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Gergu se sentía angustiado y bebía en exceso. La cercanía del ataque final lo ponía nervioso. Sin embargo, la situación se aclaraba cada día más, y Menfis caería como una fruta madura en manos de los partidarios del Anunciador. El porvenir le reservaba, pues, un puesto de alta responsabilidad, una suntuosa villa y tantas mujeres como quisiera.

Las mujeres eran, precisamente, el principal problema de aquel momento. Debido a su violencia, las mejores casas de cerveza no aceptaban ya recibirlo ni proporcionárselas, aunque fueran extranjeras. Necesitaba recurrir a un establecimiento de tercera clase, situado junto a la casa que Medes le había atribuido a la bailarina Olivia, una impertinente utilizada para hacer caer en la trampa a Sehotep. Un duro fracaso, sancionado con la brutal muerte de la incapaz.

La taberna no tenía realmente buen aspecto.

—Quiero una moza —exigió Gergu.

—Primero se paga —precisó el propietario.

—¿Sirve este brazalete de cornalina?

—¡Oh, príncipe mío! Dispongo de dos pequeñas, extranjeras y sumisas. Llévalas a donde quieras.

Acompañado por aquellas tiparracas, Gergu le pidió al portero que vivía enfrente la llave de la casa que pertenecía a un tal Bel-Tran. Con aquel nombre, Medes poseía varios locales donde almacenaba gran cantidad de riquezas procedentes de sus operaciones comerciales ilícitas.

Las muchachas, que en un principio se habían mostrado dispuestas a cooperar, quedaron decepcionadas en cuanto Gergu las golpeó. Asustadas, comenzaron a aullar, y una de ellas consiguió huir.

Gergu, furioso, expulsó a la otra a puntapiés, cerró dando un portazo, entregó la llave al portero y fue a probar suerte a otra parte.

Discreto informador, al tabernero no le gustó el trato que habían recibido sus muchachas. Avisó a su oficial de contacto y le contó el incidente.

El policía interrogó al portero.

—¿Conocías al tipo?

—Sí y no. No sé su nombre, no es del barrio. Pero me parece haberlo visto ya, en la época en que una hermosa bailarina pensaba vivir en esta casa.

—¿A quién pertenece?

—A un comerciante, Bel-Tran.

—¿Y le entregaste la llave a ese bruto?

—Sí, puesto que venía de parte del propietario.

En tiempos normales, el policía habría archivado el asunto. Pero, dado el clima actual, había recibido, como sus colegas, la orden de investigar el menor incidente que pudiera llevar al descubrimiento de un escondrijo de los terroristas. Le pidió al portero una descripción precisa de Gergu, hizo un dibujo y se prometió registrar discretamente la morada de Bel-Tran cuando cayera la noche.

Para relajarse vengándose en un débil, Gergu acudió a la aldea del Cerro Florido. Abusando de su posición, obligaba al responsable de los graneros a pagarle algunos sobornos para evitar las fuertes multas que sancionaban imaginarias faltas y la pérdida de su empleo. Aterrorizado, el infeliz temía un informe firmado por el inspector principal, cuya palabra nadie ponía en duda.

Ver aparecer a Gergu le heló la sangre.

—¡Estoy… estoy en regla!

—¿Eso crees? La lista de tus negligencias me parece interminable. Por fortuna, me caes bien.

—¡Os pagué hace menos de un mes!

—Es una tasa suplementaria.

La esposa del responsable de los graneros intervino:

—Comprendednos, es imposible que…

Gergu la abofeteó.

—¡Silencio, hembra, y regresa a tu cocina!

El responsable chantajeado era miedoso, pero no soportaba que tocaran a su mujer. Esta vez, Gergu se había pasado de la raya. Sin embargo, se sentía incapaz de enfrentarse a él y terminó por someterse.

—De acuerdo, satisfaré vuestras exigencias.

La esposa de Medes estalló en sollozos.

El doctor Gua esperó a que terminara aquella nueva crisis de lágrimas, le auscultó el corazón y extendió una receta.

—Gozáis de una excelente salud física. Pero no diría lo mismo de vuestra psique.

Con una insólita dulzura, el facultativo deseaba comprender por qué aquella mujer rica y colmada sufría tan graves males.

—¿Acaso fuisteis víctima de un grave trauma durante vuestra infancia?

—No, doctor.

—¿Cómo calificaríais vuestras relaciones con vuestro marido?

—¡Maravillosas! Medes es un esposo perfecto.

—¿Os corroe alguna preocupación?

—Adelgazarme sin sacrificios… ¡y no lo logro!

Aquel espejismo irritaba al doctor Gua. No se limitaría a la fórmula «una enfermedad que no conozco y no puedo curar». Sentía que se hallaba muy cerca de la verdad, y pensó en un método aleatorio, eficaz a veces.

—Tomad escrupulosamente vuestros remedios —aconsejó—. Sin embargo, no serán suficientes. Tengo en mente una nueva terapia.

—¿No lloraré más y me sentiré bien?

—Eso espero.

—¡Oh, doctor, sois mi genio bueno! ¿Será… doloroso?

—En absoluto.

—¿Cuándo comenzamos?

—Pronto. Primero, los medicamentos.

Prepararía a la esposa de Medes para someterse a una delicada experiencia: la hipnosis. Tal vez sólo eso revelara las angustias que aquella paciente ocultaba en lo más profundo de sí misma.

Dirigiéndose a la decimoquinta provincia del Bajo Egipto, el Ibis, el capitán demostraba su maestría. Se sentía muy cómodo en aquel mundo acuático, y tomaba por instinto la decisión adecuada.

—¿Dónde debo acostar? —le preguntó a Isis.

—Espero una señal.

Allí, Tot había separado a Horus de Set, durante su terrible combate del que dependía el equilibrio del mundo. Apaciguando a ambos guerreros, adversarios para siempre, y reconociendo la legítima supremacía de Horus como sucesor de Osiris, el dios del conocimiento se había hecho intérprete de Maat.

Sekari examinaba las barcas de pescadores que dirigían señales de bienvenida a los viajeros. De pronto, el asno y el perro despertaron y observaron el cielo. Un inmenso ibis bajaba de las alturas hacia el navío.

Majestuoso, se posó en la proa, contempló durante largo rato a la sacerdotisa y de nuevo emprendió el vuelo.

La gran ave había depositado dos cuencos de alabastro, la piedra dura por excelencia, colocada bajo la protección de la diosa Hator.

—Están llenos del agua de Nun —afirmó Isis—. Facilitará la regeneración del cuerpo de Osiris.

Sin asombrarse por nada ya, el capitán adoptó el rumbo que le indicaba la superiora de Abydos: sureste, la vigésima provincia del Bajo Egipto, el Halcón Momificado.

Al alejarse de la ribera del Mediterráneo, la tripulación se sintió mucho mejor. Menos ciénagas, menos insectos agresivos, más campos cultivados y palmerales. El barco tomó una de las anchas ramas del Nilo; gracias a un permanente viento del norte, avanzaba con rapidez.

—¿Cuál es nuestro siguiente destino? —preguntó el capitán.

—La isla de Soped.

—¡Eso es territorio prohibido! Bueno, prohibido… para los profanos. Supongo que eso no nos concierne.

La leve sonrisa de Isis lo tranquilizó y, por pundonor, quiso maniobrar con toda suavidad.

En la isla vivía una pequeña comunidad de ritualistas, encargados de cuidar el santuario de Soped, el halcón momificado que llevaba la barba osiriaca. Dos plumas de Maat adornaban su cabeza.

La superiora, una esbelta morena de grave rostro, recibió a Isis.

—¿Quién es la señora de vida?

—Sejmet.

—¿Dónde se oculta?

—En la piedra venerable.

—¿Cómo vas a obtenerla?

—Penetrando su secreto con la espina de acacia, precisa y puntiaguda,[27] dedicada a Soped.

La morena condujo a Isis hasta el santuario. A los pies del halcón momificado se hallaba la espina de turquesa.

La sacerdotisa se la llevó a los ojos.

—De Ra, ser de metal, nació una piedra destinada a hacer crecer a Osiris —declaró la superiora de Abydos—. Esta obra oculta transforma lo inerte en oro. Hoy me es necesaria para consumar la resurrección.

La mirada del halcón llameó.

Con la punta de la espina, Isis tocó las dos plumas. La rapaz desplegó las alas y dejó ver una piedra cúbica de oro.

Bubastis, la capital de la decimoctava provincia del Bajo Egipto, el Niño Real, era una ciudad animada, de evidente prosperidad. Allí se celebraba una gran fiesta en honor a la diosa gata Bastet, durante la cual los participantes se olvidaban de cualquier gazmoñería.

Varios soldados acompañaron a Isis.

—Es extraño —estimó Sekari—. ¿Por qué no se manifiestan las criaturas del Anunciador? El no renuncia nunca, por lo que debe de haber previsto una emboscada mejor organizada que las anteriores. Aquí, tal vez. Sobre todo, no bajemos la guardia.

Viento del Norte y Sanguíneo permanecían atentos. Al ver al mastín, gran cantidad de gatos se dirigieron a posiciones más elevadas, fuera de su alcance.

Ante el templo principal, un coloso encarnaba el ka de Sesostris. El pequeño grupo le rindió homenaje e Isis le rogó que le diera fuerzas para llegar hasta el final de su búsqueda.

La hermosa superiora del colegio sacerdotal, de ojos rasgados, recibió a su homologa de Abydos en un jardín donde crecían un centenar de especies de plantas medicinales. Adeptos de la temible Sejmet, los médicos recogían allí los dones de la dulce Bastet, necesarios para la preparación de los remedios.

Bajo el sitial de su señora, un enorme gato negro de sorprendente tamaño contempló a Isis, luego se instaló cómodamente y ronroneó de satisfacción: aceptaba a la inesperada visitante.

—¿Percibe este jardín la claridad de la ventana del cielo? —preguntó Isis.

—Acaba de cerrarse y el fulgor del más allá ya no ilumina el cofre misterioso —deploró la gran sacerdotisa—. En adelante, permanecerá cerrado.

—Su contenido es indispensable para la celebración de los misterios —reveló Isis—. ¿Has pronunciado las fórmulas del conjuro?

—En balde.

Sekari estaba en lo cierto: el Anunciador no renunciaba. Al ocultar la ventana de Bubastis, cerraba un importante lugar de paso entre lo visible y lo invisible, e impedía a la viuda recoger un tesoro necesario para la reconstitución del cuerpo osiriaco.

—¿Acaso ha tenido un comportamiento extraño alguno de tus íntimos?

—Un permanente huyó llevándose el Libro de los tragaluces celestiales —reconoció la gran sacerdotisa.

Isis dio unos pasos por el jardín. Cuando se acercaba a una plantación de manzanilla, el enorme gato dio un salto. Habiendo descubierto a una víbora que se disponía a atacar a la paseante, clavó sus garras con notable precisión y mató al reptil de un solo mordisco.

La gran sacerdotisa de Bubastis se sentía descompuesta. Nunca una serpiente había violado el santuario.

—El gato del sol vence al asesino de las tinieblas —advirtió Isis—. Llévame a la capilla de la diosa.

Siete flechas la protegían.

Una a una, la viuda las lanzó hacia el cielo. Éstas se encajaron y formaron un largo trazo luminoso que desgarró el azur como si fuera un tejido y volvió a caer en el umbral de la capilla, cuya puerta de bronce abrió Isis.

En su interior, un cofre.

—Veo la energía que contiene, uno la fuerza de Set y la del enemigo, para que no dañen las partes del cuerpo de Osiris.

Con la ayuda de la punta de la flecha, una y séptuple al mismo tiempo, Isis corrió el cerrojo.

Sacó del cofre cuatro paños rituales que correspondían a los puntos cardinales. Simbolizaban Egipto reunido para gloria del resucitado y servirían como envoltura de la momia osiriaca.

—Te serán devueltos al finalizar el ritual de Abydos —prometió Isis a la gran sacerdotisa.

—El ladrón utilizará contra vos el Libro de los tragaluces celestiales.

—Tranquilízate, no llegará muy lejos. Y haré que te entreguen un nuevo ejemplar de ese texto.

El escultural gato reclamó unas caricias que la viuda le otorgó de buena gana antes de dirigirse de nuevo a su embarcación.

Encaramado en lo alto del mástil, el vigía señaló una anomalía.

Moviéndose al albur del agua se hallaba el cadáver del sacerdote vendido al Anunciador. Su mano derecha sujetaba un papiro empapado, ilegible ya.