Al llegar a Menfis, el faraón sabía que Isis, en la octava hora del día, había colocado la estatuilla de Sokaris en un zócalo de oro antes de incensarla y exponerla al sol.
La luz rechazaba poco a poco las tinieblas, e insuflaba una nueva energía a la momia osiriaca.
El regreso del gigante no pasó desapercibido. Liberada de cualquier temor gracias a la erradicación de las células terroristas, la ciudad conoció rápidamente el acontecimiento. Los aficionados a los banquetes, a las danzas y a la música iban a pasarlo en grande.
Sesostris reunió la Casa del Rey en presencia de la reina.
—No es tiempo para festejos —declaró—. El Anunciador había adoptado la identidad de un temporal para infiltrarse en Abydos, ayudado por varios cómplices. Algunos de ellos han sido eliminados, pero su jefe ha logrado huir.
—¿Cuántos aliados le quedan? —preguntó Sehotep.
—Al menos, un sacerdote permanente de Abydos sigue traicionando a su cofradía. Sekari lo descubrirá.
—¿Se está llevando a cabo la obra de Isis? —preguntó Senankh.
—Ya se han superado numerosas etapas, el Osiris Iker comienza a revivir. ¿Habéis aniquilado vosotros la organización terrorista?
—En efecto —respondió Nesmontu—. La mitad de esas ratas perecieron ahumadas en su subterráneo; las demás, atravesadas por las lanzas y las flechas. A mi entender, la ciudad está limpia. La estrategia del visir Sobek era la adecuada.
—El mérito corresponde a Sekari —afirmó el Protector, que entregó al monarca un informe detallado de los acontecimientos y el nombre de los principales culpables.
A la cabeza, Medes, el secretario de la Casa del Rey.
Sesostris pensó en la advertencia de los sabios: «Aquél al que hayas alimentado y elevado hasta las mayores funciones te golpeará por la espalda.»
—Apruebo a Nesmontu —subrayó el visir—, y considero que la paz reina por fin en Menfis.
—Ésa es la última artimaña del Anunciador —reveló el monarca—: hacernos creer en nuestra victoria. En Abydos, su último discípulo intentará interrumpir el proceso de resurrección. Y ese demonio provocará, aquí mismo, un incendio destructor.
—¿De qué modo? —preguntó la reina.
—Vertiendo sobre Menfis el contenido del caldero de la montaña Roja.
El Anunciador respiró a pleno pulmón el aire ardiente de la montaña Roja, una enorme cantera de cuarcita, al sur de Heliópolis.[46] Allí llegaba a la existencia la piedra de fuego, color de sangre, cuya potencia él desviaría para abrasar al viejo sol e impedir el renacimiento de su sucesor, resucitado durante su travesía del cuerpo de la diosa Nut.
Todas las noches, todos los templos de Egipto participaban en su combate contra las tinieblas. ¿Lograrían imponer su reinado o una nueva alborada se levantaría? Sin los rituales y la transmisión de las palabras de luz, el mundo estaba condenado a la decadencia. Y aquel mundo, según afirmaba la espiritualidad faraónica, no necesitaba ser salvado por una creencia, sino gobernado y orientado de acuerdo con la rectitud de Maat.
Ésa era la idea principal que debía destruir, imponiendo una verdad absoluta a la que nadie pudiera sustraerse.
Muy pronto, Menfis quedaría reducida a cenizas y lamentos. Llegando hasta lo alto del cielo, una llama inmensa proclamaría el triunfo del Anunciador.