El aullido del Anunciador despertó a Bina. La muchacha, aterrada, besó la frente de su señor, cubierta de sudor. Con los ojos despavoridos, parecía extraviado en un mundo inaccesible.
—¡Os conjuro a que volváis! Sin vos, estamos perdidos.
Las convulsiones del Anunciador la horrorizaban. Él entreabrió la boca, la baba cubría sus labios. Presa de una crisis de epilepsia, mascullaba palabras incomprensibles.
Bina le dio un masaje de los pies a la cabeza, se tendió sobre él y suplicó al mal que abandonara a su señor y se apoderara de ella.
De pronto, aquel gran cuerpo se animó.
Un fulgor rojo pobló de nuevo la mirada del Anunciador.
—Isis ha destruido el nido del halcón-hombre —deploró.
La hermosa morena rompió a sollozar y abrazó al dispensador de la verdadera creencia.
—¡Salvado, estáis salvado! Ya aniquilaréis a la impía. Ninguna hembra podría resistir vuestro poder.
Él se incorporó y le acarició el pelo.
—Tú enseñarás a tus semejantes la necesidad de someterse a los hombres. Las mujeres, criaturas inferiores, debéis obedecerlos para salvar vuestra alma. Vuestro sexo os impide salir de la infancia. Al permitir a las mujeres acceder a las más altas funciones, Egipto se niega a observar los Mandamientos de Dios. La futura religión no tendrá sacerdotisa alguna.
—¿Y esa tal Neftis…?
—Me dará placer antes de ser lapidada. Ésa será la suerte reservada a las impúdicas.
—Permitidme que os seque y os perfume.
Apreciando la dulzura de Bina, el Anunciador recordó dolorosamente la muerte de la rapaz de las tinieblas y la desaparición del nido de los espectros, que habían salido del infierno para perseguir a los humanos. Isis obtenía una hermosa victoria al derribar un obstáculo que él consideraba infranqueable.
¿Por qué tanto empecinamiento? Con Iker muerto, destruido el recipiente sellado, impotente el faraón, la superiora de Abydos debería haberse consumido en la desesperación.
Suficientemente formados e informados, sus discípulos acabarían eliminando de una vez por todas a esa loca, ebria de dolor. Su insensato combate no conducía a ninguna parte.
Se imponía una tarea urgente.
—Desnúdate —le ordenó a Bina—, y tiéndete.
La hermosa morena se apresuró a obedecer. ¿Acaso ofrecerse a su señor no era la más hermosa de las recompensas?
En vez de gozar de su cuerpo, el Anunciador posó un candil sobre su ombligo y trazó unos signos en su frente.
—Cierra los ojos, concéntrate, piensa en nuestro enemigo Sesostris, cuyo nombre acabo de escribir. Tu carne lleva así la marca del adversario. ¡Qué lo maldiga y lo rechace!
El Anunciador repitió una y otra vez las fórmulas que enseñaba a sus discípulos. En el futuro, constituirían la única ciencia que deberían conocer, y cada fiel las pronunciaría diariamente.
Bebiendo sus palabras, Bina entró en trance.
Los jeroglíficos que formaban el nombre del faraón se dilataron hasta volverse ilegibles; luego se licuaron. Una sangre negra inundó el rostro de la médium.
El Anunciador se alegró.
Sesostris no saldría de su sueño. El lecho de resurrección sólo contendría un cadáver, y el padre se reuniría con su hijo en las profundidades de la nada.
Al acercarse a la caverna de Pajet, la diosa guepardo de la decimosexta provincia del Alto Egipto, Sanguíneo gruñó y Viento del Norte arañó la cubierta con nerviosos cascos.
—Tranquilizaos —recomendó Isis—, conozco el lugar.
Durante la celebración de un ritual, la joven sacerdotisa había encarnado allí el viento del sur y había provocado la inundación. Entre los privilegiados que habían sido autorizados a contemplar la ceremonia estaba Iker. Turbada, ella había asumido su papel como si él no existiera. Sin embargo, desde aquel instante, le resultó imposible olvidarlo, aunque no sospechó que iba a ser el único hombre de su vida.
—Ten cuidado —recomendó Sekari—. El comportamiento de Viento del Norte y de Sanguíneo indica un peligro.
Isis no desdeñó la advertencia. Sin embargo, aquella diosa guepardo era una fiera aliada. «Grande de magia», ofrecía a los iniciados de Abydos la capacidad de afrontar su destino y ponerlo en armonía con Maat. Más aún, garantizaba la coherencia del cuerpo osiriaco al que defendía contra las múltiples agresiones.
La fiera debería haber salido de la gruta. La sacerdotisa, intrigada, avanzó.
De la oscuridad brotó una cobra de desmesurado tamaño.
Los arqueros tensaron la cuerda de sus arcos y apuntaron al monstruo.
—¡No disparéis! —ordenó Isis.
Pajet, «la que Araña», dominaba los fuegos destructores convirtiéndose en reptil, capaz de combatir con los enemigos del sol.
Isis se prosternó.
—Heme de nuevo ante ti. Hoy, la supervivencia de Osiris está en peligro. He venido a pedirte la reliquia cuya protección aseguras.
Agresiva, la cobra se preparaba para atacar.
—¡Voy a matarla! —anunció Sekari.
—¡No te muevas! —ordenó Isis.
En la ribera, la sacerdotisa trazó nueve círculos. En el centro, una serpiente enrollada.
—Encarnas la espiral de fuego que asciende hacia la luz, el camino que hay que seguir para salir de las tinieblas. En ti se consuman las mutaciones del renacimiento. Examina mi corazón, contempla la pureza de mis intenciones.
Cuando la lengua de la cobra rozó la frente de la sacerdotisa, Sekari estuvo a punto de disparar una flecha mortal, pero respetó la voluntad de la superiora de Abydos.
Isis sustituyó la cabeza de la serpiente por la de un guepardo.
De inmediato, el inmenso reptil se deslizó hasta el dibujo, siguió el trazado de los nueve círculos y se tragó su propio cuerpo.
El rugido de la fiera dejó estupefacta a la concurrencia.
Sumisa, aceptó las caricias de la joven y la acompañó a la gruta. Pese a su aparente calma, ni Viento del Norte ni Sanguíneo estaban tranquilos. Sekari y los arqueros seguían listos para disparar.
Cuando Isis volvió a salir del antro de Pajet, llevaba consigo la valiosa reliquia: los ojos de Osiris.
La vigésima provincia del Alto Egipto, la Adelfa Anterior, merecía su nombre. Innumerables bosquecillos adornaban la ribera y los aledaños de la capital, el Hijo-del-Junco,[25] símbolo de la realeza. Como esa sencilla planta destinada a múltiples usos, el faraón servía a su pueblo en cualquier instante.
Cerca del templo había un gran lago que protegía un dios carnero.
—Demasiado tranquilo —consideró Sekari.
Un muchachito se acercó a los visitantes.
—¡Bien venidos! ¿Deseáis beber algo?
—¿Quién eres? —preguntó el agente secreto, suspicaz.
—El más joven de los sacerdotes temporales de este templo.
—Llévanos ante tus superiores.
—Los sacerdotes permanentes están enfermos.
—¿Una epidemia?
—No, una comida en mal estado hecha en común. La fiebre los hace delirar.
—¿Quién les preparó ese alimento en mal estado?
—El sustituto del cocinero habitual. La policía quiso interrogarlo, pero huyó. ¿Deseáis ver al responsable de los temporales?
Huraño, éste dispensó un distante recibimiento a Isis y a Sekari.
—Como los permanentes están ausentes, voy sobrecargado de trabajo y no tengo tiempo que perder en chácharas. De modo que sed breves.
—Muéstranos la reliquia osiriaca —exigió Sekari.
El sacerdote se atragantó.
—¿Por quién os tomáis?
—¡Inclínate ante la superiora de Abydos y obedece!
Ante la prestancia de Isis, el responsable sintió que su interlocutor no exageraba.
—No estoy cualificado para…
—Tenemos prisa.
—Bueno… Seguidme.
El sacerdote los condujo hasta la capilla de la reliquia, una pequeña estancia cuyos muros estaban cubiertos de textos referentes al nacimiento del «Grande en forma de los siete rostros», el hijo de la luz divina aparecido bajo el loto primordial.
—No estoy autorizado a entrar aquí, y menos aún a abrir el naos.
—Dejemos que actúe la superiora —decidió Sekari, llevando fuera a su anfitrión.
Isis leyó en voz alta el ritual grabado en la piedra.
Éste, convirtiéndose en palabra viva, apaciguó a los genios guardianes que impedían el acceso al relicario y se abrió así paso.
Cuando salió del templo, Isis llevaba las manos vacías.
—La reliquia ha desaparecido —declaró.
—Eso es imposible —repuso el responsable de los temporales—. ¡Los guardianes invisibles habrían matado al criminal!
Dado el dispositivo mágico que protegía el relicario, el argumento no carecía de peso.
Isis y Sekari tuvieron el mismo pensamiento: el Anunciador, sólo él era capaz de acabar con las mejores defensas.
—Descríbeme al sustituto del cocinero —pidió el agente secreto.
—Es un profesional serio, llegado de una aldea cercana. No hay razón alguna para desconfiar de él.
—¿Ningún curioso ha merodeado alrededor del templo en estos últimos días?
—Nada fuera de lo normal.
Isis se sentó al pie de una columna.
El Anunciador, o uno de sus demonios, se había apoderado de la reliquia, que ya no podía ser encontrada, y había puesto así fin a su búsqueda. Lo único que podía hacer ya era regresar a Abydos y ver a Iker por última vez.
—Ven conmigo —murmuró una voz infantil.
La superiora se volvió y descubrió al joven temporal, con el rostro iluminado con una bondadosa sonrisa.
—Perdóname, pero estoy cansada, tan cansada…
—Ven, te lo ruego.
Finalmente, Isis accedió.
El muchacho la llevó al interior del templo cubierto. Juntos, penetraron en la capilla de Ra. En un altar, la barca de madera dorada del dios de la luz.
—Desde hacía varios días, los presagios me inquietaban —reveló—. Unas fuerzas malignas merodeaban, mis superiores no se tomaban en serio la amenaza. Entonces, decidí intervenir y ocultar la reliquia. ¿Acaso no se dice que los brazos de Osiris son los remos de la barca de Ra? A ti, y sólo a ti, puedo revelar mi secreto.
Isis se acercó al altar.
El extremo de los dos grandes remos se desatornillaban. Éstos contenían los miembros superiores del señor de Abydos.
La sacerdotisa quiso darle las gracias a su salvador, pero había desaparecido. Por la sonrisa de Isis, Sekari comprendió que acababa de producirse un acontecimiento favorable.
—Proseguimos nuestro viaje —anunció ella—. En adelante, nuestros remos tendrán la potencia de los brazos de Osiris.
—Tu magia…
—No, la intervención del muchacho. ¿Cómo se llama? —le preguntó al responsable de los temporales.
—¿Un chiquillo en el templo?
—El más joven de los sacerdotes.
—Con todos mis respetos, superiora, pero os equivocáis. El más joven tiene veinte años.
Isis contempló el sol.
Nacido del loto, el hijo de la luz había intervenido en su favor.
—Ayúdame a levantarme —ordenó el libanés a su intendente.
Moverse le resultaba sumamente difícil; racionar su consumo de golosinas, imposible. Lo corroían demasiadas preocupaciones e incertidumbres. Gracias a las golosinas, su cerebro seguía funcionando y mantenía la sangre fría.
En plena noche, recibió a Medes, que parecía nervioso y agitado.
—La vigilancia de los chacales de Sobek parece haberse relajado. Sin embargo, no me fío.
—Una muestra de longevidad —consideró el libanés—. ¿Hay noticias del visir?
—No sale de su habitación, y su secretario particular se encarga de los asuntos corrientes. Padece una enfermedad que ni el propio doctor Gua no sabrá curar. Se espera el fatal desenlace de un momento a otro.
—Nesmontu muerto, Sobek moribundo… ¡Excelente!
—Más aún, no tengo que redactar ningún decreto real.
El libanés mascó un meloso dátil empapado en licor.
—¿Cómo interpretas esta situación?
—La hipótesis parece maravillosa, pero creíble: o Sesostris ha muerto, o es incapaz de gobernar. Privado de dirección, Egipto se va a pique.
—¿Y la reina?
—Se halla postrada en sus aposentos.
—¿Senankh?
—No se recupera de la desaparición de su amigo Nesmontu. Es víctima de una depresión, y cada vez trabaja menos.
El libanés se rascó el mentón.
—¡Admirable concurso de circunstancias! En mi lugar, nadie vacilaría en lanzar la ofensiva.
—¿Por qué tantas reticencias?
—Mi instinto, sólo mi instinto…
—A veces, una prudencia excesiva resulta perjudicial. Menfis se nos ofrece, ¡pues tomémosla!
—Antes hay que hacer una última comprobación —decidió el libanés—. Efectuemos operaciones puntuales. Si el adversario no reacciona eficazmente, ordenaré que intervengan la totalidad de nuestras células.