Me garantizas la eficacia de este producto? —preguntó el doctor Gua.
—En nombre de Imhotep el sanador —aseguró el farmacéutico Renseneb.
—¿Ni consecuencias catastróficas ni desastrosos efectos secundarios?
—Yo mismo he probado esta sutil mezcla de esencias de loto, adormidera y una decena de flores raras, a dosis muy precisas. Vuestra paciente no experimentará sufrimiento alguno y no sentirá ninguna turbación al salir de su hipnosis. Sólo debo haceros una única recomendación: haced pocas preguntas, hablad con voz firme y tranquila, no manifestéis impaciencia.
Gua tomó la bolsa de píldoras y se dirigió a casa de Medes, donde la esposa del secretario de la Casa del Rey lo recibió con entusiasmo.
—¡Por fin, doctor! Pese a vuestros excelentes remedios, no dejo de llorar. ¡Mi vida es un infierno!
—Os había prevenido, es preciso pasar a una nueva terapia.
—¡Estoy dispuesta!
—¿Puedo hablar con vuestro marido?
—Dados los acontecimientos, regresará tarde. ¿Os dais cuenta? No hay faraón, no hay visir, no hay general en jefe… Menfis corre hacia su perdición.
—Preocupémonos de vuestra salud.
—¡Oh, sí, doctor, oh, sí!
—Tomad estas cuatro píldoras.
La esposa de Medes se apresuró a obedecer. Gua comprobó su pulso.
—Sentiréis rápidamente un maravilloso bienestar. No os resistáis al deseo de dormir. Yo permaneceré junto a vos.
La droga no tardó en hacer efecto.
El médico hizo que su paciente tomara dos píldoras suplementarias.
Completamente relajada, la histérica se abandonó.
—Soy el doctor Gua. ¿Me oís?
—Os oigo —respondió una voz ronca.
—Tranquilizaos, voy a libraros de la enfermedad que os abruma. ¿Aceptáis decirme la verdad, toda la verdad?
—Lo… acepto.
—La verdad será vuestro remedio. ¿Lo comprendéis?
—Lo… comprendo.
—¿Sois la esposa de Medes, el secretario de la Casa del Rey?
—Lo soy.
—¿Vivís en Menfis?
—Sí, allí vivo.
—¿Sois feliz?
—Sí… no… sí… ¡No, no!
—¿Os pega vuestro marido?
—¡Nunca! Bueno, a veces, sí…
—¿Lo amáis?
—Lo amo, es un marido maravilloso, ¡tan maravilloso!
—¿Lo obedecéis, pues?
—¡Siempre!
—¿Os ordenó que cometierais algún acto que ahora lamentáis?
—¡No, oh, no! Sí… lo lamento. ¡Pero fue por él! No, no, no lamento nada.
—Estamos llegando a la raíz de vuestro mal. Si la extirpamos, os curaré. Confiad en mí y no seguiréis sufriendo. ¿Qué os exigió vuestro marido?
El vientre de la paciente se abultó, sus miembros temblaron, los ojos se le pusieron en blanco.
—Soy el doctor Gua, os estoy curando, estamos llegando al final. Habladme, liberaos de vuestros tormentos.
Los espasmos se espaciaron, la enferma se calmó.
—Una carta… Escribí una carta imitando la caligrafía del gran tesorero Senankh, para desacreditarlo. ¡Tengo un don, un don excepcional! Medes estaba contento, muy contento… ¡Lamentablemente, fracasamos! Entonces…
—¿Entonces?
Ella volvió a crisparse.
—Soy el doctor Gua, estoy curándoos. Vuestra salud está muy cerca. Habladme, decidme la verdad.
—Escribí otra carta imitando la caligrafía de Sehotep, para que lo acusaran de traición y de crimen. ¡Esta vez lo conseguimos! Medes estaba contento, muy contento… ¡Qué bien me siento ahora! Curada, estoy curada…
El hígado de Medes decía la verdad, también. Privado de Maat, revelaba el carácter de un hombre envidioso y colérico.
El doctor Gua acababa de descubrir un importante aliado de los terroristas, sin duda el personaje clave de su organización, y podía demostrar la inocencia de Sehotep.
Sin embargo, ¿a quién revelarle esas informaciones vitales? El visir estaba agonizando, el general Nesmontu había muerto, la reina no recibía a nadie.
Quedaba Senankh, el gran tesorero, presa de una depresión. ¿Querría escucharlo, y estaría en condiciones de actuar?
Una abominable hipótesis rozó el espíritu del doctor Gua: ¿y si el ministro de Economía fuera cómplice de Medes?