Según el Libro de geografía sagrada, que revelaba los emplazamientos de las reliquias osiriacas, la próxima etapa de Isis era Dandara, capital de la sexta provincia del Alto Egipto, el Cocodrilo. Gracias a unos insólitos vientos, la embarcación avanzaba a extraordinaria velocidad.
En el embarcadero no se veía a nadie.
Sarenput, inquieto, ordenó a dos de sus hombres que exploraran los alrededores.
Aldeas abandonadas, campos desiertos.
—Vayamos al templo —sugirió la muchacha.
La magnífica morada de la diosa Hator se levantaba entre una exuberante vegetación; admirables jardines dispensaban frescor. Tanta belleza y tanta paz incitaban a la meditación y al recogimiento.
Los arqueros de Sarenput, por su parte, se mantenían listos para disparar.
No había nada anormal en que la doble gran puerta estuviera cerrada, pues sólo se abría en circunstancias excepcionales, especialmente durante la salida de la barca divina. Todos los años, Hator remontaba el río hasta Edfú, para reunirse allí con Horus y recrear la pareja real.
Todos los accesos al templo, incluido el pequeño porche donde se purificaban los temporales, estaban tapiados.
De pronto, en lo alto de un muro apareció una sacerdotisa, visiblemente aterrorizada.
—¿Quién sois?
—La superior a de Abydos.
—¿Por qué esos soldados?
—Son mi escolta.
—Las abejas… ¿No os han atacado las abejas?
—No he visto ni una.
La sacerdotisa bajó de su puesto de observación, entornó una puerta lateral e invitó a Isis a entrar.
Sarenput quiso seguirla.
—¡Nada de hombres armados en el dominio de Hator! —protestó la sacerdotisa.
—¿Qué ocurre?
—Desde hace varios días, las abejas se han vuelto locas. Por lo general, fabrican el oro vegetal, en armonía con el «oro de los dioses», el nombre de nuestra diosa, y nos proporcionan un inestimable remedio. Ahora, matan a cualquiera que se aventure fuera de este recinto. Aquí acogemos a la población y suplicamos a la diosa que ponga fin a esta calamidad.
—¿Habéis identificado la causa? —preguntó Isis.
—¡Por desgracia, no! Llevamos a cabo los ritos de apaciguamiento, tocamos el sistro y bailamos, pero la horrible situación perdura.
—¿Dónde está la reliquia osiriaca?
—En el bosque sagrado, que hoy es inaccesible, puesto que decenas de enjambres lo han invadido. Sin ayuda, pereceremos. Puesto que las abejas no os pican, tal vez podáis salvarnos.
—Llévame a las salas de curación.
La sacerdotisa, nerviosa, acompañó a Isis hasta el famoso centro hospitalario de Dandara. Procedentes de todo Egipto, los ritualistas enfermos iban allí a recuperar la salud.
Ansiosos, centenares de habitantes de la provincia, mujeres, hombres y niños, imploraban a Hator que alejara la desgracia y les devolviera una existencia normal. Ver a Isis apaciguó a muchos. ¿Acaso no era una mensajera de la diosa cuya presencia anunciaba un final feliz?
La médica en jefe, una mujer robusta y ya de edad, trabajaba incansablemente y, al mismo tiempo, no daba reposo alguno a sus ayudantes. Entre los casos graves y las afecciones leves, los cuidadores no tenían tiempo que perder.
—Abridme una sala de incubación —pidió Isis.
—¡No queda un lugar libre!
—Como superiora de Abydos, voy a interrogar lo invisible e intentar saber cómo curar a esta provincia.
El argumento convenció a la terapeuta.
—Esperad un instante, trasladaré a un convaleciente.
La espera fue breve.
La médica en jefe introdujo a Isis en una pequeña estancia de techo bajo. En los muros, fórmulas mágicas. En el centro, una bañera de agua caliente.
—Desnudaos, apoyad la cabeza, cerrad los ojos e intentad dormir, el humo odorífero llenará este local. Si la diosa lo considera oportuno, os hablará. Desde el comienzo de esta crisis, permanece muda.
Isis siguió las instrucciones.
El baño le ofreció deliciosas sensaciones. Distendida, dejó que su espíritu vagara. Las fragancias fueron sucediéndose unas a otras, y formaron un torbellino de embriagadores perfumes.
Y, de pronto, la abeja, monstruosa, atacó.
Isis se agarró al borde de la bañera de piedra y permaneció inmóvil. Sabía que algunos espejismos intentarían asustarla y obligarla a abandonar la experiencia.
Todo un enjambre cubrió cada parcela de su cuerpo. Manteniendo los ojos cerrados, pensó en Iker, en la continuación de su viaje y en la indispensable reconstitución del cuerpo osiriaco. Un olor a lis la liberó de toda crispación. Y se le apareció el rostro de la diosa Hator. Con voz apacible, le dictó la conducta que debía seguir.
El tesoro del templo de Dandara albergaba una impresionante variedad de metales y piedras preciosas. Una ritualista abrió los cofres y autorizó a la superiora de Abydos a tomar lo necesario. ¿Acaso su visión no representaba la última esperanza de vencer la maldición?
Con tranquilidad y precisión, Isis reconstruyó el ojo de Horus, desgarrado por Set. Cristal de roca de excepcional pureza para la córnea, carbonato de magnesio que contenía óxidos de hierro en forma de venillas rojas para la esclerótica, obsidiana para la pupila, resina de un pardo-negro que resaltaba el iris, disimetría entre pupila y córnea[23]… La joven respetó estrictamente los componentes anatómicos, convertidos en materiales simbólicos.
Con el símbolo de la perfecta salud, salió del templo y se dirigió hacia el bosque sagrado. Nubes de abejas la rodearon.
Pese al miedo que sentía, Isis mantuvo la sangre fría. El brillo del ojo mantenía alejados a los enfebrecidos insectos.
El bosque sagrado era un zumbido infernal.
En el centro, un cerro en el que crecían acacias. Cuando la sacerdotisa depositó allí el ojo, las reinas reorganizaron sus enjambres y cada comunidad recuperó su coherencia. Las abejas regresaron a sus colmenas, en el lindero del desierto.
Al pie del árbol dominante, brotó un manantial.
La sacerdotisa restituyó la reliquia, las piernas de Osiris.
Llegar a Batiu, el «Templo del Sistro “Potencia”», capital de la séptima provincia del Alto Egipto, requirió poco tiempo.
Esta vez, el embarcadero y los muelles estaban ocupados por una multitud numerosa y agitada. Las fuerzas del orden intentaban contener, en vano, a los centenares de curiosos. Algunos ritualistas se lamentaban mientras escrutaban el Nilo.
—Acercarse no me parece muy prudente —estimó Sarenput.
—Debemos descubrir la causa de este tumulto y recoger la reliquia —dijo Isis.
Una embarcación de la policía fluvial les cerró el paso. A bordo, un militar de carrera a quien Sarenput había formado.
Las proas de las dos embarcaciones se tocaron.
—¡Señor Sarenput, qué alegría volver a veros!
—Has recorrido un buen trecho, muchacho.
—Garantizar la seguridad de esta provincia es una tarea apasionante.
—A juzgar por esta agitación, no debe de ser fácil.
—Los sacerdotes acaban de cometer un grave error, la población teme la cólera divina.
—La superiora de Abydos devolverá la calma. Haz que corra la noticia de su llegada.
Ante el anuncio de semejante acontecimiento, las angustias se disiparon. La magia del emisario de Osiris triunfaría sobre la desgracia.
El navío de Sarenput atracó.
Aunque liberados de la presión de la multitud, los ritualistas, sin embargo, seguían gimiendo. Isis les ordenó que se explicaran.
—Encabezando una procesión, nuestro sumo sacerdote llevaba la reliquia de la provincia, el sexo de Osiris —reveló uno de ellos—. Ha caído al Nilo víctima de un malestar y no hemos podido recuperarlo. Un pez se la ha tragado. Nunca la encontraremos.
—¿Por qué tanto pesimismo?
—¡Los mejores pescadores han fracasado! El pez, criatura del otro mundo, escapa a sus redes.
—Llévame a tu templo.
El Anunciador no sólo manipulaba a los hombres. Era capaz de utilizar los elementos, y había usado a un habitante de las aguas para interrumpir la búsqueda de Isis y condenar a Iker a la aniquilación.
Un fulgor, un minúsculo fulgor animaba aún la voluntad de la muchacha. Se negaba a aceptar lo evidente, y se aferraba a una mínima esperanza: manejar el emblema de aquella provincia, el sistro con cabeza de Hator. Tal vez de sus vibraciones naciera un nuevo camino.
Consciente de su imperdonable falta, los sacerdotes permanecían postrados.
Isis recorrió las avenidas de un jardín en el que se habían excavado albercas cubiertas de lotos. Con hojas de alargado borde, con sépalos y pétalos redondeados, casi desprovistos de olor, los blancos se abrían por la noche y se cerraban al alba. Los azules, de hojas redondas, se abrían por la mañana y exhalaban un suave aroma. Finos, sus sépalos y sus pétalos terminaban en punta.
Según antiguos escritos, Isis evocaba el sexo creador del loto venerable, aparecido la primera vez. La joven tomó un magnífico loto azul y lo interrogó. No, la reliquia de la provincia no había desaparecido. Una fuerza oscura la ocultaba, el pez era sólo un engaño.
Cuando una sacerdotisa le entregó por fin el sistro «Potencia», sus vibraciones provocaron una sucesión de rayos de un rojo vivo, parecidos a llamas, que recorrieron la superficie de las albercas.
Isis reunió a los ritualistas.
—Salid de vuestro sopor —exigió—. ¿No oís ese canto?
Una áspera música desgarró sus oídos.
—Si no me contáis la verdad, vuestros sentidos se extinguirán. ¿Qué ocultáis?
—El árbol de Set —confesó un octogenario—. Más valía olvidar su existencia, por miedo a que turbara nuestra serenidad y nos privara de la reliquia osiriaca. Al minimizar el peligro, cometimos un error irreparable.
—Reveladme su emplazamiento.
—No os aconsejo que lo afrontéis, va…
—Debemos apresurarnos; llévame hasta allí.
Al norte del templo, un espacio desolado. No había ni una flor, ni una brizna de hierba. El suelo ardía.
—El calor procede de la nariz de Set —explicó el octogenario.
Emergiendo de una grieta, un árbol negro, seco, de torturadas ramas. Tendido muy cerca, un extraño cuadrúpedo de largas orejas y hocico de okapi.
—¿Puedo… puedo marcharme? —preguntó el ritualista.
Isis asintió, y el anciano puso pies en polvorosa.
—Te conozco, Set —declaró con voz firme la superiora de Abydos—, y te ofrezco el loto azul. Reinas sobre el oro de los desiertos y le das tu fuerza. Por ti pasa el fuego procreador, capaz de vencer a la muerte. Permíteme recoger la reliquia de tu hermano.
El animal se agitó y se levantó. Con los ojos enrojecidos, miró a la intrusa.
Isis dio un paso adelante; el cuadrúpedo la imitó. Lentamente, se acercaron el uno al otro.
La sacerdotisa sintió el ardiente aliento del guardián del árbol seco. Se atrevió a acariciarlo y advirtió que su piel estaba cubierta de un ungüento. Desgarró entonces una de las mangas de su túnica, recogió aquella sustancia y cruzó el espacio que la separaba de la grieta.
Estaba dándole la espalda al animal, por lo que resultaba una presa fácil.
Las ramas crujieron, el árbol negro se desmoronó y cayó hecho polvo. De la grieta ascendió una humareda rojiza que envolvió a la joven.
Preñado del perfume del loto azul, el viento la disipó.
En la orilla del abismo apareció el falo de Osiris hecho de electro, aleación de oro y de plata.
Isis lo envolvió en el trozo de tejido. El ungüento del animal de Set devolvería fuerza y vigor al miembro divino.
A su alrededor, abundaba la hierba de un verde tierno.
El extraño cuadrúpedo había desaparecido.
A la vista estaba ya la Gran Tierra de Abydos, capital de la octava provincia del Alto Egipto, lugar de todas las felicidades y de la suprema desgracia. ¡Cómo le hubiera gustado a Isis vivir allí una larga y feliz existencia, en compañía de Iker, al margen de las vicisitudes del mundo!
En el embarcadero había un impresionante número de militares.
Entre ellos, se encontraban Sekari, Viento del Norte y Sanguíneo.