Mes de khoiak,
Undécimo día (30 de octubre), Menfis

Dieron tres golpes en la trampilla que cerraba el acceso al subterráneo.

—Vamos allá —dijo el Rizos a sus hombres.

Como todos los jefes de células terroristas, había recibido del libanés la orden de atacar antes del amanecer. La propietaria de la casa, su cómplice, acababa de dar la señal. En múltiples lugares de la ciudad, al mismo tiempo, las tropas del Anunciador salían de sus escondrijos y corrían hacia sus objetivos.

La conquista de Menfis comenzaba.

Una verdadera marejada de la que el Rizos se alegraba. ¡Le gustaba tanto matar!

Levantó la trampilla, pero no tuvo tiempo de subir hasta el nivel del suelo, pues un poderoso puño lo sacó de su agujero y lo mandó a estrellarse de espaldas contra una pared.

—¡Me satisface verte, basura! —exclamó el general Nesmontu.

—¿Vos?

—¡Qué vista tienes!

Medio aturdido, el Rizos intentó huir, pero los dos puños unidos de Nesmontu le rompieron la nuca.

—Ahumadlos a todos —ordenó el general a sus soldados—. A estas ratas les gustan los subterráneos, por lo que terminarán ahí su siniestra carrera.

Nesmontu se dirigió a otro punto estratégico, con la sangre hirviéndole.

Entusiasmados por su regreso, oficiales y soldados seguían sus consignas al pie de la letra. Ninguno de los grupos terroristas tuvo tiempo de cometer la menor fechoría.

Aquel once de khoiak, en Menfis, el mal fue conjurado.

El libanés devoraba golosinas.

¡El sol ya comenzaba a levantarse y aún seguía sin noticias!

Sin duda, las tropas del Anunciador habían encontrado cierta resistencia. Algunos insensatos jugaban a hacerse los héroes y retrasaban el plazo.

—Un visitante —lo avisó su portero—. Me ha mostrado su salvoconducto, el pequeño pedazo de cedro en el que está grabado el jeroglífico del árbol.

El libanés devoró la mitad de un gran pastel de crema.

¡Medes, por fin! Sólo debía acudir finalizados los combates, cuando hubieran obtenido la victoria. La toma de Menfis había sido, pues, tan rápida como estaba previsto.

—Que suba.

El libanés bebió golosamente una copa de vino blanco. Sería un placer especial acabar con Medes, eligiendo un interminable suplicio. Aquélla iba a ser la primera ejecución de un infiel en pleno Menfis. Luego, se sucederían numerosas conversiones, y el Anunciador felicitaría al jefe de su policía religiosa.

El libanés recibió en plena cara el pequeño pedazo de cedro.

Pasmado, soltó su copa.

Ante él, un coloso.

—Soy el visir Sobek. Y tú, el jefe de la organización terrorista implantada en Menfis desde hace mucho tiempo, demasiado tiempo. Tú encargaste numerosos crímenes e imperdonables atrocidades.

—¡Os equivocáis, yo sólo soy un honesto comerciante! Mi respetabilidad…

—Medes ha muerto. Gracias a sus elocuentes archivos privados, he podido llegar por fin hasta la cabeza del monstruo. Tus comandos han sido aniquilados, Nesmontu sólo tiene algunos heridos leves en las filas egipcias.

—Nesmontu, pero…

—El general, sí, está vivo y muy vivo.

El libanés, incapaz de levantarse, renunció a proclamar su inocencia.

—Tú dirigías la organización de Menfis —prosiguió Sobek—. Por encima de ti, sólo está el jefe supremo, el Anunciador. ¿Dónde se oculta?

La cólera enrojeció al obeso.

—¡El Anunciador, ese loco que me ha destrozado la vida! En vez de poder y fortuna, me inflige la decadencia, lo odio, lo maldigo, lo…

La larga cicatriz del libanés se abrió y dividió su cuerpo en dos. Sufriendo demasiado para aullar, vio cómo su sangre inundaba su túnica y el corazón le brotaba del pecho.

La reina, el visir y el general Nesmontu salieron al encuentro de los menfitas que daban rienda suelta a su alegría. Cada barrio organizaba un banquete por la gloria del faraón, protector de su pueblo.

Pese a aquel innegable éxito, ni el visir ni los miembros del «Círculo de oro» sentían el alivio de los ciudadanos.

El Anunciador seguía activo, y el rey, ausente.

¿Y qué ocurría realmente en Abydos?

Habrá, sin embargo, un nuevo motivo de satisfacción: la liberación de Sehotep. Así pues, se hacía posible reunir a los miembros del «Círculo de oro» y combatir con más eficacia las fuerzas de las tinieblas.

Pero primero había que asegurarse de la pacificación definitiva de Menfis. El general Nesmontu no abandonaría la ciudad sin estar convencido de ello.

—El once de khoiak ya —recordó Senankh—. ¿Resucitará Osiris el treinta?

—El faraón e Isis han puesto en marcha el ritual del Gran Secreto —recordó Sehotep—, y no dejan de luchar.

—El doce es una fecha inquietante. En caso de error, el proceso de resurrección se interrumpirá. Y el Anunciador habrá plantado el árbol de muerte en el lugar de la acacia de Osiris.