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Durante la comida, Senankh, a quien generalmente tanto le gustaba vivir bien, se limitó a mordisquear algunos alimentos y bebió más que de costumbre.

—¡Los menfitas tienen miedo, Medes, y somos incapaces de tranquilizarlos!

—¿No debería intervenir su majestad?

—Ignoramos dónde se encuentra el faraón —reconoció el ministro de Economía—. La Casa del Rey ya no recibe directriz alguna.

—La reina…

—Permanece en silencio y solitaria, el visir agoniza, Sehotep aguarda su condena. Debo encargarme de los asuntos corrientes, pero tengo las manos atadas por lo que se refiere a la seguridad. Ni la policía ni el ejército me escucharían.

Medes adoptó un aire aterrorizado.

—¿Sesostris… acaso Sesostris…?

—Nadie se atreve a pronunciar la palabra fatal. Tal vez se haya retirado a un templo. Sea como sea, la desaparición de Iker lo ha destruido y el Estado carece de jefe.

—Hay que nombrar al sucesor de Nesmontu y desplegar el ejército —sugirió Medes.

—Cada oficial superior dirige un clan de irreductibles, ¡y están devorándose mutuamente! Nos encontramos al borde de la guerra civil y no veo ningún medio para impedirla. Afortunadamente, los terroristas sólo han realizado, aún, acciones puntuales. Si estuvieran mejor informados, lanzarían una gran ofensiva y se apoderarían fácilmente de Menfis.

—¡Increíble! —exclamó Medes—. ¡Intentemos, vos y yo, coordinar nuestras fuerzas!

—La policía obedece a Sobek, y el ejército a Nesmontu. Para ellos, somos algo desdeñable, un obstáculo incluso.

—No me atrevo a comprender…

—Permanecer en Menfis sería una locura, no escaparíamos de los motines ni del ataque terrorista. El régimen va a derrumbarse, debemos partir.

—No, me niego a hacer eso. ¡Sesostris reaparecerá, volverá a imponerse el orden!

—Admiro el valor. Pero, en determinadas circunstancias, se convierte en estupidez. Es inútil negar la evidencia.

Medes dejó de comer y bebió, una tras otra, sin recuperar el aliento, dos copas de vino.

—Sin duda existe una solución —soltó con voz temblorosa—. ¡No podemos abandonarlo todo!

—Es Maat lo que nos abandona —deploró Senankh.

—¿Y si los terroristas fueran menos poderosos de lo que imaginamos? ¿Y si sus fechorías se limitaran a una simple guerrilla urbana?

—Su jefe, el Anunciador, desea la muerte de Osiris, la decadencia del faraón y la destrucción de nuestra civilización. Muy pronto verá realizados esos tres deseos.

—¡Ni hablar! —rugió Medes—. Huir no sería digno de nosotros. ¿Adonde iríamos, además? Luchemos aquí, reunamos a los fieles a Sesostris y proclamemos nuestra decisión en voz muy alta.

La reacción del secretario de la Casa del Rey sorprendió a Senankh. Lo consideraba un profesional concienzudo y un hábil cortesano, pero lo creía aferrado sólo a su propia comodidad y muy poco dispuesto a sacrificarse.

—Incluso reducida —prosiguió Medes—, nuestra primera institución sigue existiendo. Es imposible difundir un decreto, pero nada nos impide afirmar la perennidad del poder. El faraón ha abandonado Menfis a menudo, y la reina asegura la continuidad del Estado. Habladle, os lo ruego, y convencedla de que resista. El enemigo no ha salido victorioso aún.

—¿Seremos realmente capaces de resistir?

—Estoy convencido de ello. Militares y policías necesitan sentirse gobernados.

—Lo intentaré —prometió Senankh.

—Por mi lado, haré correr noticias tranquilizadoras —aseguró Medes—. Nuestra confianza en el porvenir desempeñará un papel esencial.

Desconcertado, el gran tesorero abandonó la mesa.

Tal vez debería haberle revelado a Medes el plan de Sobek el Protector. Pero, fiel a la palabra dada, Senankh calló. Cambió de opinión y se sintió feliz de contar con el secretario de la Casa del Rey entre los más ardientes defensores de Sesostris.

La embarcación de Isis llegaba a otro mundo, el del Bajo Egipto. Tras haber zigzagueado entre dos desiertos, el Nilo se acomodaba y formaba un vasto delta. Del río nacían siete brazos que alimentaban un incalculable número de canales que, a su vez, regaban una región verde y poblada de palmerales.

En el puerto secundario de Menfis, Sekari había procedido a realizar un cambio de tripulación. Los arqueros de Sarenput, encantados de regresar a casa, no olvidarían nunca el valor de la sacerdotisa. Uno tras otro, le agradecieron su protección.

Los nuevos marinos pertenecían a las fuerzas especiales fundadas por Nesmontu. El nuevo capitán, bravucón y mal hablado, conocía hasta el último rincón de aquellos parajes inhóspitos, y sabía navegar tanto de día como de noche. Originario de una aldea de las ciénagas costeras, no temía las serpientes ni los insectos, y no utilizaba mapas.

—¡Una mujer! —exclamó al descubrir a la viuda—. ¿No pensará viajar en mi barco?

—Es su barco —precisó Sekari—, y vas a obedecerla.

—¿Bromeas?

—Nunca cuando estoy al servicio de la superiora de Abydos.

El capitán contempló a Isis con ojos suspicaces.

—No soporto que se burlen de mí. ¿Qué significa esta historia?

—Nuestro país corre un grave peligro —reveló la joven—. Debo recoger rápidamente unas reliquias esparcidas por el Bajo Egipto. Sin vuestra ayuda, no lo lograré.

—Entonces, ¿sois realmente…?

—¿Estás dispuesto a zarpar?

—Mi amigo Sekari ha elegido la tripulación, y confío en él. Sin embargo…

—Te daré los destinos; tú mandas. Los remos se beneficiarán de la magia de Ra, los vientos nos serán favorables. Sin embargo, numerosos enemigos intentarán acabar con nosotros.

El capitán se rascó la cabeza.

—He llevado a cabo muchas misiones insensatas en mi maldita vida, pero ésta las superará a todas. Basta de cháchara. En marcha. Si he comprendido bien, tenemos poco tiempo. ¿Primera etapa?

—Letópolis, capital del Muslo, segunda provincia del Bajo Egipto.

El sumo sacerdote, dulce y afable, dispensó una entusiasta acogida a la superiora de Abydos. No iba a buscar una parte del cuerpo osiriaco, sino uno de los cetros del dios.

—¿Hay algún grave peligro que justifique vuestra gestión?

—Por desgracia, sí.

—¿Está amenazado el dominio de Osiris?

—Mi misión consiste en protegerlo. Si me entregáis el símbolo del triple nacimiento,[26] me proporcionaréis una valiosa ayuda.

—Es un honor satisfaceros.

Juntos, Isis y su anfitrión evocaron los misterios de la luz, de la matriz estelar y de la tierra. Luego, él abrió las puertas de una capilla y sacó de ella el cetro con las tres correas de cuero.

Isis palpó la primera.

La materia permaneció inerte.

—¡Volved a probarlo!

La muchacha tocó la segunda, sin más resultado.

—¡Teníais que empezar por la tercera!

La sacerdotisa siguió la recomendación.

Nuevo fracaso. Su interlocutor vaciló.

—¡No —masculló—, no lo creo!

—Se trata de una falsificación —concluyó Isis—. Además de vos, ¿quién tiene acceso a esta capilla?

—Mis dos adjuntos, un nonagenario nacido en Letópolis y un joven temporal. ¡Confío del todo en ellos!

—¿No deberíais abrir los ojos?

—No supondréis que…

—Uno de ellos ha robado el verdadero cetro y lo ha sustituido por una copia desprovista de eficacia.

—¡Semejante fechoría aquí, en mi templo!

El ritualista comenzó a sentirse mal; Isis impidió que se derrumbara.

—El deshonor, la vergüenza, el…

—¿Dónde se alojan vuestros ayudantes?

—Junto al lago sagrado.

—Interroguémoslos.

Aunque en un principio vaciló, el sumo sacerdote se mostró dispuesto a colaborar. A la emoción y la decepción les sucedió una sorda cólera. La injuria hecha a su dignidad le despertaba el deseo de descubrir al culpable y entregarlo a la justicia. El nonagenario había sido arrancado de su siesta, y tenía muy clara la cabeza. Concretó sus horas de servicio y agradeció a los dioses que le concedieran semejante felicidad. Desde su punto de vista, no había ninguna novedad: Letópolis vivía días tranquilos y él una vejez feliz.

El dignatario llamó a la puerta del segundo ayudante.

Pero no obtuvo respuesta.

—No es normal… ¡No debería estar ausente!

—Entremos.

—Violar su intimidad…

—Es un caso de fuerza mayor.

La pequeña morada estaba vacía, al igual que los cofres de la ropa.

—Ha huido —admitió el sumo sacerdote—. ¡Era un ladrón!

—Intentemos encontrar alguno de sus efectos personales.

Sólo quedaba una estera usada.

—Bastará —estimó Isis.

La joven enrolló la estera y la puso a la altura de los ojos. Poco a poco, entró en contacto con su propietario, lo vio claramente y distinguió su entorno.

Petrificado, el ladrón contemplaba el cetro que había sacado de su relicario, sustituyéndolo por una fiel imitación.

Se había convertido en discípulo del Anunciador, y esperaba obtener una enorme recompensa rompiendo aquel símbolo del poder de Osiris.

Hasta ese momento, su tarea había resultado fácil. Por la ingenuidad de su superior, por la ausencia de vigilancia en la capilla, por su nueva morada fuera de la ciudad… Muy pronto irían a buscarlo y lo llevarían lejos de Letópolis, para unirse a las filas de los futuros dueños de Egipto. A las puertas de aquel gran destino, vacilaba en destruir aquel auténtico tesoro. Su función de temporal le había ofrecido tantas revelaciones que experimentaba las peores dificultades en profanar el objeto sagrado. Ciertamente, la nueva religión lo atraía, sobre todo por las ventajas concedidas a los hombres y por la absoluta sumisión de las mujeres, criaturas perversas dispuestas a exhibir sus atractivos. Dada su conversión, se creía apto para olvidar sus deberes y su pasada existencia, para hacer desaparecer, pues, aquel simple mango de acacia al que se habían fijado tres correas de cuero.

Por décima vez, la hoja de su cuchillo las rozó. Y, por décima vez, renunció a hacerlo.

Furioso contra sí mismo, se laceró los brazos y el pecho. El olor de la sangre lo calmó. Al día siguiente, la de los impíos correría a chorros.

Aquella certidumbre le devolvió el mordiente.

¡Vencería la magia de Osiris! Tomó de nuevo su arma y decidió librarse de una vez de su molesto latrocinio.

Pero de pronto se abrió la puerta de su madriguera.

Sorprendido, el sacerdote detuvo su gesto y vio cómo se arrojaba sobre él un hombre robusto que lo agarró por las piernas y lo derribó. El ladrón soltó su cuchillo, aturdido. Sekari le puso una cuerda al cuello.

Isis tomó el cetro.

Perdiendo los nervios, el ladrón hizo apología del Anunciador y maldijo a sus adversarios. Finalmente, el agente secreto, cansado de sus invectivas, lo dejó sin sentido.

Cuando Isis tocó la primera correa, la del nacimiento luminoso, el azul del cielo se volvió más intenso, por efectos de un sol radiante.

Unos rayos de oro envolvieron el templo, la mirada de las estatuas se vio animada por una vida sobrenatural.

El contacto con la segunda correa provocó, en pleno día, la aparición de numerosas estrellas. De la matriz estelar, que rodeaba el cielo y la tierra, nacían a cada instante las innumerables formas de la creación.

Cuando la joven manipuló la tercera correa, las flores brotaron de la tierra, y el jardín, situado ante el santuario, se adornó con mil colores.

La viuda depositó el cetro en el cesto de los misterios y regresó al navío.