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Al alba, el Rizos abandonó su madriguera. Menfis despertaba, las golondrinas danzaban, muy arriba, en el cielo. Se distribuía el pan caliente y la leche fresca, comenzaban las primeras conversaciones.

Un vendedor de tortas le ofreció una.

—Intervención inmediata.

—¿Fuente?

—El libanés en persona.

—¿Contraseña de confirmación?

—¡Gloria al Anunciador!

—¿Segunda contraseña?

—¡Muerte a Sesostris!

El Rizos mordisqueó una torta y avisó al Gruñón. Ambos, satisfechos de pasar por fin a la acción, se separaron. Cada uno de ellos sabía lo que debía hacer.

—Las cosas comienzan a moverse —declaró el policía encargado de la vigilancia de la casa sospechosa—. Nuestros vigías han visto al Rizos y al Gruñón saliendo de su casa y partiendo en direcciones opuestas. Algunos especialistas se relevan para seguirlos.

—Sobre todo que no los pierdan de vista —exigió el visir Sobek.

—No hay ningún riesgo. ¿Cuándo tenemos que interceptarlos?

—No intervendréis.

—Si atacan a inocentes o destruyen algunos bienes, nosotros…

—Es una orden formal: sean cuales sean las circunstancias, no intervendréis. Quien desobedezca será acusado de traición y recibirá una pesada condena. ¿He sido lo bastante claro?

El policía tragó saliva.

—Muy claro, visir Sobek.

El Rizos despertó a los que dormían.

Vendedores ambulantes, tenderos, artesanos, se habían fundido entre la población. Convertidos en chivatos de la policía, algunos la abrevaban con informes tranquilizadores y contribuían al arresto de pequeños delincuentes, reforzando así su credibilidad.

Provocar disturbios los alegraba. Los menfitas, que se creían a salvo de nuevos atentados, iban a sufrir una buena desilusión. De la inseguridad nacería el pánico, favorable al asalto del ejército de las tinieblas.

La primera operación tuvo lugar por la noche, en el puerto.

Tras la marcha de los estibadores, el Rizos y cinco terroristas más incendiaron un almacén no vigilado en el que se conservaban fardos de lino.

El humo invadió el cielo de Menfis, brotaron gritos de alarma.

Crispados, los policías que asistieron a aquella fechoría maldijeron las órdenes de sus superiores.

Los recién casados paseaban por las orillas del Nilo. Disfrutaban de una tranquila felicidad, y les gustaba tomar el fresco tras una jornada de trabajo, lejos de la agitación de la ciudad.

De pronto, un hombre armado con un cuchillo les cerró el paso.

—Media vuelta —decidió el marido.

Tras ellos, el Gruñón y tres comparsas armados con garrotes.

—Dadme vuestras joyas y vuestra ropa. De lo contrario, os golpearemos hasta que muráis.

—Obedezcamos —aconsejó la esposa.

—¡No dejaré que me roben! —exclamó el marido.

Un garrotazo le segó las piernas. El infeliz aulló de dolor. Rápidamente, su mujer se quitó el collar, los brazaletes y los anillos.

—Tomadlo todo —imploró—, ¡pero no nos matéis!

—Tu túnica y la suya, vuestras sandalias, ¡pronto! —exigió el Gruñón.

Desnudas, humilladas, desoladas, las víctimas intentaron consolarse, sin ni siquiera mirar cómo se alejaban sus agresores.

El policía encargado de seguir a los terroristas apretó los dientes.

El escriba contó los pesos utilizados en el mercado. Puntilloso, llevaba un registro que su superior jerárquico examinaba todas las semanas. En veinte años de buenos y leales servicios no había cometido ni un solo error. Los clientes, seguros de no ser engañados, compraban sus mercancías con toda confianza.

Algunos listillos habían intentado sobornarlo o devolverle unos pesos falsos tras alguna transacción dudosa. Todos habían acabado en la cárcel, pues el Ministerio de Economía no bromeaba con la equidad.

Concluida su verificación, el escriba se disponía a cerrar la puerta de su despacho y pensaba en la excelente cena que le esperaba: codornices asadas, habichuelas, queso fresco y redondos pasteles de miel. ¡Un festín para celebrar el aniversario de su esposa!

La irrupción del Rizos y dos mocetones blandiendo cuchillos lo dejó estupefacto.

—¡Salid inmediatamente!

De un puñetazo en el vientre, el Rizos hizo callar al funcionario.

El infeliz cayó pesadamente y sin aliento. Su cabeza chocó contra un muro y se desvaneció.

—Asoladlo todo —ordenó el Rizos a sus compañeros.

Los terroristas destrozaron los archivos y arrojaron los restos sobre el cuerpo de su víctima.

En el exterior, ocultos, los policías permanecieron inmóviles.

El general Nesmontu y Sehotep escucharon atentamente el detallado informe del visir. Incendios, agresiones a civiles, robos, saqueos de despachos… Menfis sólo hablaba de aquellas fechorías y criticaba la incompetencia y la debilidad de las fuerzas del orden.

—Sólo el Rizos y el Gruñón han salido de su madriguera —declaró Sobek—. No ha intervenido ningún otro grupo terrorista. Una vez cometidos sus delitos, los dos bandidos y sus cómplices han regresado a su madriguera. Como suponía, el jefe de la organización se muestra especialmente prudente y pone a prueba nuestra capacidad de reacción. He enviado, pues, patrullas a todas partes. No descubrirán nada y demostrarán nuestro desconcierto.

—Tras tan graves incidentes, ¿sigues negándote a actuar? —protestó Nesmontu.

—Sekari únicamente ha descubierto un solo nido de demonios. Forzosamente existen varios. El Anunciador habrá dividido la ciudad en zonas, y el éxito de su ofensiva dependerá de la rapidez de sus tropas.

—¿Cómo vas a contrarrestarlo?

Sobek soltó una risita.

—¡Eso, general, es cosa tuya! Yo te he proporcionado un detallado plano de la ciudad, y tú me indicarás el mejor modo de distribuir nuestros soldados con una perfecta discreción.

—¡Eso despertaría a un muerto! —se entusiasmó Nesmontu.

—Naturalmente, tú tomarás el mando en cuanto se inicie el ataque terrorista.

—¿Y mi sucesión?

—Se lleva a cabo de acuerdo con nuestros planes. Los oficiales superiores se desgarran mutuamente, pues todos quieren obtener el puesto de general en jefe. Ausente el rey, enfermo el visir, no asoma en el horizonte decisión alguna. El ejército y la policía están paraliza dos, no puede promulgarse ningún decreto.

—¿Le has hecho a Medes esta confidencia? —preguntó Sehotep.

—Creo preferible que no sepa nada. Así, su comportamiento no variará. Si algún espía del Anunciador lo observa, advertirá la progresiva desorganización de los servicios del Estado.

—¿Y Sehotep? —se preocupó el general.

—La justicia debe seguir su curso —declaró con gravedad el visir.

La tripulación contemplaba a Isis con admiración. Superar el obstáculo de la isla en llamas, provocar el viento del sur, procurarse unos remos ligeros, fáciles de manejar y de increíble eficacia… ¡Aquella sacerdotisa hacía milagros!

La embarcación llegó a la vigésimo primera provincia del Alto Egipto, la Adelfa Posterior, una de las zonas fértiles del país, gracias al canal que regaba el Fayum.

Sekari conocía bien la región y recordaba las múltiples aventuras vividas junto a Iker. Pese a las emboscadas, había conseguido salvarlo de los agresores. ¿Cómo imaginar que el lugar más peligroso iba a ser Abydos?

—No te reproches nada —le aconsejó Isis.

—No estaba allí en el momento elegido por el Anunciador y, por tanto, no cumplí correctamente con mi función. Cuando el rey reúna de nuevo el «Círculo de oro», presentaré mi dimisión.

—Cometerías un grave error, Sekari.

—Ya lo he cometido.

—No es ésa mi opinión. ¿Pero le concedes tú la menor importancia?

La pregunta turbó al agente secreto.

—Sólo el faraón y tú sois capaces de vencer al Anunciador. El «Círculo de oro» os ayudará sin desfallecer.

—En ese caso, nada de dimisiones. De lo contrario, traicionarás a Iker.

El barco se acercaba a la ciudad del Cocodrilo, capital de la provincia, surcada por los canales. Construida sobre un gran cerro elevado, la pequeña urbe dormitaba bajo el sol. Se alimentaba allí a un enorme cocodrilo, encarnación de Sobek. Su hembra, apenas menos imponente, llevaba pendientes de oro y pasta de vidrio.

—¿Qué reliquia debemos recoger? —preguntó Sekari.

—Hasta hoy, he obtenido todas las descritas en el Libro de geografía sagrada de Abydos. Ahora bien, el templo de esta ciudad celebra todos los años una primera reunión de los miembros divinos. Al regenerar el antiguo sol en pleno gran lago, el cocodrilo de Sobek vence a las tinieblas y proclama la realeza de Osiris, hallado y resucitado.

En el embarcadero reinaba la animación habitual. Los estibadores descargaban los barcos, algunos escribas anotaban la naturaleza de las mercancías y su cantidad.

—Espera, voy a explorar los alrededores.

—¿Qué temes?

—Dada la situación, desconfío de los lugares tranquilos.

Durante la ausencia de Sekari, la tripulación comió y bebió; también Sanguíneo y Viento del Norte. El mastín disuadió a los curiosos de que examinaran la embarcación de muy cerca.

A su regreso, el agente secreto parecía inquieto.

—El templo está cerrado. Debemos investigar sin llamar la atención, pues he advertido miradas hostiles.

Acompañada por Viento del Norte, Isis merodeó por los alrededores del santuario. Tras ella, Sanguíneo con todos los sentidos alerta.

La sacerdotisa se dirigió a una vendedora de pescado.

—Deseo hacer una ofrenda en el templo.

—¡Tendrás que esperar, hermosa! Los sacerdotes han abandonado el lugar a causa de un maleficio. Si no regresan, el cocodrilo nos devorará.

—¿Adonde han ido?

—Al dominio de la llama, una isla perdida al norte del gran lago. Si no se produce un milagro, perecerán ahogados.

—¿Quién podría llevarme allí?

—El batelero conoce su emplazamiento, pero detesta a las mujeres bonitas y exige un precio exorbitante. Olvídalo, hermosa, y abandona la región. Pronto será presa de los demonios.

La calma del perro y del asno tranquilizó a Isis: nadie la seguía. Sekari, por su parte, no había descubierto ningún individuo amenazador.

—El Anunciador nos ha precedido —afirmó.

—Debo cambiar de aspecto y convencer al batelero de que me acompañe al lugar donde se han reunido los sacerdotes.

—¡Es una trampa!

—Ya lo veremos —decidió Isis.

Con el pelo gris, la tez terrosa y ataviada con una pobre túnica, Isis se había transformado en una anciana. Cuando subió a bordo de la barca del batelero, un hombre sin edad y de gran talla, éste permaneció sentado y ni siquiera la miró.

—¿Podrías llevarme hasta el dominio de la llama?

—Lejos y caro. No creo que puedas permitírtelo.

—¿Cuánto pides?

—No me conformaré con un mendrugo de pan y un odre de agua fresca. ¿Tienes un anillo de oro?

—Aquí está.

El batelero examinó largo rato el objeto.

—También quiero una tela de primera calidad, equivalente a ciento cincuenta libras de espelta y un cuenco de bronce.

—Aquí está.

Él la palpó y la dobló.

—¿Conoces los Números?

—El cielo es Uno; Dos expresa el fuego creador y el aire luminoso; Tres son todos los dioses; Cuatro las direcciones del espacio; el Cinco abre el espíritu.

—Puesto que sabes ensamblar la barcaza, ésta te llevará a tu objetivo. Evita la estancia de tala; los partidarios de Set te aguardan allí.

El batelero abandonó la embarcación que, por sí sola, se dirigió hacia el gran lago. Sorprendido, Sekari permaneció en el muelle.

Una espesa bruma cubría el dominio de la llama. El trasbordador se abrió camino por un dédalo de líquidos ramales y se detuvo ante un islote cubierto de hierba. Agitando los brazos, los sacerdotes del templo de Sobek pidieron socorro.

Isis, manejando el gobernalle, se acercó. Debía sal varios.

Ocultos detrás de sus rehenes, obligados a cooperar, los setianos blandían lanzas.

Un pelícano sobrevoló el islote. De su abierto pico brotó un rayo de sol cuya intensidad disipó la niebla y abrasó la estancia de tala y también a sus verdugos.

Sanos y salvos, los sacerdotes saludaron a su salvadora.

—Que el pico del pelícano se abra de nuevo para ti y deje salir a la luz el resucitado —le dijo a Isis el decano del colegio sacerdotal—. Al dar su sangre para alimentar a sus pequeñuelos, encarna la generosidad de Osiris. Así se regeneran las reliquias del Alto Egipto. Llegando hasta aquí, tú las haces plenamente eficaces.