Mes de khoiak,
Decimoséptimo día (5 de noviembre), Abydos

El Calvo se puso a la cabeza de una procesión que rodeó el templo de millones de años de Sesostris y la necrópolis principal de la Gran Tierra. Los sacerdotes y las sacerdotisas permanentes llevaban cuatro obeliscos en miniatura y algunas enseñas divinas, que incitaban a las fuerzas de la creación a concretar la obra misteriosa de la Morada del Oro.

Absuelto, Bega había pensado en abandonar Abydos o en limitarse a sus funciones, olvidando el rencor y las ambiciones.

Pero el enrojecimiento de la minúscula cabeza de Set y una dolorosa quemadura se encargaban de disuadirlo y recordarle las órdenes del Anunciador. Tras la partida de su señor y la muerte de Shab el Retorcido y de Bina, Bega se había quedado solo.

Ansioso, con las piernas hinchadas y la tez biliosa, el último discípulo del Anunciador que permanecía en Abydos tendría que llegar hasta el final y encontrar el modo de interrumpir el trabajo de Isis.

A su lado, el Servidor del ka, siempre tan gruñón. Como de costumbre, el ritualista no hablaba con nadie, y se concentraba en su papel. Sekari observaba a los dos hombres. El cómplice del Anunciador no manifestaba inquietud ni nerviosismo, como si se sintiera fuera del alcance de los investigadores. En cuanto a Bega, éste parecía tan arisco como su colega.

¿Estarían conchabados?

Una sombra.

Una sombra alargada y estrecha que nacía en ninguna parte.

Isis, pensando que se trataba de una agresión del Anunciador, buscó el mejor ángulo de ataque e hincó el cuchillo de Tot en el vientre del espectro.

Clavado en el suelo, éste se contrajo, y fue absorbido por el pavimento de la Morada del Oro.

La viuda recuperó el aliento y exploró entonces hasta el último rincón.

Ni rastro ya de sombra.

A bordo de una embarcación que se dirigía a Menfis, el Anunciador se dobló bruscamente hacia adelante.

Su vecino, un vendedor de alfarería, se alarmó.

—¿Estás enfermo?

Lentamente, el Anunciador volvió a erguirse.

—No, sólo es una fatiga pasajera.

—Yo, en tu lugar, consultaría con un médico. En Menfis los hay excelentes.

—No será necesario.

Herido en el vientre, el Anunciador se limpió la sangre con un pañuelo de lino.

La superiora de Abydos había aniquilado una parte de su ser, la sombra mortífera capaz de atravesar los muros.

No importaba.

No la necesitaba para lanzar el asalto final.