37

Navegar hasta el puerto de Athribis, la capital de la décima provincia del Bajo Egipto, el Toro Negro, no planteó demasiados problemas al capitán. Se sintió, sin embargo, satisfecho de acostar antes de que estallara una tormenta. Procedentes del oeste, unas pesadas nubes se amontonaban ya sobre la región, un fuerte viento no dejaba de aumentar y furiosas olas hacían peligroso el Nilo.

—Aquí reposa el corazón de Osiris —reveló Isis a Sekari—. Es la última parte de su cuerpo que debo recoger.

Los relámpagos cruzaban el cielo, rugió el trueno.

—Es la voz de Set —advirtió el agente secreto—. No parece dispuesto a facilitarte la tarea.

Compuesta, sin embargo, por hombres duros y acostumbrados al peligro, a la tripulación no le llegaba la camisa al cuerpo.

—Amarrad concienzudamente la embarcación —ordenó Isis—, y poneos a cubierto.

A pesar de las primeras gotas de lluvia, el asno y el perro acompañaron a la muchacha. De acuerdo con su costumbre, Sekari la siguió a cierta distancia, dispuesto a intervenir en caso de agresión.

La ciudad estaba desierta.

No había ni una sola casa abierta.

Isis tomó por la vía procesional que llevaba al templo, «el santuario del Medio».

De pronto, los dos animales se detuvieron. Sanguíneo gruñó.

Entonces, Isis vio aparecer al guardián del templo.

Era un enorme toro negro, un macho de más de dos metros de altura. Más poderoso que un león, ni siquiera temía el fuego, sabía ocultarse para sorprender a sus adversarios y se enfurecía a la menor provocación. Ni los mejores cazadores se arriesgaban a enfrentarse con él, dejando esa tarea para el faraón. ¿Acaso la temible bestia no llevaba el nombre de ka, potencia creadora e indestructible que se transmitía de rey a rey?

—Calma —recomendó Isis, acariciando al asno y al perro.

Sekari se interpuso.

—Retrocedamos despacio —dijo.

—Alejaos los tres —decidió Isis—. Yo seguiré adelante.

—¡Es una locura!

—No tengo otra salida. Iker me aguarda.

El toro salvaje, excelente padre de familia y buen educador, protector de sus semejantes heridos, se mostraba sociable y pacífico en el seno de su clan. En cambio, en solitario, podía desplegar una inaudita violencia.

Sin embargo, Isis se dirigió hacia él.

La única muerte que temía era la de Iker.

Ni el asno, ni el perro, ni Sekari huyeron. Al menor ataque del monstruo, socorrerían a la muchacha.

El toro arañaba el suelo con las pezuñas. La espuma cubría su rígida barba.

Isis consiguió captar su mirada y comprendió por qué los habitantes y los sacerdotes de Athribis habían abandonado su ciudad.

—¿Sufres, no es cierto? Permíteme que te ayude.

El animal respondió con un doloroso mugido.

Ella se acercó hasta tocar al debilitado coloso.

—Ojos llenos de pus, sienes enfebrecidas, raíces de las muelas inflamadas… Una enfermedad que conozco y que voy a curar. Tiéndete de lado.

A petición de la sacerdotisa, Sekari se apresuró a traer del barco los medicamentos necesarios. Viento del Norte y Sanguíneo se habían reunido con Isis, que instiló un colirio desinfectante y frotó las encías y, luego, el cuerpo entero del toro con almohadillas hechas de hierbas medicinales.

La lluvia cesó, la tormenta se alejaba.

El guardián del templo del Medio sudaba en abundancia.

—Excelente reacción —estimó la sacerdotisa—. Es señal de que el mal abandona tu cuerpo, la fiebre se ahoga y regresa tu vigor.

—¿No sería prudente apartarse? —sugirió Sekari.

—No debemos temer nada de este valioso aliado.

El monstruo se levantó y contempló, uno a uno, a los miembros del clan salvador. Un brusco movimiento de la cabeza no tranquilizó al agente secreto, pues las puntiagudas astas rozaron su pecho.

Isis acarició la enorme frente.

—Voy al templo del Medio —le anunció.

Aunque aceptaba la presencia del asno y del perro, el toro negro reservaba para Sekari una mirada más bien suspicaz. Obligándose a sonreír, éste consideró preferible sentarse y no moverse, esperando un rápido regreso de la superiora de Abydos.

La gran puerta del edificio estaba entornada.

Los sacerdotes, aterrorizados por el maleficio que abrumaba a su genio protector y hacía inhabitable la ciudad, habían abandonado el santuario.

De inmediato, setenta y un genios guardianes se habían apresurado a montar guardia alrededor de la capilla que contenía el corazón de Osiris. Seres híbridos, fieras, llamas, devoradores de almas, formaban un ejército indestructible e implacable.

Isis blandió el cuchillo de Tot, hecho de plata maciza.

—He aquí la gran palabra. Corta lo real y discierne el buen camino. No he venido como ladrona, sino como sierva de Osiris. Que su corazón anime el de Egipto y preserve el gran secreto.

Los genios guardianes concedieron libre paso a la viuda, regresaron a la piedra y volvieron a ser figuras esculpidas o jeroglíficos.

Ante el cuenco que contenía la valiosa reliquia, un escarabeo de jaspe.

—Oh, tú, maestro alfarero, modelador del nuevo sol, vive para siempre y sé estable como el pilar de la resurrección. Revélame el oro celestial, el camino de la vida en eternidad. Que ayer, hoy y mañana consumen el tiempo de Osiris y creen las transformaciones más allá de la muerte.

Cuando Isis salió del templo, el sol brillaba en el cenit. Mientras regresaban de los arrabales y del campo, los habitantes de Athribis vieron a la superiora de Abydos depositando la reliquia en los lomos del enorme toro negro. Aparentemente sano, el animal guió hasta el puerto una improvisada procesión.

Al verla, la sangre del capitán se heló.

Un acceso de cólera y las astas del gigante podrían dañar gravemente su embarcación.

No obstante, la calma de Isis lo tranquilizó, aunque no le desagradó soltar amarras y poner rumbo hacia la ciudad del sol, Heliópolis, la ilustre capital de la decimotercera provincia del Bajo Egipto, en el extremo sur del Delta, al norte de Menfis.

Sekari contemplaba a Isis, conmovido y admirado.

—Todas las partes del cuerpo osiriaco están ya reunidas; has llegado al final de tu búsqueda.

—Queda una etapa aún.

—¡Una simple formalidad, en principio!

—¿Crees que la reputación de Heliópolis impedirá que el Anunciador actúe?

—Probablemente, no… ¡Pero ha fracasado! A pesar de las numerosas trampas y agresiones, no ha conseguido interrumpir tu viaje.

—Subestimarlo sería un error fatal.

Sekari registró el barco de punta a punta.

¿Alguno de los miembros de la tripulación habría jurado fidelidad al Anunciador? Sekari los conocía a todos, es cierto. Pero tal vez uno de ellos hubiera sucumbido a las promesas de un brillante porvenir o al atractivo de una fortuna fácilmente ganada.

Ni el perro ni el asno manifestaban la menor suspicacia ante aquellos policías de élite, alumnos de Sobek y formados con mano dura.

¿Qué tipo de peligro les reservaba Heliópolis?

Un brazo del río que brillaba bajo el sol, un verde paraje, vastos palmerales, una ciudad-templo apacible y austera… Allí se levantaba el obelisco único, rayo de luz petrificada. Allí reinaban Atum, el Creador, y Ra, la luz en acto. Allí habían sido concebidos los «textos de las pirámides», conjunto de fórmulas que permitían al alma del faraón vencer la muerte y llevar a cabo múltiples transmutaciones en el otro mundo. Resultado de las percepciones espirituales de los iniciados de Heliópolis, las grandes pirámides del Imperio Antiguo traducían, de modo colosal, la eternidad osiriaca.

El centro de la ciudad se componía de santuarios independientes y complementarios a la vez, donde trabajaban un número reducido de especialistas. Ningún disturbio parecía haber alcanzado aquel territorio sagrado.

En el embarcadero, varios sacerdotes con la cabeza afeitada recibieron a Isis.

—Superiora de Abydos —dijo su portavoz—, nos alegramos de vuestra visita. Los ecos de vuestro viaje se propagan, y os ofrecemos nuestra ayuda.

Semejantes declaraciones deberían haber reconfortado a Sekari, pero curiosamente agravaron su inquietud. Demasiado sencillo, demasiado fácil, demasiado evidente… ¿Qué ocultaba aquella untuosa actitud?

—Quisiera ver al sumo sacerdote —solicitó Isis.

—Por desgracia, eso es imposible. Acaba de sufrir un síncope y ha perdido el uso de la palabra.

—¿Quién lo sustituye?

—Provisionalmente, uno de sus ayudantes. En caso de muerte, los permanentes propondrán el nombre de un sucesor a su majestad.

—Deseo hablar con ese sustituto.

—Lo avisaremos inmediatamente de vuestra llegada. Entretanto, podéis saciar vuestra hambre y descansar.

Un temporal acompañó a Isis, Sekari, Viento del Norte y Sanguíneo hasta el palacio destinado a los huéspedes distinguidos. El asno y el perro degustaron una copiosa comida y se durmieron ambos.

Nervioso, el agente secreto sólo bebió agua y examinó el conjunto de las estancias decoradas con pinturas que representaban flores, animales y diversos santuarios.

No descubrió nada anormal.

Cuando llegó el sustituto del sumo sacerdote, Sekari se ocultó tras una puerta y no se perdió ni una sola palabra de la conversación.

—Vuestra presencia nos honra —dijo el dignatario.

—Esta provincia se llama el Maestro tiene Buena Salud —recordó Isis—. Aquí custodiáis el cetro mágico de Osiris, que le permite mantener su coherencia uniendo las partes de su cuerpo. ¿Aceptáis entregármelo?

—¿Os servirá para la celebración de los misterios del mes de khoiak?

—En efecto.

—Supongo que el sumo sacerdote habría aceptado.

—No me cabe duda.

—Permitidme que consulte con los principales permanentes.

Las deliberaciones fueron breves.

El sustituto llegó con el cetro, envuelto en un lienzo blanco, y lo entregó a la joven. Su sombrío aspecto revelaba una profunda contrariedad.

—El éxito de vuestra búsqueda nos permite creer en la perennidad de Abydos. Pero, por desgracia, vuestro viaje no ha terminado.

—¿Qué queréis decir?

—Heliópolis no sólo poseía este cetro osiriaco, sino también el sarcófago donde deben reunirse las reliquias. Sin él, permanecerán inertes.

—¿Acaso ha desaparecido?

El sacerdote pareció turbado.

—¡No, claro que no! Sufría algunos desperfectos, y el sumo sacerdote decidió mandarlo a Biblos, la capital de Fenicia. Un carpintero de élite sustituirá allí las partes dañadas por un pino de primera calidad.

—¿Cuándo concluirá la restauración?

—Lo ignoro.

—El mes de khoiak se acerca, no tengo tiempo para esperar.

—Lo comprendo, lo comprendo… Si deseáis ir a Biblos y volver con el sarcófago, disponemos de una embarcación especializada en viajes entre Egipto y Fenicia.[30]

—¿Está la tripulación lista para zarpar?

—Reunir a los marinos requerirá poco tiempo. ¿Deseáis que me encargue inmediatamente de ello?

—Hacedlo en seguida.

El sustituto hizo una reverencia y se marchó presuroso.

Colérico, Sekari salió de su escondrijo.

—¡Tiene voz de hiena hipócrita! ¡Nunca había oído algo tan viscoso y empalagoso!

—No me gusta demasiado ese personaje —admitió Isis—, pero me ha procurado valiosas informaciones.

—¡Miente y te tiende una trampa!

—Es posible.

—¡Seguro! No lo escuches, Isis, los sacerdotes de Heliópolis han cometido una falta, el sarcófago ha sido destruido e inventan cualquier cosa para echar tierra sobre el asunto. Al mandarte a Fenicia, desean alejarte y, sin duda, eliminarte.

—Es probable.

—¡No tomes ese barco, entonces!

—Si hay una posibilidad, una sola posibilidad de lograrlo, debo intentarlo.

—Isis…

—Debo hacerlo.