El espíritu de Sesostris viajaba. Recorría el universo, danzaba con las constelaciones, acompañaba a los infatigables planetas en sus incesantes movimientos y se alimentaba de la luz de las indestructibles estrellas.
Más allá del sueño, del día y de la noche, del transcurso del tiempo, su ka se encontraba con el de sus ancestros. Aparentemente dormido, expuesto a los ataques exteriores de los que lo protegía su guardia personal, el rey obtenía el máximo de energía fuera de la esfera terrenal.
Le era indispensable para regenerarse, vivir la fiesta del renacimiento del templo de Osiris y enfrentarse con el Anunciador.
Muy pronto, sus ojos se abrirían.
El ex ayudante del alcalde de Medamud sirvió a los guardias un excelente estofado sazonado con un somnífero, se alejó y sólo regresó junto al bosque sagrado dos horas más tarde.
Los militares dormían, tumbados en sus puestos. Dos de ellos luchaban aún contra el sueño, incapaces de moverse.
Prudente, el terrorista esperó.
Y finalmente se decidió a entrar en el bosque sagrado.
El silencio lo asustó, estuvo a punto de renunciar, pero la ocasión era en exceso buena.
Apartando pesadas ramas, descubrió el antiguo templo de Osiris.
La entrada de una cripta.
¿Contendría un tesoro?
Sí, evidentemente, puesto que el rey había impuesto importantes medidas de seguridad. ¿Y dónde se ocultaba él?
El ex ayudante se atrevió a explorar el estrecho corredor que conducía a la cámara funeraria. De las paredes brotaba una suave luz.
Tendido en un lecho, inmóvil, un gigante.
¡Él, el faraón!
Al principio, el discípulo del Anunciador creyó que estaba muerto. ¡No, respiraba! A dos pasos de él, el indefenso Sesostris.
¿Estrangularlo o degollarlo? Un golpe violento y preciso bastaría. El soberano se desangraría y el asesino podría alardear de una fabulosa hazaña.
El cuchillo se levantó.
Los ojos del faraón se abrieron.
El criminal, asustado, soltó el arma, salió corriendo de la cripta, atravesó el bosque y se topó con los soldados del relevo.
Gesticulando, derribó a uno e intentó huir.
Una lanza lo clavó en el suelo.
Desinteresándose por aquella mediocre víctima, el oficial superior sacudió vigorosamente a los dormidos, que recibirían severas sanciones.
—El rey… ¿Alguien ha visto al rey?
—Aquí estoy —declaró la voz grave del monarca.
El sustituto del sumo sacerdote de Heliópolis fue a buscar a Isis. Adulador y sumiso, la condujo hasta el muelle donde estaba amarrado un imponente navío, construido en Fenicia.
—He aquí una carta para el príncipe de Biblos, Abi-Shemu, fiel aliado de Egipto. Os dispensará una perfecta acogida y os entregará el valioso sarcófago. Que los vientos os sean favorables.
Sanguíneo y Viento del Norte subieron con rapidez por la pasarela y se instalaron en cubierta, provocando las indignadas reacciones del capitán, un mocetón de rostro demacrado.
—¡Nada de animales a bordo! —ladró—. O bajan, o acabo con ellos.
—No te acerques —le recomendó Isis—. Me acompañan y me protegen.
La actitud del mastín disuadió al capitán de intentar llevar a cabo sus amenazas. Se encogió de hombros, reunió a sus dieciocho marineros y les dio consignas para la partida.
—No manejes el gobernalle —le ordenó la joven.
—¿Acaso os burláis de mí?
—¿Ignoras que sólo la diosa Hator puede guiar nuestra navegación?
—La respeto y conozco sus poderes, pero yo elijo nuestro itinerario.
—Tengo muy poco tiempo, por lo que evitaremos el cabotaje y nos lanzaremos a alta mar.
—¡Ni… ni lo soñéis! ¡Es demasiado peligroso!
—Deja que Hator lo decida.
—¡Ni hablar!
Un marinero gritó:
—¡El barco… avanza solo!
El capitán tomó el gobernalle. Pero la pesada pieza de madera, obedeciendo a una fuerza superior, no respondió a sus manejos.
—No te empecines —le advirtió Isis—. De lo contrario, el fuego de la diosa te consumirá.
Con las manos abrasadas, el capitán aulló de dolor.
—Esta mujer nos embruja —afirmó un fenicio—. ¡Arrojémosla al mar!
Levantó un brazo amenazador, pero no tuvo tiempo de concluir su gesto, pues Sanguíneo saltó sobre él y lo derribó, mientras Viento del Norte, mostrando su dentadura, se colocaba ante la sacerdotisa.
—No son simples animales —advirtió lúcidamente alguien—. No intentemos agredir a la bruja, nos matarían.
—Cuidad a vuestro capitán —recomendó Isis—, permaneced en vuestro puesto y el viaje irá muy bien. Hator nos concederá vientos favorables y un mar en calma. Venerada en Biblos, se sentirá feliz al ver de nuevo su templo.
Las predicciones de la superiora de Abydos se cumplieron.
Dejando pasmados a los marinos, el navío avanzaba a una velocidad imposible. El capitán, a pesar de sus sufrimientos, no aceptaba la humillación. Empleado del libanés, debía cumplir su contrato para cobrar una enorme recompensa, y no se resignaba a perder semejante oportunidad. Gracias a la magia de Hator, el viaje se anunciaba muy rápido y Biblos estaría pronto a la vista. No le quedaba mucho tiempo para actuar, pero no podía acercarse a su víctima, flanqueada siempre por sus dos protectores.
Sólo quedaba una solución: trepar al palo mayor y derribar a la bruja clavándole un arpón en la espalda. Especialmente hábil en este ejercicio, el capitán, a pesar de sus vendajes, no fallaría el blanco.
La joven contemplaba el mar pensando en Iker y en el miedo atroz que debía de haber sentido, primero creyéndose condenado a perecer ahogado, luego durante el naufragio de El Rápido.
Su marido vivía aún. Lo percibía, lo sabía.
Sanguíneo gruñó.
Una caricia no lo calmó.
El mastín buscó el peligro a su alrededor. Cuando levantaba la cabeza, el capitán cayó de lo alto del mástil, chocó violentamente contra la borda y cayó al mar.
—¡Socorrámoslo! —exclamó un marinero.
—Es inútil —estimó uno de sus colegas, al que se unió la mayoría—. No tenemos la menor oportunidad de recuperarlo. La diosa Hator nos protege, así que olvidemos a ese sucio tipo. Nos abrumaba a trabajo y nos pagaba salarios miserables.
—¡Biblos! —anunció el hombre de proa—. ¡Estamos llegando!
La caída del capitán no había sido un accidente ni una torpeza. Isis había visto el puñal clavado en su pecho, prueba de la destreza de Sekari. Pasajero clandestino, el agente secreto sabía hacerse invisible y velaba por la seguridad de su hermana del «Círculo de oro».
En Biblos, el atraque de un barco de aquel tamaño daba lugar a una fiesta que apenas turbó el informe del segundo, que explicaba la lamentable desaparición del capitán por una falsa maniobra que él mismo había llevado a cabo, poniendo en peligro a la tripulación.
El responsable del puerto saludó a Isis.
—Soy la superiora de Abydos y debo entregar una misiva al príncipe Abi-Shemu.
—Una escolta os llevará de inmediato a su palacio.
Isis se dirigió a la ciudad vieja rodeada de murallas.
El jefe de protocolo le ofreció unas elocuentes muestras de respeto. El príncipe estaba celebrando en el templo principal un ritual dedicado a Hator, por lo que le propuso unirse a él.
Inspirado en la arquitectura egipcia, el edificio no carecía de grandeza. Dos rampas, una al este y la otra al oeste, permitían acceder a él. Entre los cinco colosos adosados al muro este, la representación de un faraón.
Un ritualista purificó a Isis con el agua de una gran pila. Luego, ella se prosternó ante los altares cubiertos de ofrendas, cruzó un patio flanqueado de capillas y penetró en el santuario donde se levantaba una soberbia estatua de Hator, llevando el disco solar en su cabeza.
Un hombrecillo rechoncho, ataviado con una túnica abigarrada, la saludó calurosamente.
—Acaban de avisarme de vuestra llegada, gran sacerdotisa. ¿Habéis tenido un buen viaje?
—Excelente.
—Todas las mañanas agradezco a Hator la prosperidad que concede a mi pequeño país. La infalible amistad de Egipto nos garantiza un porvenir afortunado, y nos alegramos del fortalecimiento de nuestros vínculos. ¿Qué os parece este santuario?
—Magnífico.
—Oh, no puede compararse con vuestros templos, claro, pero los artesanos locales, dirigidos por maestros egipcios, rindieron un vibrante homenaje a Hator. Con esa ocasión, el faraón me ofreció una diadema de oro, adornada con motivos mágicos, los signos de la vida, de la prosperidad y de la duración. ¡Nunca dejo de llevarla en las grandes ocasiones! Mis súbditos adoran el estilo egipcio.
El príncipe y la sacerdotisa se dirigieron al vasto atrio del templo.
—¡Una vista soberbia! Las murallas, la ciudad vieja, el mar… No te cansas nunca de verlo. Perdonad mi curiosidad: ¿no alberga Abydos los principales secretos de Egipto?
—Y, sin embargo, he venido a buscar aquí uno de ellos.
Abi-Shemu pareció extrañado.
—¿Un secreto osiriaco en Biblos?
—Un sarcófago.
—Un sarcófago —repitió el príncipe, remachando cada sílaba—. ¿Estáis aludiendo, acaso, a la leyenda según la que habría derivado hasta el jardín de este palacio donde un tamarisco, brotando de modo milagroso, lo ocultaría a las miradas profanas? ¡Se trata de una simple fábula!
—¿Aceptaríais, sin embargo, mostrarme el lugar?
—Por supuesto, pero os advierto que os decepcionará.
—He aquí un mensaje para vos. De parte de un sacerdote de Heliópolis.
Firmado por el libanés, el texto estaba escrito en fenicio. Tras una serie de fórmulas de cortesía, la orden era clara:
Elimina discretamente a Isis, la superiora de Abydos. Que su muerte parezca un accidente. El Anunciador no atacará tu país y te recompensará. Nuestras operaciones comerciales se reanudarán.
La palabra «comercial» provocaba en Abi-Shemu un goce incomparable. Proveedor de las mercancías ilícitas que transportaba la flotilla del libanés, el dueño de Biblos no soportaba la interrupción del tráfico. Aquella frágil joven parecía ser la responsable de ello, y por eso iba a desaparecer.
—¿Deseáis descansar y…?
—Me gustaría visitar este jardín.
—Como gustéis. Unos asuntos urgentes me reclaman en palacio, mi jefe de protocolo os acompañará.
Cedros, pinos, tamariscos, olivos… Isis recorrió lentamente las avenidas, en busca de los viejos tamariscos, lo bastante desarrollados para ocultar un sarcófago. Su protector se había quedado a bordo del barco, y la sacerdotisa lo echaba en falta.
Ante ella apareció de pronto un grupo de mujeres de rostro severo. Detrás, otro. Y dos más a los lados. No había posibilidad alguna de huir. Igualmente vestidas y maquilladas, pertenecían a la alta sociedad fenicia. Lentamente, fueron estrechando el cerco.
—¡Ladrona y profanadora! —la acusó una de ellas—. ¡Creías poder hechizarnos y hacernos estériles! Gracias a la vigilancia de nuestro príncipe, te impediremos que causes ningún daño.
—Os equivocáis.
—¿Estás llamando mentiroso a nuestro soberano? Eres una extranjera criminal, acusada de magia negra en Egipto. Juntas, te pisotearemos y arrojaremos tu cadáver al mar.
La jauría se acercó.
—Soy Isis, superiora de Abydos, y…
—¡Tus divagaciones no nos interesan! No sentimos indulgencia alguna para con las perversas.
Ante el grupo de asesinas, Isis no bajó la vista y se soltó el pelo en señal de lucha. Sekari no se había equivocado: era una trampa perfecta, una muerte accidental por asfixia.
La cabecilla iba a dar la señal de ataque.
—¡Aguardad! —ordenó una hermosa mujer de edad madura y natural autoridad—. El delicado perfume de esta cabellera no es el de una cualquiera.
Las furiosas mujeres se rindieron ante la evidencia.
—¿Os atreveréis a mentir a la princesa de Biblos y os otorgaréis un título usurpado?
—Mi padre, el faraón Sesostris, me elevó efectivamente a la dignidad de superiora de la ciudad santa de Osiris.
—¿Qué estáis haciendo aquí?
—Debo llevar a Abydos el sarcófago de Osiris que se encuentra oculto en este jardín. El príncipe, vuestro esposo, me ha autorizado a ello.
Exclamaciones, murmullos y diversos comentarios disiparon la agresividad de las damas de la corte. Un gesto de la princesa las dispersó.
—Seguidme —le ordenó a Isis—. Exigiré explicaciones.