a cabo la reunión del ba, el alma-pájaro, y el ka, la energía del más allá. De aquel encuentro, que excluía la confusión, dependía el desarrollo delakh, el ser de luz. Si aquellos dos elementos se negaban a asociarse, el tercero no aparecería.
Isis pronunció las fórmulas de transformación, provocó el despertar del ka, alimentado con la potencia, y la llegada del ba, empapado de sol.
Envuelta en una deslumbrante claridad, la momia de Iker cruzó la puerta y sufrió de inmediato un proceso de transmutación análogo al que sufría el Osiris metálico. Establecida la conjunción del ba y del ka, el pájaro-akh, el ibis comata, podía emprender el vuelo.
—Ra te da el oro salido de Osiris —declaró Isis—, Tot te marca con el sello del metal puro nacido del Dios Grande. Tu momia es coherente y estable como la piedra de las mutaciones procedente de la montaña de Oriente. El oro ilumina tu rostro, te permite respirar y hace eficientes tus manos. Gracias a Maat, el oro de los dioses, pasas de lo perecedero a lo imperecedero. Permanece ante ti y no se aleja del cuerpo de resurrección.
La luna llena, el ojo reconstituido, brillaba con un vivo fulgor que, sin embargo, no impedía ver Orión, apareciendo en occidente.
Isis tomó un cetro terminado en una estrella de cinco puntas y tocó con él la frente de Iker. Luego levantó sin dificultad un colosal arpón de cedro, decorado con dos serpientes, y colocó su garfio en el rostro de la momia.[54]
—Aparece en oro, brilla en electro, vive para siempre.