Anubis, dueño de la cripta de los fluidos divinos y escoltado por siete luces, aportó a la momia osiriaca el corazón que atraería el pensamiento de los inmortales, un escarabeo de obsidiana. Luego, envolvió el cuerpo con amuletos y piedras preciosas, para vaciar la carne de su carácter perecedero.
En ese mismo instante, Isis sacó del molde la estatuilla del dios Sokaris, la puso en un zócalo de granito cubierto con una estera de cañas, pintó los cabellos de lapislázuli, el rostro de ocre amarillo, las mandíbulas de turquesa, dibujó unos ojos completos y le entregó los dos cetros osiriacos antes de exponerla al sol.
El rostro de Iker adoptó un color idéntico.
Anubis le presentó cinco granos de incienso.
—Sal del sueño, despierta. La Morada del Oro te modela, como una piedra recreada por un escultor.
Isis levantó las dos plumas de Maat que le había entregado el Andariego de la ciudad de Djedu. De ellas brotaron unas ondas, vectores de la energía que aseguraba la coherencia del universo.
—Abro tu rostro —dijo Anubis—. Tus ojos te guiarán por los parajes oscuros y verás al señor de la luz cuando atraviese el firmamento.
Tomando la azuela de metal celeste, la Grande de magia posó su extremo en los labios de Iker. La sangre lo regó de nuevo. La obra en rojo acababa de consumarse.