El faraón pronunció cada fase del ritual del alba como si lo celebrase por última vez. Dentro de unas horas, los templos de Menfis tal vez hubieran desaparecido, devorados por un torrente de fuego que, luego, caería sobre Abydos.
Tocado con la Doble Corona y ataviado con un taparrabo con la efigie del fénix, el rey abandonó el santuario y se dirigió a la montaña Roja.
A buena distancia, ordenó a su escolta que no lo siguiera.
Isis había realizado la obra en rojo, Iker llegaba al lindero de la resurrección. Pero las últimas etapas se anunciaban terribles.
La cantera llameaba, las piedras se convertían en pasto de una formidable hoguera setiana. Hacía hervir la lava de aquel gigantesco caldero, capaz de reducir a nada los trabajos de eternidad de los faraones, emprendidos ya en la primera dinastía.
El Anunciador, liberado de un grupo de mediocres, sentía cómo iba creciendo su capacidad de destrucción.
Al golpear Egipto, golpearía al mundo entero y lo privaría de Maat.
En el lindero de la cantera, indiferente al calor y al ardiente suelo, Sesostris.
—¡Hete por fin aquí, faraón! Sabía que no huirías y te considerarías capaz de afrontarme. ¡Qué vanidad! Serás, pues, el primero en morir, antes que los insensatos que no se conviertan a la verdadera fe.
—Tus aliados han sido vencidos.
—¡No importa! Eran unos mediocres que pertenecían al pasado. Yo preparo el porvenir.
—Una creencia impuesta a la fuerza, dogmas intangibles y mortíferos… ¿A eso lo llamas tú porvenir?
—¡Mi boca expresa los mandamientos de Dios, los humanos tendrán que someterse a ellos!
El gigante clavó su mirada en la del Anunciador. Los ojos rojizos fulguraban, pues no soportaba la presencia de aquel irreductible adversario.
—¡Yo detento la verdad absoluta y definitiva, y nadie podrá modificarla! ¿Por qué te niegas a comprenderlo, Sesostris? Tu reinado se apaga; el mío comienza ahora. Antes o después, los pueblos se prosternarán y se unirán a mí.
—Egipto es el reino de Maat —repuso el faraón—, no el de un fanático.
—¡Arrodíllate y venérame!
La corona blanca se transformó en un rayo de luz, tan deslumbradora que obligó a retroceder a su adversario.
Loco de rabia, éste tomó una piedra incandescente y la lanzó contra Sesostris.
Una bola de fuego rozó el rostro del monarca.
Más precisa, la segunda iba a alcanzarlo en la frente, pero brotó de ella el uraeus, una cobra hembra. La llama que emitió hizo estallar el proyectil en mil pedazos.
El Anunciador veía mal a su enemigo y no encontraba en él ningún apoyo de isefet que le permitiera romper sus defensas.
A pesar de aquel horno, Sesostris avanzaba.
La espiral que adornaba la corona roja se desprendió de ella y se enrolló al cuello del Anunciador. Éste consiguió librarse de aquel cepo, que le dejó una profunda herida. Bañado en sangre, aulló su dolor hasta las entrañas de la tierra.
—¡Demonios del infierno, brotad de las profundidades, asolad este país!
Cuando varias ardientes humaredas brotaban del agrietado suelo, Sesostris derramó el contenido del cuenco de oro.
Las lágrimas de la viuda apagaron el incendio.
El Anunciador intentó abrir el canal de la lava, pero el río de fuego se volvió contra él y lo transformó en una antorcha viviente.
—¡Desaparezco, Sesostris, pero no muero! Dentro de cien años, de mil, de dos mil, volveré y triunfaré.
El cuerpo se deshizo en plena imprecación, el calor se atenuó y a la cantera regresó de nuevo el silencio.
Desde su nacimiento, Egipto había impedido que el Anunciador derramara su veneno. Y la victoria de la Doble Corona demostraba la permanencia y el fulgor de Maat.
Pero la armonía de las Dos Tierras y sus vínculos con lo invisible, inestimables tesoros, seguían amenazados sin cesar. Ya al final de la edad de oro de las grandes pirámides, el país había estado a punto de desaparecer. Sólo la institución faraónica se había opuesto a una decadencia aparentemente ineluctable. Al restaurarla, Sesostris fortalecía la obra de sus predecesores.
Algún día, los diques cederían, y el Anunciador utilizaría la brecha para lanzar un asalto en masa. Y ya no habría un faraón frente a él.
Sesostris tenía que ir en seguida a Abydos para que Iker regresara a la vida.
Amarrada al muelle principal de Menfis, una embarcación nueva, dispuesta a zarpar.
A bordo, una tripulación de aguerridos marinos.
—Navegaremos día y noche —anunció el monarca—. Con destino a Abydos. Llegaremos el treinta de khoiak.
El capitán palideció.
—¡Eso es imposible, majestad! Ningún viento, por poderoso que sea, podrá…
—El treinta de khoiak.
—Bien, majestad. Una última cosa: ¿qué nombre debemos darle a este barco?
—Se llamará El Rápido.