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Cuando penetró en la aldea de Medamud, al nordeste de Karnak, Sesostris supo que su hija acababa de encontrar la piel de carnero necesaria para la celebración de los grandes misterios. Aquel éxito marcaba una etapa importante en su búsqueda, apenas iniciada. La acechaban terribles peligros y el ejército de las tinieblas no le daría respiro alguno.

La comunión de pensamiento les procuraba una fuerza inigualable. A pesar de la distancia, Isis jamás se sentía sola. El faraón permanecía también en contacto con el alma de Iker, unida a su momia, al abrigo de la segunda muerte, aunque muy lejos todavía de la resurrección. Las fórmulas que todos los días pronunciaban el Calvo y Neftis impedían el proceso de degradación y mantenían intacto el cuerpo intermedio, soporte del renacimiento.

Al finalizar el mes de khoiak, si no se habían cumplido las condiciones rituales, todos aquellos esfuerzos habrían sido vanos.

Así pues, era necesario que Isis consiguiera reconstituir Osiris, y el rey llevara a Abydos una nueva jarra sellada que contuviera las linfas del dios.

Los niños corrían y gritaban, las amas de casa abandonaban escobas y vajillas, los hombres dejaban los campos y los talleres para ver pasar el increíble cortejo, formado por soldados y un gigante.

¿El faraón en Medamud? Brutalmente arrancado de su siesta, el alcalde se puso a toda prisa su más hermosa túnica. Al salir de su casa, se topó con un oficial.

—¿Eres tú el jefe de la aldea?

—No fui avisado, de lo contrario…

—Su majestad quiere verte.

Temblando, el alcalde siguió al oficial hasta el pequeño templo.

El monarca estaba sentado en un trono, ante la puerta.

Incapaz de sostener su mirada, el edil se tiró de bruces al suelo.

—¿Conoces el nombre de este lugar?

—Majestad, no… no vengo aquí a menudo y…

—Se llama «la puerta donde se escuchan tanto las peticiones de los débiles como las de los poderosos, y donde se imparte justicia según la regla de Maat». ¿Por qué está tan mal cuidado este santuario?

—No hay sacerdotes desde hace mucho tiempo, por la cólera del toro. Yo no tengo medios para encargarme de semejante edificio. Como comprenderéis, debo ocuparme primero del bienestar de mis administrados.

—¿Qué acontecimiento provocó su furor?

—Lo ignoro, majestad. Ya nadie puede acercarse a él, su fiesta no se celebra y los ritualistas han abandonado nuestra aldea.

—¿No serás tú el origen de ese desastre?

El alcalde se atragantó.

—¿Yo, majestad? ¡No, os juro que no!

—Cuatro toros protegen mágicamente esta región.

Residen en Tebas, en Hermontis, en Tod y en Medamud, y forman una fortaleza contra las fuerzas del mal, así como un ojo completo en cuyo centro brilla una luz indescriptible. Tú, con tus infames actos, has puesto en peligro el edificio y has cegado el ojo.

—¡Sólo soy un pobre hombre, incapaz de cometer tal fechoría!

—¿Has olvidado tus crímenes? Vendiste a unos piratas al joven Iker, pobre y sin familia, luego asesinaste y robaste a un viejo escriba, su maestro y su protector. Tras el inesperado regreso de Iker, en vez de enmendarte e implorar su perdón, le arrebataste su herencia, lo expulsaste de su casa y de la aldea y avisaste a un asesino para que lo eliminara. La acumulación de esas fechorías provocó la cólera del toro.

El alcalde, bañado en un fétido sudor, no se atrevió a negarlo.

—¿Por qué tantas infamias?

—Majestad, yo… Un momento de extravío, algunos…

—Al someterte al Anunciador, has traicionado a tu país y mancillado para siempre tu alma —asestó Sesostris.

El acusado estalló en sollozos.

—No soy responsable, me manipulaba, lo maldigo, yo…

Huraño de pronto, sin aliento, el alcalde tuvo la impresión de que le arrancaban el corazón. Se irguió, vomitó sangre y bilis y se derrumbó, fulminado.

—Quemad el cadáver —ordenó Sesostris.

El rey se dirigió al cercado del toro de Medamud; con su cabeza negra por delante y blanca por detrás, vivía de su unión con el sol. Durante la fiesta celebrada en su honor por algunos músicos y cantantes de ambos sexos, curaba numerosas enfermedades, especialmente oftalmias.

La mirada del cuadrúpedo brillaba con tal furor que ni el monarca en persona conseguiría apaciguarlo sin comprender las verdaderas exigencias del animal sagrado.

—Las antiguas faltas acaban de ser borradas —le anunció—, y el culpable ha sido castigado. La superiora de Abydos y yo mismo estamos haciendo todo lo posible para arrancar a Iker de la nada. Si deben recorrerse otros caminos, revélalo.

El enorme macho dejó de pronto de echar espuma y arañar el suelo con los cascos y miró al rey con sus ojos negros.

Entre el faraón y la encarnación animal de su ka se estableció el diálogo.

Una vez terminadas sus revelaciones, el toro se encolerizó de nuevo.

Sesostris, acompañado por el jefe de su guardia, exploró el templo.

—Que un mensajero vaya a Tebas y regrese con arquitectos, escultores, dibujantes y pintores. Este edificio será restaurado y ampliado, se excavará un lago sagrado, se edificarán moradas para los sacerdotes permanentes. Las obras se empezarán mañana, al amanecer, y proseguirán de día y de noche. Montu y el toro exigen un dominio digno de ellos. Que se establezca en torno a las obras un cordón de seguridad.

El mensajero partió de inmediato.

En la alcaldía, Sesostris reunió a un enojado consejo municipal, compuesto por criaturas venales, fieles al edil muerto. Cansándose muy pronto de sus protestas de inocencia y sus súplicas, el soberano convocó a los ancianos, excluidos de las deliberaciones.

—Necesitáis un nuevo alcalde. ¿A quién proponéis?

—Al propietario de las mejores tierras cultivables —respondió un gran anciano con el pelo de un resplandeciente color blanco—. Detestaba al bandido del que nos habéis librado, majestad, y conseguía resistir a pesar de sus amenazas y de sus golpes bajos. Su riqueza será puesta al servicio de nuestra pequeña comunidad, y ningún aldeano carecerá ya de alimentos.

El consejo de ancianos aprobó la elección.

—Vuestro templo se convertirá en una gran honra para esta provincia —anunció el monarca—. Los mejores artesanos tebanos ofrecerán a Montu una nueva morada.

—¿Bastará para calmar al toro? —se preocupó el viejo.

—No, pues se han cometido demasiados crímenes y nos amenazan demasiados peligros. Me toca a mí apaciguar a vuestro genio protector.

—¿Podemos ayudaros?

—¿Alguien conoce el emplazamiento del antiguo santuario de Osiris?

Los ancianos, dubitativos, intercambiaron algunas palabras.

—Probablemente es sólo una leyenda —estimó uno de ellos.

—Los archivos de la Casa de Vida de Abydos afirman su existencia.

—Por muy lejos que se remonte la memoria de la aldea, Medamud se presenta como la colina de Geb, el dios Tierra. Venciendo a las tinieblas, la luz divina la fecundó y la hizo fértil.

—Llévame a ese lugar sagrado.

—Majestad, la colina se pierde entre una maraña vegetal infranqueable. Antaño, los locos que intentaron aventurarse por allí perecieron ahogados. Desde la infancia me he mantenido prudentemente alejado de ella, y ninguno de nosotros ha intentado violar ese temible dominio.

—Muéstramelo.

El anciano, resignado y apoyándose en su bastón, caminó lentamente. Sesostris le dio el brazo.

—¿Conociste a Iker?

—¿Al aprendiz de escriba? ¡Claro está! Según su profesor, un sabio entre los sabios, estaba dotado de un modo excepcional y le esperaba un gran destino. Solitario, silencioso, trabajador incansable, Iker sólo se interesaba por la lengua sagrada. Era evidente que este mundo sólo formaba, para él, un paso entre el universo de los orígenes y lo invisible. Su rapto y la muerte de su maestro sumieron a Medamud en la tristeza y la miseria. Ni siquiera el sol nos calentaba ya. Hoy, majestad, nos liberáis de la desgracia.

—El maestro de Iker no ignoraba el emplazamiento del santuario osiriaco.

El anciano reflexionó durante unos instantes.

—En cualquier caso, no divulgó su secreto. Nos avisó varias veces de una terrible amenaza. Lo tachábamos de pesimista. Y luego, el extranjero con la cabeza cubierta por un turbante y la túnica de lana se apoderó del espíritu del alcalde. Tras su breve paso, las tinieblas cubrieron Medamud.

Más allá del templo en ruinas, un huerto plantado con múltiples esencias exhalaba suaves perfumes.

—He aquí el campo de los antepasados —dijo el anciano—. Aquí reina un pesado silencio a causa de la ausencia de pájaros. No os acerquéis al gran azufaifo que señala la frontera del dominio prohibido: emite ondas mortales.

—Gracias por tu ayuda.

—Majestad, no iréis a…

—Haz que se prepare un banquete para festejar el nombramiento del nuevo alcalde.

Sesostris se permitió una breve meditación. Pensó en su hijo espiritual y en las palabras del toro. La resurrección de Iker pasaba por la del faraón, que debía efectuarse en pleno corazón del más antiguo de los túmulos de Osiris.

La reunión en la otra vida exigía la unión en la muerte.

El rey se dirigió hacia el azufaifo. Unos rayos amarillos y blancos lo agredieron. Su taparrabos, portador de los signos de estabilidad, los absorbió.

Al pie del árbol había dos discos, uno de oro y el otro de plata, mancillados con figuras mágicas de origen cananeo. El monarca, utilizando hojas de acacia y de sicómoro, las borró.

Se levantó un suave viento, las frondas se estremecieron y decenas de pájaros cantaron. La voz de los ancestros circulaba de nuevo, el sol y la luna iluminarían a sus respectivas horas el huerto.

El rey apartó unas pesadas ramas y éstas emitieron desgarradores lamentos. Pero el gigante perseveró y logró abrirse camino.

Unos cincuenta pasos le permitieron llegar a un pilono en ruinas, única abertura de un recinto de ladrillos parcialmente derrumbado.

Ningún pájaro vivía en aquel bosque sagrado, condenado al silencio absoluto desde hacía varias generaciones.

Sesostris cruzó el umbral del pequeño templo.

Vio un patio rectangular invadido por la vegetación, luego un segundo pilono y un segundo patio, más pequeño y más despejado.

De pronto, los desechos vegetales se movieron. Molestada, una larga serpiente roja y blanca, colores de las coronas, emprendió la fuga. El monarca dio un golpe con el pie en el suelo para alejar a eventuales congéneres y emprendió una metódica exploración del lugar.

Ninguna inscripción ni bajorrelieve.

Al oeste y al este, descubrió dos hornacinas. De cada una de ellas partía un corredor sinuoso y abovedado, que llevaba a una estancia rectangular, con el suelo de arena fina, cubierta por un otero ovoidal.

Las dos matrices estelares, lugar de recreación de Osiris.

Las palabras del toro adquirían así todo su sentido, y el camino del rey estaba ya trazado.

Sesostris le dio instrucciones concretas al maestro de obra llegado de Tebas: la mayor parte del templo de Medamud estaría consagrado a la fiesta de regeneración del faraón. Estatuas y bajorrelieves celebrarían aquel momento esencial de un reinado en el que la potencia del soberano se renovaba gracias a la comunión con las divinidades y los ancestros. Obra maestra de la incesante artesanía cósmica, el señor de las Dos Tierras renacía en su función, provisto de la energía necesaria para cumplir con sus deberes.

Sin embargo, antes de conocer este gozo, Sesostris tenía que sufrir una prueba que tal vez señalara el fin de su existencia terrenal. Según la profecía del toro, el emplazamiento del recipiente que contenía las linfas de Osiris sólo se le revelaría en las tinieblas de la cripta, durante un sueño parecido a la muerte.

Allí, el dios Tierra había transmitido el trono de los vivos a su hijo Osiris. Allí, Sesostris se convertiría en el depositario del ka de todos sus antepasados reales.

¿Pero atravesaría la noche?

No era oportuno vacilar.

En la primera matriz osiriaca, un trono. En lugar del monarca, un ramillete de flores.

En la segunda, un sumario lecho. En su cabecera, el sello de Maat, diosa sentada que sujetaba el jeroglífico de la vida.

Sesostris se ungió la cabeza con un ungüento que le permitía llevar la Doble Corona sin temor a ser fulminado. El uraeus, cobra hembra equivalente al ojo de Ra, no dirigiría su llama contra él.

Alrededor del cuello, el rey se anudó un echarpe con flecos de lino rojo, procedente del templo de Heliópolis. Éste, capaz de iluminar las tinieblas, guiaba el pensamiento más allá de la apariencia.

Antes de tenderse en su lecho de muerte o de renacimiento, Sesostris contempló largo rato una estrella de lapislázuli. En ella se inscribían las leyes celestiales a las que se sometía, al tiempo que las transmitía a su país y a su pueblo.

El monarca cerró los ojos.

O celebraría la fiesta de regeneración y procuraría una nueva ayuda a Iker, o el Anunciador obtendría una victoria decisiva eliminando a su principal adversario.