En la octava hora del día, purificadas, lavadas de isefet, depiladas, con su nombre inscrito en el hombro y la cabeza cubierta con una peluca ritual, Isis y Neftis tejieron una gran pieza de tela destinada a cubrir el cuerpo osiriaco en su traslado a su morada de eternidad.
En el exterior de la Morada del Oro, la vigilancia no se relajaba. El Calvo asistía a los relevos de la guardia y acudía, varias veces al día, junto a la acacia, que no manifestaba el menor signo de debilidad.
Sekari, por su parte, vigilaba al Servidor del ka.
Con su paso firme y regular, sin volverse nunca, el viejo ritualista cumplía escrupulosamente con sus deberes. De santuario en santuario, rendía homenaje a los antepasados, pronunciando las fórmulas de las primeras edades.
Con la cabeza alta y la vista al frente, apenas respondía a los saludos de los temporales. A lo largo de todo su recorrido, no encontró a ningún cómplice eventual y regresó a su morada oficial, donde le fue servido un frugal almuerzo.
Perplejo, Sekari debería haberse alejado. Pero su instinto lo incitaba a no moverse.
Y entonces asistió a una sorprendente escena. Presa de una violenta cólera, el Servidor del ka salió bruscamente de su casa, rompió una tablilla de madera y enterró los restos del objeto golpeándolos con el talón.
Sekari aguardó la marcha del ritualista, recuperó los fragmentos y reconstruyó la tablilla.
Ésta mostraba un signo finamente grabado y fácil de identificar: la cabeza del animal de Set, con un largo hocico de okapi y las orejas erguidas.
El signo de los adeptos del Anunciador.