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El ex ayudante del alcalde de Medamud multiplicaba sus pruebas de fidelidad. Sin dejar de criticar a su antiguo patrón, de deplorar su propio extravío y de alabar los méritos del nuevo consejo municipal, llevaba personalmente la comida y la bebida a los soldados de élite que vigilaban las obras del templo, en plena actividad, e impedían el acceso al bosque sagrado.

El discípulo del Anunciador estaba perdiendo la esperanza de encontrar a un charlatán. Los duros mocetones no hablaban con nadie y observaban estrictamente las consignas, limitándose a pronunciar unas breves palabras de agradecimiento. Sólo tenía una única certeza: desde su entrada en el dominio prohibido, donde se ocultaba el santuario de Osiris, el rey no había vuelto a aparecer.

Durante los funerales del octogenario, muy apreciado por los aldeanos, su asesino había hecho un vibrante elogio del desaparecido.

—Hemos perdido la memoria de la aldea —lamentó su confidente, casi de la misma edad—. Con él desaparecen muchos secretos.

—¡Cómo le habría gustado ver el nuevo templo! —exclamó el asesino—. Conocer al faraón fue su última y gran alegría. Lástima que nuestro rey se marchara tan de prisa. Su presencia, durante la ceremonia de inauguración, le habría conferido un carácter excepcional.

Las manos del anciano se crisparon sobre su bastón.

—El faraón no ha salido de Medamud —murmuró.

—¿Acaso dirige personalmente las obras?

—Creo que está viviendo la prueba de Osiris en pleno bosque sagrado.

—¿Y en qué consiste?

—Lo ignoro. Sólo el monarca es capaz de afrontarla, corriendo grandes riesgos. De su éxito depende la prosperidad del país.

—¡Roguemos para que lo consiga!

El anciano asintió.

El asesino se sentía jubiloso. ¡De modo que el gigante estaba en posición de debilidad! ¡Si el discípulo del Anunciador conseguía penetrar en el territorio de Osiris, tal vez lograra acabar con Sesostris!

Convertido en un héroe para su maestro y sus adeptos, obtendría una recompensa cuya magnitud no se atrevía a imaginar. Ya se veía como alcalde de Tebas, siendo adulado por los ciudadanos. Los oponentes serían implacablemente exterminados y el terror dominaría a los incrédulos.

Tenía que cruzar la barrera militar.

No podía contar con aliados, por lo que no tenía posibilidad alguna de apuñalar a un soldado, demasiado bien entrenado, sin llamar la atención de sus colegas.

Utilizaría, por tanto, un arma más sutil: poner droga en la comida.

También Medes estaba engordando. Al acercarse el día fatídico, comer lo calmaba.

Hambriento, compartió la abundante cena del libanés. El pato en salsa era digno de una mesa real. Y en cuanto a los grandes caldos, éstos habrían encantado a las almas de los ancestros el día de la fiesta del vino.

—He obtenido las confidencias de Senankh —reveló—. No me aprecia demasiado y desconfía de mí, pero le he hecho cambiar de opinión demostrándole mi absoluta fidelidad a la monarquía en este período de grave crisis. Desesperado, nuestro buen ministro quería huir y me aconsejaba que lo imitase. En vez de asentir, le he dado un buen meneo. ¿No consiste nuestro común deber en luchar contra la adversidad, asegurando a la población de Menfis que no corre riesgo alguno?

Medes soltó una carcajada; el libanés siguió impertérrito.

—Lancemos la ofensiva —recomendó el secretario de la Casa del Rey—. Nos enfrentaremos sólo a una resistencia desorganizada. Con Menfis en nuestras manos, el resto del país se derrumbará.

—¿No hay noticias de Sesostris?

—Yo seré el primero en disponer de ellas, puesto que tendré que redactar un decreto en cuanto se produzca su eventual regreso. No sé si está enfermo o se siente impotente, pero el caso es que el faraón no gobierna y la grieta provocada por su ausencia se ensancha cada día más.

—¿Y el visir?

—Está agonizando. Senankh ni siquiera lo visita ya.

—¿La reina?

—Por consejo mío, el ministro de Economía intentará incitarla a recuperar su rango para afirmar la continuidad del poder. ¡Fracaso asegurado! La depresión de la gran esposa real confirma la decadencia de Sesostris, incapaz de mantener el gobernalle del Estado, o incluso su muerte.

—¿El ejército?

—Dividido en clanes dispuestos a matarse entre sí. Privado del general en jefe, se descompone. Y la policía no está en mejor estado. ¡Egipto está enfermo, muy enfermo! Rematémoslo antes de que una improbable sacudida le haga esperar la curación.

El libanés degustó varias clases de cremosos quesos, acompañados por un embriagador vino tinto de la ciudad de Imau.

—¿Por qué no hay noticias del Anunciador? —se inquietó.

—¡Porque las fuerzas del orden han aislado por completo el paraje de Abydos! —respondió Medes—. No dejan salir a nadie. Intentar enviarnos un mensaje sería suicida.

—Necesito una orden formal para iniciar el ataque decisivo —interrumpió el libanés.

—¿Acaso dudas de la debilidad del adversario?

—¿Y si Senankh está haciendo la comedia?

—¡También yo lo he pensado! Ese tipo es astuto, desconfiado y un hábil táctico. Pero acaba de perder todos sus puntos de orientación. Sé juzgar a los individuos: éste ha sucumbido al desamparo.

—Demasiado bonito —juzgó el libanés.

Medes estalló.

—Querías ver la reacción tras nuestras operaciones puntuales, incendios, robos, fechorías diversas, y ya la has visto: patrullas ineficaces e investigaciones inútiles, como de costumbre. Por mi lado, te procuro informaciones de primera mano y me encuentro en pleno centro de la pseudoresistencia de un Estado que está disolviéndose. Asume tus responsabilidades, el Anunciador te recompensará por ello.

—Mi instinto me dicta prudencia.

Medes levantó los brazos al cielo.

—¡Y por eso renunciamos a la toma de Menfis!

—Hasta hoy me ha evitado muchos disgustos.

—¿Tienes miedo a la hora de tomar el poder?

Los negros ojillos del libanés se clavaron en Medes.

—Trabajo junto al Anunciador desde hace mucho más tiempo que tú y no permitiré que nadie me acuse de cobardía. Recuérdalo: no vuelvas a repetir eso nunca más.

—¿Qué decides?

—Una última verificación, en forma de espectacular atentado, y la denuncia de una de nuestras células. ¿Corresponderá la reacción de las autoridades a tus optimistas previsiones?

Tras la partida de Medes, el libanés terminó la bandeja de postres. En cuanto fuera nombrado jefe de la policía política y religiosa, eliminaría al arrogante secretario de la Casa del Rey.

—¿Dirección? —preguntó el capitán a Isis.

—El Occidente, tercera provincia del Bajo Egipto.

El viaje había cambiado de naturaleza y en nada se parecía al descenso por el valle del Nilo, de Elefantina a Menfis. Isis intentaría recoger las reliquias osiriacas del Delta pasando primero por el oeste, volviendo luego hacia el este antes de tomar la dirección del sur y llegar a la provincia de Heliópolis, que era conocida como el «Maestro tiene Buena Salud». Si los dioses le permitían conseguirlo, tendría entonces la totalidad de los elementos necesarios para reconstituir el cuerpo osiriaco, indispensable soporte de la resurrección de Iker.

El capitán disfrutaba. Temperatura ideal, viento perfecto, condiciones de navegación idílicas, tripulación de hombres fuertes que no protestaban ante el esfuerzo… ¿Tendría que revisar su opinión sobre las mujeres a bordo? No, porque aquélla no se parecía a ninguna otra.

Al acercarse al castillo del Muslo, templo principal de la provincia, Isis pensó en el «Bello Occidente», la maravillosa diosa de dulce sonrisa que recibía a los justos de voz en el más allá. Allí descansaban en paz, dotados de una vida transfigurada, alimentada de Maat. ¡Un destino excesivamente precoz para Iker! Su marido aún no había agotado sus cualidades, tenía que proseguir su camino terrenal y prolongar la obra de Sesostris.

Cuando atracaban, Viento del Norte soltó tal rebuzno que estibadores y pasmarotes quedaron petrificados.

—Problemas a la vista —advirtió Sekari.

La agresiva actitud de Sanguíneo no lo desmentía.

Una delegación de sacerdotes y soldados solicitó subir a bordo. Isis prefirió bajar por la pasarela. Un cuarentón de hundidas mejillas le gritó:

—¡Marchaos de inmediato, este lugar está maldito!

—Debo ir al santuario.

—Es imposible, nadie podría cruzar el campo de los escorpiones. Unos monstruos han despertado y han matado a la mayoría de mis colegas. Un enorme cocodrilo habita ahora el lago sagrado, impidiendo cualquier purificación.

—Intentaré conjurar esta suerte.

El superviviente se enojó.

—¡Marchaos, os lo ordeno!

Isis avanzó.

Un soldado intentó agarrarla, pero el mastín dio un salto y lo arrojó al suelo. Ante una señal de Sekari, los arqueros apuntaron al cortejo.

—Nadie trata así a la superiora de Abydos.

—Ignoraba que…

—¡Largaos, hatajo de cobardes! Lo que ocurra será responsabilidad nuestra.

Sekari, aunque dudaba del resultado, no quería que le faltara altivez.

Y cuando vio el número de escorpiones, negros y amarillos, que hormigueaban por el jardín y el atrio del templo, dudó más aún.

Isis no retrocedió.

—Tot pronunció la gran palabra que da la plenitud a los dioses —recordó—. Ensambla a Osiris para que viva. Vosotros, los hijos de Serket, diosa del estrecho paso hacia la luz de la resurrección, regente de las alturas del cielo y de la elevación de la tierra, ¡no os opongáis a la viuda! Instilad vuestro veneno en el corazón de la impureza, abrasad lo perecedero, picad al enemigo. Que vuestra llama inmovilice a mis adversarios y despeje mi camino.

Las peligrosas criaturas se detuvieron, y una a una, fueron metiéndose bajo las piedras. Sekari creyó en la eficacia de las palabras mágicas, hasta que un escorpión negro trepó por la túnica de Isis.

Ella tendió la mano.

El venenoso aguijón parecía dispuesto a herir.

—Indícame el emplazamiento de la reliquia.

El arácnido se calmó. Isis lo dejó en el suelo y lo siguió.

El animal la condujo al lago sagrado.

La sacerdotisa bajó los primeros peldaños de la escalera. Ascendiendo de las profundidades, apareció un gigantesco cocodrilo.

En su lomo, los muslos de Osiris.

Tras haber atravesado, a su vez, el campo de los escorpiones, Sekari retuvo a su hermana.

—¡Ten cuidado, te lo ruego! Ese monstruo no tiene un aspecto conciliador.

—Recuerda los misterios del mes de khoiak, hermano mío del «Círculo de oro». ¿No adopta Osiris la forma del animal de Sobek para atravesar el océano primordial?

Sekari recordó la exploración del Fayum durante la que Iker, condenado a ahogarse, había sido salvado por el dueño de las aguas, un enorme cocodrilo.

El genio del lago se acercó a Isis, que se encontraba sumergida hasta el pecho. Sus fauces se abrieron y dejaron ver unos amenazadores colmillos.

—Tú, el seductor de hermoso rostro, el raptor de mujeres, prosigues tu trabajo de agrupador.

Una especie de ternura brotó de los minúsculos ojos del cocodrilo. Isis tendió las manos y recogió las reliquias.

El capitán sintió el intenso placer de demostrar sus cualidades de navegante eligiendo el mejor itinerario con destino a la decimoséptima provincia del Bajo Egipto, el Trono. Aun experto, otro marino se habría perdido en aquel dédalo acuático, cercano a la costa mediterránea. Advirtiendo los menores caprichos de aquellas aguas sembradas de distintas trampas, se adaptaba a ellas en todo instante.

La corriente, unas veces rápida y otras inexistente, variaba a menudo. Exigía una extremada vigilancia y una rápida reacción.

—¿Cuál es nuestro destino? —preguntó el capitán a Isis.

—La isla de Amón.

—¡Siempre la he evitado! Según la leyenda local, los fantasmas impiden acceder a ella. Yo no lo creo, pero los curiosos no escaparon al naufragio.

—Abordaremos la punta norte, que está expuesta a los vientos marinos.

El capitán no pensó en discutir y se preocupó de la maniobra. Inquieto, Sekari trató de descubrir a eventuales agresores.

La isla parecía desierta.

—Yo desembarcaré primero —decidió el agente secreto.

Isis aceptó.

Acompañado por un Sanguíneo de humor juguetón, Sekari descubrió un trozo de tierra desértica, cuyos únicos habitantes eran los mosquitos.

Ningún santuario, ninguna capilla que pudiera contener una reliquia. Viento del Norte exploró el lugar en busca de alimento. De pronto, se detuvo ante una planta de tallo rojo y flores blancas.

Isis se arrodilló y excavó la blanda tierra, de la que sacó los puños de Osiris.