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El gran tesorero Senankh sentía un absoluto respeto por el orden y el método. Por tanto, los despachos de la Doble Casa Blanca y el Ministerio de Economía eran modelos de organización y de limpieza. Cada funcionario conocía su papel concreto, y sus deberes prevalecían sobre sus derechos. Nada exasperaba más a Senankh que los jefezuelos que abusaban de su posición en detrimento de los demás y, especialmente, de los contribuyentes. Siempre acababa descubriendo a éstos y ponía un brutal término a su carrera. Puesto que ningún cargo estaba garantizado permanentemente, nadie holgazaneaba. Y el conjunto de la jerarquía se sabía responsable de un aspecto esencial de la prosperidad de las Dos Tierras.

Cuando cinco hombres armados irrumpieron en una de las salas de archivos del ministerio, el encargado no creyó lo que estaba viendo. Tras haber derribado a un guardia y dos escribas, pegaron al infeliz a una pared, amenazándolo con un cuchillo, desgarraron decenas de papiros contables, provocaron un incendio y huyeron.

Sin pensar en su propia seguridad, el encargado se quitó la túnica, trató de apagar el fuego y pidió ayuda.

Desesperado al ver cómo eran destruidos los valiosos documentos, se quemó las manos y los brazos, y habría perecido sin la rápida intervención de los refuerzos.

Oficialmente agonizante, el visir Sobek trabajaba sólo con un restringido número de colaboradores fieles, a quienes había formado en la época en que reorganizaba la policía. Eran hombres competentes, eficaces y discretos, y admiraban a su jefe.

—Una acción terrorista particularmente espectacular —advirtió uno de ellos al terminar su detallado informe—. Por fortuna, la vida de los heridos no corre peligro. Esta siniestra hazaña ha trastornado a uno de los miembros de la organización, puesto que nos ha dirigido una carta de denuncia. Conocemos a los culpables y su domicilio.

—¿Es eso plausible? —preguntó Sobek.

—Tras realizar la verificación, sí. Supongo que seguiremos aplicando nuestra estrategia y no intervendremos…

El visir reflexionó.

—Por lo general, organizan una serie de atentados. Esta vez ha sido una operación aislada, con esta denuncia. ¡Lo nunca visto! Nos están poniendo a prueba… ¡Sí, eso es! El jefe de la organización comprueba nuestra capacidad real de acción. Si permanecemos de brazos cruzados ante semejante oportunidad, la actitud le parecerá anormal, percibirá la trampa y no lanzará la gran ofensiva. Satisfechos de tener, por fin, una buena pista, intentaremos detener a los criminales. Y he dicho: intentaremos.

Mientras degustaba una oca confitada, el libanés escuchó el informe de su portero.

Utilizando la carta, tres brigadas de policías habían rodeado el domicilio de los terroristas, que no habían sido avisados. El libanés deseaba una verdadera verificación.

Mal coordinado, dadas las disensiones entre los jefes de brigada que defendían tácticas incompatibles, el asalto de las fuerzas del orden había resultado un fracaso. Los centinelas, intrigados por ciertos movimientos, se habían apresurado a avisar a sus compañeros y se habían visto obligados a degollar a uno de ellos, que se encontraba enfermo y era incapaz de desplazarse. Aunque muy movida, la huida de los miembros de la célula había tenido éxito.

Se imponían algunas conclusiones.

En primer lugar, la policía no disponía de ninguna pista seria. Desamparada, se arrojaba sobre la primera información que obtenía. Luego, Sobek el Protector ya no mandaba sus tropas, visiblemente desorganizadas, entregadas a sí mismas y privadas de una cabeza pensante.

El libanés compartía la opinión de Medes.

Se acercaba el momento de apoderarse de Menfis, preparando la totalidad de los grupos terroristas para que lanzaran una destructora ofensiva a la que no resistirían ni el cuartel principal ni el palacio real. Sería preciso golpear con fuerza y prontitud, provocar un terror tal que las últimas defensas de la capital se derrumbaran sin combatir realmente.

Había mucho trabajo en perspectiva, pero también la posibilidad de un brillante éxito. Allí, en Menfis, se decidiría el porvenir de Egipto. Tras su triunfo, el libanés se convertiría en el dueño absoluto. La nueva religión del Anunciador no le molestaría demasiado y él le ofrecería suficientes ejecuciones de infieles para satisfacerlo.

Dos estatuas de Sesostris protegían el templo principal de la undécima provincia del Bajo Egipto, el Toro Censado. El sumo sacerdote reservó un entusiasta recibimiento a Isis y le confió la valiosa reliquia, los dedos de Osiris, cuyos pulgares correspondían a los pilares de Nut, la diosa Cielo.

Sorprendido por la facilidad con la que la habían obtenido, Sekari temía las siguientes etapas, comenzando por Djedu, la capital de la novena provincia, el Andariego. Sin embargo, el lugar parecía de lo más favorable, puesto que se trataba de «la morada de Osiris, dueño del pilar»[28], centro de culto del dios donde, todos los años, se organizaba una fiesta en su honor. Vinculada a Abydos, la ciudad de Djedu estaba sumida en una atmósfera de recogimiento. Ya comenzaban los preparativos de las ceremonias del mes de khoiak.

En el atrio del templo, un extraño personaje. Con una toca adornada con dos plumas de Maat, un taparrabos de pastor, unas rústicas sandalias y un largo bastón en la mano, encarnaba al infatigable peregrino en busca de los secretos de Osiris.

—Soy el encargado de la palabra divina —declaró—. Quien la conozca alcanzará el cielo en compañía de Ra. ¿Sabréis transmitirla de la proa a la popa de la barca sagrada?

—La barca de este templo se llama la «Iluminadora de las Dos Tierras» —respondió Isis—. Lleva estas grandes palabras hasta el cerro de Osiris.

El Andariego apuntó con su bastón a Sekari.

—Que este profano se aleje.

—El «Círculo de oro» purifica y reúne —declaró el interpelado.

El Andariego, estupefacto, se inclinó. No imaginaba que un iniciado a los grandes misterios, que conocía la fórmula de apertura de los caminos, pudiera tener aquel aspecto.

—Una gran desgracia nos abruma —reveló—. La planta de oro[29] de Osiris ha desaparecido, el pájaro de luz ya no sobrevuela el cerro sembrado de acacias. Set tiene ahora el campo libre, Osiris permanecerá inerte.

Algunas cabras habían invadido el jardín del templo y comenzaban a devorar las hojas de las acacias.

—No temen mi bastón —deploró el Andariego—, y no consigo expulsarlas.

—Utilicemos otra arma —propuso Sekari, y comenzó a tocar la flauta.

A las primeras notas de una melodía grave y recogida, los animales abandonaron el pillaje, parecieron esbozar unos pasos de danza y se alejaron del lugar sagrado.

Al pie de una acacia pluricentenaria, la planta de oro de Osiris brotó de la tierra.

Lamentablemente, el pájaro de luz seguía ausente.

—¿Ha sido profanado el santuario? —preguntó Isis.

—Que la superiora de Abydos lo recorra y restablezca la armonía.

Al atacar Djedu, la ciudad osiriaca del Delta, el Anunciador debilitaba a Abydos. ¿Habría conseguido dañar la reliquia?

Isis cruzó el gran portal, entró en el dominio del silencio y bajó por la escalera que llevaba a una cripta cuyo umbral custodiaba Anubis. El chacal le permitió el paso y ella descubrió el sarcófago que albergaba el glorioso cuerpo del dios de la resurrección.

Las flores que componían la corona del señor del Occidente habían sido diseminadas.

Isis las reunió, reconstruyó la corona y la colocó frente al sarcófago.

Cuando salió del santuario, un espléndido ibis comata de pico y patas rojos y plumaje de un brillante verde sobrevolaba el santo cerro.

—Las almas de Ra y de Osiris comulgan de nuevo —advirtió el Andariego.

El pájaro akh conocía los designios de los dioses y revelaba una luz que por naturaleza no les era dada a los humanos, aunque la necesitaban para conquistar. Sin ella, Iker no saldría de la muerte.

El hermoso ibis se posó en la cumbre del altozano.

Allí, Isis recogió la reliquia de la provincia, la columna vertebral de Osiris.

Y el Andariego le ofreció las dos plumas de Maat que adornaban su tocado.

—Sólo vos sabréis manejarlas y utilizar su energía.

El portero del libanés parecía satisfecho.

—Ya nos hemos puesto en contacto con las tres cuartas partes de nuestras células. Todas se alegran ante la idea de pasar a la acción.

—¿Se respetan escrupulosamente las consignas de seguridad?

—Nuestros hombres se muestran extremadamente prudentes.

—¿No hay ninguna señal alarmante?

—Ni la más mínima. Patrullas, registros, detenciones, algunos desfiles de soldados… Las autoridades siguen dando palos de ciego.

—Que nuestros agentes de contacto no quieran quemar etapas. Un paso en falso pondría en peligro el conjunto de la operación.

—Todos conocen vuestras exigencias y las respetarán. ¿Puedo hacer pasar a vuestro visitante?

—¿Ha sido registrado?

—No lleva armas, la contraseña era correcta.

Joven, atlético y con la mirada vivaz, el compatriota del libanés trabajaba para él desde hacía mucho tiempo.

—¿Buenas noticias?

—Desgraciadamente, no.

—¿Prosigue esa sacerdotisa su inverosímil viaje?

—Pronto llegará a la vista de Athribis, la capital de la décima provincia del Bajo Egipto, y de Heliópolis, la vieja ciudad santa del divino sol. Allí obtendrá temibles poderes.

—¡No tan temibles, no tan temibles, no exageremos! La tal Isis es sólo una mujer, y su vagabundeo recuerda el recorrido de una loca que no se recupera de la muerte de su marido.

—Según los rumores, su paso provoca entusiasmo entre el personal de los templos —insistió el informador—. Parece capaz de romper los maleficios y desbaratar las trampas. No sé nada más, pues la escoltan soldados de élite y no puedo aproximarme a ella.

El detalle intrigó al libanés.

Así pues, Isis llevaba a cabo una misión concreta, bajo fuertes medidas de protección. ¿Acaso intentaba levantar la moral de los sumos sacerdotes y las grandes sacerdotisas? ¿Les transmitía un mensaje confidencial del rey? ¿Los ponía en guardia contra eventuales ataques de los partidarios del Anunciador?

Suponiendo que no se hubiera sumido en la demencia, el campo de acción de la viuda seguía siendo limitado. Perfeccionista, el libanés prefirió, sin embargo, no correr riesgo alguno.

—Le reservaremos una pequeña sorpresa —decidió—. ¿Tenemos algún agente en Heliópolis?

—El mejor del Bajo Egipto.

—Como a la sacerdotisa le gusta viajar, voy a proporcionarle la ocasión de hacer un largo viaje… sin regreso.

Nesmontu ya no podía estarse quieto. Durante su larga carrera, nunca había permanecido tanto tiempo alejado del terreno. Privado de su puesto de mando, del cuartel, de los hombres de tropa, se sentía inútil. La comodidad de la mansión de Sehotep estaba haciéndose insoportable. Su única distracción eran varias sesiones diarias de gimnasia, que no habría soportado un soldado joven y de excelente salud.

El ex Portador del sello real leía y releía los textos de los sabios. Uniendo a los dos hermanos del «Círculo de oro» de Abydos, una franca amistad les permitía soportar aquella penosa espera.

¡Por fin, la visita de Sobek!

—El jefe de la organización terrorista es un jugador de primera categoría —declaró el visir—. Es astuto y desconfiado, y considera la situación demasiado favorable.

—Nuestra ausencia de reacción le ha intrigado —advirtió Nesmontu—, y no cree en la descomposición del Estado. Dicho de otro modo, nuestra estrategia está fracasando.

—Al contrario —objetó el Protector, que relató los últimos acontecimientos.

—¡Tú también eres un jugador temible! —estimó Sehotep—. ¿Piensas ganar esta partida?

—Lo ignoro. No creo haber cometido ningún error, pero quién sabe si nuestro adversario morderá el anzuelo.

—¿Y los cortafuegos? —se preocupó Nesmontu.

—En su lugar —aseguró el visir—. He aquí el detalle.

La exposición duró más de una hora, y el general memorizó el dispositivo.

—Todavía quedan una decena de puntos débiles —analizó—. Ni un solo barrio de Menfis debe escapar a nuestro peinado. Cuando los terroristas salgan de su ratonera, o serán atrapados por la tenaza o se toparán con muros infranqueables.

Sobek anotó las mejoras a su plan.

—General, este forzoso retiro no ha alterado tu lucidez.

—¡Ya sólo faltaría eso! Si supieras hasta qué punto espero esa ofensiva enemiga… Por fin vamos a vernos las caras con esos asesinos y combatir al ejército de las tinieblas en campo abierto.

—El riesgo me parece muy alto —consideró el visir—. No conocemos el número exacto de los partidarios del Anunciador ni sus objetivos concretos.

—¡El palacio real, los despachos del visir y el cuartel principal! —afirmó Nesmontu—. Si se apoderaran de esos puntos estratégicos, provocarían una desbandada. Por eso mis regimientos se ocultarán alrededor de esos edificios. Sobre todo, no reforcemos la guardia visible.

Nesmontu ya dirigía la maniobra.

El visir se dirigió a Sehotep.

—El proceso avanza.

—Y va mal, supongo.

—Yo no he intervenido de ninguna forma —aseguró Sobek—. El tribunal no tardará en convocarte y en pronunciar su sentencia.