Mes de khoiak,
Vigésimo cuarto día (12 de noviembre), Abydos

El desarrollo del Osiris vegetal y la primera manifestación de vida en el Osiris Iker demostraban que el crecimiento del Osiris mineral y metálico se estaba desarrollando de modo armonioso. Dentro del hornillo de atanor, el cuerpo divino se reconstruía, y su coherencia se afirmaba cada día más. Aplicándose a los múltiples estados del espíritu y la materia, la piedra venerable cumplía su oficio transmutatorio.

¡Le habría gustado tanto, a Isis, abrazar y besar a Iker! Pero se arriesgaba a extinguir el minúsculo brillo de esperanza que había aparecido gracias a la obra en rojo. Abandonando la inercia, aquel cuerpo de luz debía permanecer puro de todo contacto humano, y sólo quedaría dotado de movilidad tras otras temibles pruebas.

Las piedras de las canteras se cargaban de energía. El caldero de la montaña Roja se llenaba de poder. El Anunciador dispondría, muy pronto, de un arma terrible.

Isis pensó en Sesostris.

¿Conseguiría, una vez más, obtener la victoria en un desigual combate? Ante el Anunciador, ¿bastarían la inteligencia, el valor y la magia del faraón? Tal vez al día siguiente, la viuda perdiera a su padre. Y si el rey no estaba en Abydos el treinta de khoiak, para finalizar la Gran Obra, Iker no volvería a la vida.

Aquel día, en el que se enterraba el símbolo de la resurrección en el taller de embalsamamiento, Isis envolvió la estatuilla de Sokaris con nuevas vendas, la encerró en un cofre de sicómoro y la depositó en las ramas de aquel árbol, hábitat terrenal de la diosa Cielo.

Durante siete días, pues cada uno de ellos contaba por un mes, la efigie viviría una gestación que vinculaba la materia al cosmos. Iker se beneficiaría de ello y renacería en el seno de su Gran Madre.

Cuando Neftis se disponía a manipular una tela roja, su hermana se la arrancó de las manos y la arrojó al suelo.

El tejido se inflamó, una llama amenazó a la momia.

El agua del Nun procedente del cuenco de oro acabó con el peligro.

—Un ataque del Anunciador —declaró la superiora de Abydos—. Por medio de la rabia setiana, ha intentado robar esta tela e interrumpir la obra.

—¿Sabe todo lo que ocurre aquí? —se angustió Neftis.

—Su cómplice lo mantiene informado. Pero ni él ni su dueño cruzarán los muros de la Morada del Oro, pues destruí su sombra.

—Mañana tendremos que salir de aquí y enfrentarnos a los setianos —recordó Neftis—. La energía de su dios es indispensable para la momia. Temo lo peor. Si la criatura del Anunciador consigue desviarla en su beneficio, Iker será mortalmente alcanzado.

—No tenemos elección.

El Calvo había aceptado su sugerencia y Bega estaba lleno de júbilo.

Al día siguiente, durante la lucha entre los partidarios de Horus y los de Set, habría que colocar al Servidor del ka entre estos últimos. O intentaría actuar solo o sus eventuales cómplices se verían, por fin, obligados a desenmascararse.

No sin evidente heroísmo, Bega permanecería junto al principal sospechoso, le impediría causar ningún daño y avisaría a las fuerzas del orden ante el menor gesto sospechoso contra la momia osiriaca.

En realidad, en la primera parada de la procesión, Bega mataría a Isis, destrozaría la momia y acusaría al Servidor del ka de haber cometido aquellas dos abominables hazañas.

Desempeñando el papel de un sethiano, el permanente disponía de un garrote. No se trataba de un trivial pedazo de madera, sino de un bastón del lago, hecho de tamarisco, capaz de derribar a cualquier enemigo.

Sobre todo desde que el Anunciador lo había cargado de fuerza destructora.