30

Menfis dormía, pero no el general Nesmontu. Tras una suculenta cena, recorría la terraza de la villa de Sehotep. El viejo general, indiferente a la soberbia vista de la capital, no soportaba estar sin hacer nada. Se sentía inútil lejos de los cuarteles y de los hombres de tropa.

El elegante Sehotep se reunió con él. Privado de las veladas mundanas durante las que sondeaba el alma y las intenciones de los dignatarios, sin poder proseguir su programa de renovación y construcción de templos, el escriba de vivaz mirada y ágil inteligencia se marchitaba.

—Estoy engordando —deploró Nesmontu—. Tu cocinero prepara platos tan suculentos que no puedo resistirme a ellos. ¡Cómo no hago ejercicio, la obesidad me acecha!

—¿Deseas escuchar algunas Máximas de Ptah-Hotep acerca del autodominio?

—Me las sé de memoria y me duermo repitiéndolas. ¿Por qué nos impone Sobek tan larga espera?

—Porque quiere asestar un golpe certero.

—¡Pero si Sekari ha descubierto un nido de terroristas! Los saco de allí, los interrogo, me confiesan el nombre de sus jefes y decapitamos el ejército de las tinieblas.

—No luchamos contra un enemigo cualquiera —recordó Sehotep—. Acuérdate de Trece-Años y sus semejantes. El fanatismo multiplica su odio, no se rinden, no hablan y prefieren morir. Sobek adopta la mejor estrategia: hacer creer a los terroristas que tienen el campo libre.

—¡Pues no se manifiestan demasiado!

—Las informaciones deben circular y adquirir credibilidad, especialmente tu muerte y la enfermedad incurable de Sobek. Se acabó el general en jefe, se acabó el visir, querellas entre los pretendientes a funciones vitales: ¡qué soberbia ocasión para lanzar una ofensiva! Pero los lugartenientes del Anunciador son prudentes, no darán ese paso antes de estar seguros de vencer.

—¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Qué asomen la punta de la nariz, entonces!

—No tardarán en hacerlo —predijo Sehotep.

—Me gustaría compartir tu optimismo.

—Y, sin embargo, no es mi sentimiento predominante.

—¡Deja ya de atormentarte! Tu inocencia quedará demostrada.

—El tiempo juega en mi contra. Poco importa si el faraón salva las Dos Tierras y preserva Abydos.

Con las manos a la espalda, Nesmontu comenzó a caminar de nuevo de un lado a otro. Y Sehotep contempló la capital, presa ofrecida a temibles depredadores.

Furioso por haber sido destituido, el ex ayudante del alcalde de Medamud, sin embargo, salía bien librado. Era espía del Anunciador en Medamud, y la llegada de Sesostris le extrañaba.

¡El faraón no se había desplazado sólo para castigar al alcalde! Al hacer algunas preguntas sobre el templo de Osiris, revelaba su verdadero objetivo: encontrar un santuario olvidado, destruido probablemente desde hacía mucho tiempo.

El terrorista volvía a ser un simple aldeano, por lo que se afeitó el bigote, se puso un taparrabos de campesino y merodeó alrededor de las obras donde trabajaban los artesanos llegados de Tebas. Estaban perfectamente organizados, y se distribuían en equipos día y noche. ¡También aquello era un comportamiento insólito! ¿Por qué deseaba el monarca una reparación tan rápida? ¿Por qué vigilaban el paraje unos guardias de élite?

Era evidente que el rey daba una gran importancia a Medamud.

Si el ex ayudante descubría las razones de aquel sorprendente comportamiento, el Anunciador le concedería un ascenso. Abandonaría aquella mediocre aldea y se trasladaría a vivir a Menfis, a una hermosa morada. Reducidos al estado de criados, algunos altos dignatarios satisfarían sus menores deseos. Semejante porvenir implicaba correr algunos riesgos. Con la cabeza baja, ofreció unas tortas tibias al capitán de los guardias.

—Regalo del nuevo alcalde —dijo—. ¿Queréis más?

—No te diré que no.

—Esta noche os traeré puré de habas. El rey, en cambio, debe de preferir manjares refinados. ¿Qué debo encargarle al cocinero del alcalde?

—No te metas en eso.

—¿Está enfermo su majestad?

—Ve a buscar el resto de las tortas.

El mutismo del capitán era muy elocuente. Sesostris estaba inmovilizado por algún impedimento importante, a menos que estuviera llevando a cabo un rito vinculado al santuario osiriaco de Medamud.

¿Cruzar el cordón de seguridad? Imposible.

El ex ayudante se deslizó hasta más allá del templo y, para su gran sorpresa, advirtió que el bosque sagrado, inaccesible desde hacía varias generaciones, estaba también bajo estrecha vigilancia.

¡El rey… el rey había cruzado la barrera vegetal! Sólo aquel gigante podía apartar a los demonios que asfixiaban a los curiosos.

Durante la restauración y la ampliación del templo, Sesostris resistía en pleno centro de aquel jardín prohibido. ¿Cómo acceder a él y descubrir sus intenciones?

De buen grado o por la fuerza, un hombre lo ayudaría: el octogenario que presidía el consejo de ancianos.

El viejo, sentado en una silla de paja, contemplaba al ex ayudante con negra mirada.

—El santuario de Osiris no existe. Es sólo una leyenda.

—¡Deja ya de mentir! Convenciste a toda la población para preservar un secreto, y quiero conocerlo.

—¡Tonterías! Sal de mi casa.

—Incluso a tu edad se aprecia la vida, y más aún la de los propios hijos y los propios nietos. Respóndeme o lamentarás tu obstinación.

—¿Te atreverías…?

—Tengo mucho que ganar, ¡no me importan los medios!

El octogenario no se tomó la advertencia a la ligera.

—El santuario existe, en efecto, aunque está en ruinas.

—¿Y no alberga criptas que escondan un tesoro?

—Es posible.

—Cuidado, ¡estoy perdiendo la paciencia!

—Es cierto, dos capillas subterráneas.

—¿Qué contienen?

El anciano sonrió.

—Están vacías.

—¡Bromeas!

—Compruébalo, pues.

—Hazme una descripción exacta del lugar.

El viejo lo hizo.

Acto seguido, convencido de la sinceridad de su informador, el discípulo del Anunciador lo estranguló. Dada su avanzada edad, la familia pensaría que había sido una muerte natural.

Quedaba por encontrar el medio de introducirse en el bosque sagrado, apoderarse del fabuloso tesoro y descubrir los manejos del rey.

¡Con un poco de suerte, incluso podría acabar con él!

Imaginar la recompensa hizo perder la cabeza al asesino. Tras haber instalado a su víctima en la cama, salió de su modesta morada y fue a comer.

Sekari admiró el pequeño cetro de marfil gracias al cual Isis provocaba que se levantara un poderoso viento del sur, que permitía a la embarcación navegar a una velocidad excepcional.

—Pertenecía al rey Escorpión, uno de los monarcas de los orígenes enterrado en Abydos —indicó Isis—. Mi padre me lo confió para modificar el destino. Este cetro y el cuchillo de Tot son mis únicas armas.

—Olvidas tu amor por Iker, un amor único e indestructible. Lo que unisteis en esta tierra perdurará.

Ipu, la capital de la novena provincia del Alto Egipto, estaba orgullosa de su templo. Éste albergaba un extraordinario testimonio de su dios protector, que había dado su nombre a la región: el Meteorito de Min. Caída del cielo a comienzos de la primera dinastía, aquella piedra nacida de las estrellas garantizaba la prosperidad y la fertilidad.

Pese a su vestidura ritual, un sudario blanco que recordaba el paso por la muerte, el dios Min afirmaba el triunfo de la vida del modo más evidente: con el sexo perpetuamente en erección, fecundaba el cosmos y la materia en todas sus formas.

Isis acudió al templo. Un ritualista custodiaba la puerta de las purificaciones.

—Desearía ver a vuestro superior.

—¿Para qué?

—¿Acaso me impedirás el acceso al castillo de la Luna? Aquí se escucha al universo y se transcribe su mensaje.

El guardián palideció. En unas pocas palabras, la muchacha demostraba su calidad. ¿Acaso no conocía uno de los nombres secretos del templo y las virtudes de la reliquia osiriaca?

Una vez efectuadas las purificaciones, el sacerdote invitó a la visitante a meditar en el gran patio al aire libre, mientras él iba a buscar a su superior.

Éste no tardó. Imponente cuarentón, no se andó con fórmulas de cortesía.

—¿Cuándo visteis vos el castillo de la Luna?

—Durante mi iniciación a los Dos Caminos.

—Pero entonces…

—Soy Isis, la superiora de Abydos, y deseo recoger la reliquia de este templo.

El sumo sacerdote no necesitó más explicaciones. Puesto que era preciso reconstituir de nuevo el cuerpo osiriaco, una resurrección, semejante a la del maestro de obras Imhotep, se estaba preparando.

Así pues, confió a la joven iniciada las orejas de Osiris.

A gran velocidad, la embarcación prosiguió su viaje hacia el norte. La magia de Isis dilataba el tiempo, contraía las horas, atenuaba la fatiga de la tripulación y mantenía su vigor.

Atravesaron sin incidentes varias provincias, hasta llegar a la altura de la gran ciudad de Khemenu,[24] la ciudad de Tot y de la Ogdoada.

Sekari sintió que Isis estaba nerviosa.

—¿Debemos hacer escala aquí?

—En principio, no. Nuestra próxima etapa es el santuario de la diosa guepardo Pajet. Pero presiento un peligro.

Por encima de sus cabezas revoloteaba un extraño halcón. Desprovisto de la majestad del animal de Horas, parecía cubierto de sangre y se entregaba a desordenados movimientos. En lugar de garras, tenía unas enormes zarpas.

Isis palideció.

—¡El halcón-hombre procedente del caldero del infierno! Un aparecido que lacera a sus enemigos, destruye sus bienes y su descendencia.

—Una criatura del Anunciador —dijo Sekari, lanzando un bastón arrojadizo.

La rapaz lo evitó. Furiosa, lanzó gritos que ningún oído humano había oído aún. La presencia de las orejas de Osiris impidió a la tripulación volverse loca de terror.

—¡A proa —aulló el capitán—, una isla en llamas!

Cruzando el Nilo, formaba un obstáculo infranqueable.

—El nido del halcón-hombre —estimó la viuda—. Recordemos las palabras del rey durante el ritual de las cosechas: «Osiris ha venido de la isla de la llama para encarnarse en los cereales.» El Anunciador, apoderándose del fuego, pervirtiendo la naturaleza del halcón, intenta hacer que Egipto se vuelva estéril e imprimirle el sello de la muerte. ¡Combatámoslo!

Pese a su determinación, los arqueros de Sarenput no dejaban de temblar.

—Empuñad los remos —ordenó Isis.

—El río hierve —advirtió el capitán—. No tenemos la menor posibilidad de pasar.

—Gracias al cetro «Magia», el fuego no abrasará nuestros remos y el agua no los mojará.

Sekari dio el ejemplo, los demás lo imitaron.

En la isla se agitaban unas formas torturadas. Intentando encarnarse al alimentarse del brasero, se resquebrajaban, caían hechas pedazos, volvían a formarse de un modo anárquico y lanzaban gritos de odio.

Sólo Isis, Viento del Norte y Sanguíneo osaban contemplar las convulsiones de isefet. Puesto que vivían plenamente la armonía de su ser, el asno y el perro no temían al enemigo de Maat.

Desplegando todas sus fuerzas, los marinos esperaban escapar de aquella pesadilla. De hecho, sus remos permanecían intactos.

—Acostemos —ordenó Isis.

El capitán creyó haber oído mal.

—¿Queréis decir… que nos dirijamos a la ribera y abandonemos el navío?

—No, acostemos en la isla.

—¡Moriremos!

La superiora de Abydos cogió un arco y disparó una flecha hacia lo alto de la llama mayor, donde se ocultaba el halcón-hombre.

El monstruo, atravesado, estalló en una explosión de chispas que emanaron un olor pútrido.

—Acostemos —repitió Isis.

La intensidad de las llamas disminuía, pues se devoraban entre sí; los adversarios de la luz se desgarraban mutuamente.

Cuando Isis puso el pie en un lecho de brasas sin quemarse, una ráfaga tempestuosa apagó el incendio y dispersó el humo.

Sanguíneo dio un brinco y devoró a un espectro que se había retrasado. Con las orejas erguidas, la nariz al viento y aire tranquilo, el asno desembarcó a su vez.

Los marinos blandieron sus remos y aclamaron a Isis. Siguiendo a Sekari, pusieron sus pies en el suelo de la isla.

El agente secreto felicitó a su hermana.

—Lo que acabas de hacer no lo habría logrado ningún hombre.

—El fuego de esta isla no pertenecía al Anunciador. Devuelvo la llama a Ra y el agua a Osiris. Llenemos nuestro ser de magia, transformemos ese dominio de isefet en tierra de los vivos.

Por primera vez desde que se había enterado del asesinato de Iker, Sekari creyó en la posibilidad de un inverosímil éxito de Isis.