39

Ataviado con la túnica blanca osiriaca, Sesostris unió cuatro veces el cielo y la tierra, dirigiéndose a cada punto cardinal. Con el cuerpo protegido por un echarpe de lino rojo, símbolo de la luz de Ra dispersando las tinieblas, consagró el nuevo templo dedicado a Osiris. Seis depósitos de fundación contenían jarras, copas de terracota, pulidores de gres, herramientas de bronce en miniatura, brazaletes de cuentas de cornalinas, ladrillos de tierra cruda, maquillaje verde y negro, una cabeza y un hombro de toro hechos de diorita. El suelo, revestido de plata, purificaba por sí mismo los pasos de los ritualistas.

El soberano iluminó por primera vez el naos y lo incensó.

—Te doy toda fuerza y toda alegría, como el sol —dijo dirigiéndose a Montu, el señor del santuario.

Su representante en la tierra, el toro salvaje, mantendría la vitalidad del ka del edificio donde se desarrollaban las escenas de la fiesta de regeneración del faraón. En el dintel de un porche monumental, Horus y Set le presentaban el tallo de millones de años, el signo de la vida perpetuamente renovada y el de la potencia. Unas estatuas representaban al rey anciano adosado al joven rey. En su ser simbólico se asociaban el principio y el fin, el dinamismo y la serenidad. Un patio se adornaba con pilares osiriacos, afirmando el triunfo de la resurrección.

Una calleja separaba el templo del barrio residencial reservado a los sacerdotes permanentes que se purificaban con el agua del lago sagrado. Entre ellos había algunos especialistas destinados al laboratorio. Allí se depositarían ungüentos, aromas y el oro de Punt.

Al restablecer la tradición osiriaca en Medamud, Sesostris se concedía un arma de primera magnitud contra el Anunciador. Pero había que hacerla eficaz.

El rey se dirigió hacia el recinto del toro. Al acercarse, el cuadrúpedo fue presa de una violenta cólera.

—Apacíguate —ordenó el faraón—. Sufres ceguera por la ausencia del sol femenino. La construcción del nuevo templo lo hará aparecer.

Durante toda la noche, cantos y danzas alegraron el corazón de la diosa de oro. Alimentada con música, ésta aceptó reaparecer visitando la oscuridad.

El toro, apaciguado, dejó penetrar al faraón en el recinto. En el centro, una pequeña capilla, a la sombra de una vieja acacia.

En su interior, el recipiente sellado que contenía las linfas de Osiris, fuente de vida y misterio de la obra divina.

La princesa de Biblos permanecía atónita.

—¿De modo que mi marido habría decidido suprimiros tendiéndoos una trampa atroz? —concluyó tras las declaraciones de Isis—. ¿Sois consciente de la gravedad de vuestras acusaciones?

—Sin vuestra intervención, las damas de vuestra corte me habrían asesinado. ¿Necesitáis aún más pruebas?

La princesa, hastiada, levantó los ojos al cielo.

—¿Acaso vuestro país traiciona a Egipto? —preguntó la viuda.

—Nuestros intereses comerciales son prioritarios, y el príncipe multiplica los socios, a veces en detrimento de la palabra dada.

—Otras preocupaciones os obsesionan, princesa.

—Mi hijo está enfermo. Curadlo y os revelaré el verdadero emplazamiento del sarcófago.

El niño tenía mucha fiebre y deliraba.

Isis colocó setenta y siete candiles a su alrededor, para atraer a los genios guardianes capaces de rechazar las fuerzas de destrucción.

Cuando puso su índice en los labios del pequeño enfermo, éste se calmó y le sonrió.

—El mal se disipa, el dolor se esfuma. Tu vitalidad regresa.

Una a una, las lámparas fueron apagándose. El niño recuperó los colores.

—Un tamarisco protegía el sarcófago —reveló la reina—. El príncipe recibió un mensaje instándolo a sacarlo y ocultarlo en una columna de la sala de audiencias. Partid, Isis. De lo contrario, moriréis.

—¿Se ha convertido el Anunciador en el dueño de vuestro territorio?

La princesa palideció.

—¿Cómo… cómo lo sabéis?

—Llevadme a palacio.

—¡Sería una locura, Isis!

—¿No deseáis salvar Biblos?

La estrategia del príncipe exigía agudeza y diplomacia. Sin disgustar a Egipto, obtenía enormes beneficios favoreciendo las operaciones comerciales del libanés. La doctrina del Anunciador no le interesaba en absoluto, pero a veces eran necesarias ciertas concesiones.

Al príncipe le gustaba mucho la sala de audiencias, decorada con magníficas pinturas que representaban los paisajes de la campiña fenicia. Se sentaba de espaldas a una ventana que daba al mar. Cuando se enojaba, la cresta de las olas llegaba hasta allí. El príncipe tenía entonces la impresión de dominar la naturaleza, sintiéndose al abrigo de sus furores.

Su esposa entró en la sala.

—¿Qué quieres?

—Presentarte a una terapeuta que acaba de curar a nuestro hijo. ¡Es un auténtico milagro! La fiebre ha cedido por fin, come con normalidad y vuelve a jugar.

—¡Voy a recompensarla!

—¿Le concederás todo lo que te pida?

—Tienes la palabra de Abi-Shemu.

La princesa dirigió a su marido una irónica mirada.

—Desconfía de la diosa Hator. ¿Acaso no castiga a los perjuros?

—¿Pones en duda mi promesa?

—¡Esta vez no, querido esposo! Nadie podría bromear con la existencia de su propio hijo. He aquí a nuestra sanadora.

La princesa introdujo a Isis en la estancia.

Como si le hubieran pinchado, Abi-Shemu se levantó.

—¿Vos? Pero…

—Sí, debería estar muerta, víctima de un accidente. Según uno de nuestros sabios, la mentira nunca llega a buen puerto. ¿Podéis imaginar la reacción del faraón Sesostris cuando le anunciaran la desaparición de su hija?

El príncipe bajó los ojos.

—¿Qué exigís?

—El sarcófago.

—¡Fue destruido!

—Vuestra esposa me ha contado la verdad.

Isis tocó todas las columnas de la sala y se detuvo en la séptima.

—Cumplid vuestra promesa, príncipe.

—¡No voy a hacer que destruyan esta columna sólo para probaros que no contiene lo que buscáis!

—Hator, protectora de Biblos, puede transformarse en Sejmet. El veneno de la cobra se añade al furor de la leona. Faltar a la palabra dada sería un crimen imperdonable.

Los dedos de Abi-Shemu se crisparon sobre la empuñadura de su daga. ¿No sería la mejor solución suprimir a aquella sacerdotisa?

Agarrado al borde de la ventana, Sekari observaba al príncipe de Biblos. Había confiado el cuidado de la embarcación a Sanguíneo y a Viento del Norte, considerados como dos temibles genios, y había encontrado el rastro de Isis.

El puñal salió lentamente de la vaina.

Sekari se disponía a saltar y a impedir que Abi-Shemu hiciera un gesto fatal, pero en ese instante la princesa apostrofó a su marido.

—La superiora de Abydos ha salvado a nuestro hijo. No injuries a las divinidades ni al faraón, y expresa tu agradecimiento.

Consciente de los riesgos que había corrido, el príncipe cedió. Un carpintero sacó delicadamente el sarcófago de su cobertura. De madera de acacia, imputrescible, estaba adornado con dos ojos completos que le permitían ver lo invisible.

Cuando Isis salió de la sala en compañía de la princesa, Sekari abandonó su puesto de vigilancia y se dirigió nadando al barco.

—Que el faraón no sancione con demasiada dureza a Abi-Shemu —imploró la princesa—. Mi marido se preocupa tanto por la prosperidad de su ciudad que comete lamentables imprudencias.

—Que expulse a los partidarios del Anunciador. De lo contrario, lo eliminarán y convertirán Biblos en un infierno.

—Sabré mostrarme convincente, Isis.

El asno y el perro celebraron ruidosamente el regreso de la joven, y Sanguíneo se levantó y plantó las patas anteriores en sus hombros.

Cuidadosamente envuelto en grueso tejido y sólidamente amarrado con unos cabos en el interior de la cabina central, el precioso sarcófago no corría riesgo alguno de quedar dañado.

—Queda un pequeño problema —señaló Sekari—. Tras la desaparición del capitán, los marineros creen que este barco está hechizado. Es imposible encontrar una tripulación.

—Hator la sustituirá y nos conducirá. Iza la vela mayor, yo me encargaré del gobernalle.

Isis pronunció la fórmula de la navegación feliz, puesta bajo la protección de la soberana de las estrellas.

Un viento continuado se levantó, el barco abandonó el puerto de Biblos y se dirigió hacia Egipto.

Viento del Norte y Sanguíneo habían dormido durante todo el viaje de regreso, más rápido aún que el de ida. En cuanto acostaron en el puerto fluvial de Heliópolis, Isis hizo a la diosa Hator una ofrenda compuesta de flores y vino.

—No le quitéis ojo al sarcófago —pidió a Sekari y a sus dos colegas.

—¿No debería acompañarte al templo?

—No corro riesgo alguno —afirmó ella.

En el umbral del dominio sagrado, el sustituto del sumo sacerdote, descompuesto, farfulló algunas salutaciones.

—¿Habéis… habéis regresado?

—¿Acaso os parezco un fantasma?

—Vuestro viaje…

—Sin incidentes importantes.

—Ha sido tan breve que…

—La soberana de las estrellas ha contraído el tiempo. ¿Cómo se encuentra el sumo sacerdote?

—No mejora, lamentablemente. Tememos un fatal desenlace. ¿Habéis encontrado… el sarcófago?

—El príncipe de Biblos me lo ha dado. Ahora está bien protegido.

—¡Perfecto, perfecto! ¿Deseáis comer algo…?

—Vuelvo a zarpar de inmediato. Tened la bondad de entregarme el cesto de los misterios que contiene las reliquias osiriacas que os confié.

El sustituto estuvo a punto de romper a sollozar.

—¡Es terrible, horrendo! ¡Nunca debería haberse producido semejante drama, sobre todo aquí, en Heliópolis!

—Explicaos.

—No encuentro las palabras, yo…

—Haced un esfuerzo.

—El cesto ha sido robado —reconoció el dignatario con voz ahogada.

—¿Habéis llevado a cabo una investigación?

—¡Sin resultados, por desgracia!

—No es ésa mi opinión —declaró una voz sonora que dejó pasmado al sustituto.

¡Tras Isis, un segundo fantasma!

—Vos, sumo sacerdote, pero… ¿No estabais moribundo?

—Tenía que convencer a los que me rodeaban para desenmascarar a la criatura del Anunciador que se esconde entre nosotros. Necesitaba una prueba formal. Tú me la has procurado al robar el cesto de los misterios.

—Os equivocáis, os…

—Es inútil negarlo.

Los guardias que se encargaban de la seguridad del templo rodearon al acusado.

Éste cambió de actitud.

—Bueno… sí, estoy al servicio del futuro dueño de Egipto, de aquel que derribará vuestros santuarios e impondrá por todas partes la nueva creencia. Vuestra derrota se ha consumado, pues Osiris no resucitará. El hombre a quien entregué el cesto de los misterios lo ha quemado.

—Helo aquí —declaró el sumo sacerdote dándoselo a la superiora de Abydos—. Tu cómplice fue detenido antes de perpetrar el abominable crimen. Sois culpables de alta traición, y seréis ejecutados juntos. Como ha hablado por los codos, sabemos que el Anunciador ya no tiene espía alguno en Heliópolis.

La búsqueda de Isis concluía así.

El cesto de los misterios contenía todas las partes del cuerpo de Osiris que ella intentaría reconstruir en Abydos, sin la seguridad de lograrlo. Iker la aguardaba.

Y su amor por él no dejaba de crecer.