Al día siguiente, Medes reinaría sobre Menfis.
Todas las células terroristas se lanzarían al asalto del palacio real, de los despachos del visir y del cuartel principal con una sola consigna: sembrar el terror. Nada de prisioneros, ejecuciones sumarias, matanzas de mujeres y niños.
Privadas de jefe y de instrucciones, las fuerzas del orden se dislocarían muy pronto, y sólo opondrían una débil resistencia.
Medes iría a felicitar al libanés, y entonces lo estrangularía con sus propias manos. Oficialmente, el obeso habría sucumbido a la emoción de la victoria, saludada por un exceso de alimentos.
Tras la eliminación de la reina, del visir, de Sehotep y de Senankh, Medes se coronaría personalmente faraón e impondría su ley a Egipto entero, donde el Anunciador propagaría sus creencias.
También tendría que librarse de aquel borracho de Gergu, y luego de su histérica esposa que, desde la última visita del doctor Gua, se pasaba el día durmiendo. ¡Por fin la casa estaba tranquila!
De pronto, unos insólitos ruidos quebraron aquella tranquilidad: un grito ahogado, un portazo, pasos precipitados. Y de nuevo otra vez el silencio.
Medes llamó a su intendente.
Pero no obtuvo respuesta.
Desde la ventana de su despacho, observó el jardín y el estanque rodeado de sicomoros.
¡Había policías por todas partes! Y sus colegas subían ya la escalera interior tras haber dominado a los criados.
Huir… ¿pero cómo? Sólo había una salida: el tejado.
Aterrorizado, torpe, Medes consiguió sin embargo llegar hasta él.
En equilibrio en lo más alto de la suntuosa morada, con los pies vacilantes, Medes dudaba en saltar al otro lado de la calle.
—Ríndete —le ordenó una voz imperiosa—. No escaparás de nosotros.
—¡Sobek! ¿Pero… no estabas agonizando?
—Todo ha terminado, Medes. Has fracasado. Y el Anunciador no te salvará.
—Soy inocente, no conozco a Anunciador alguno, yo…
Horrorizado, Medes vio cómo se inflamaba su mano.
Perdió entonces el equilibrio, cayó desde lo más alto del tejado y se empaló en las puntas metálicas que guarnecían el muro que rodeaba su propiedad.
—El ambicioso carecerá de tumba —decretó el visir, citando al sabio Ptah-Hotep.
Afortunadamente, Medes lo anotaba todo, y sus expedientes hablaron por él. Así, Sobek supo que había fletado El Rápido falsificando unos documentos oficiales, que había corrompido a algunos aduaneros, traficado con el libanés, que había almacenado mercancías ilícitas con el nombre de Bel-Tran, que había utilizado embarcaciones del Estado para transmitir consignas a los terroristas, que había ordenado a un falso policía que matara a Iker… La lista de sus fechorías parecía interminable.
Las últimas palabras escritas por su mano anunciaban, sin duda, lo peor: «El once khoiak, operación final.»