Uaset,[20] la capital de la cuarta provincia del Alto Egipto, el Cetro «Potencia», era el florón de una amplia llanura fértil cuyo encanto y belleza sus habitantes consideraban inigualables. ¿Acaso no se decía que la simiente brotada del Nun, el océano de energía, se coagulaba allí por efectos de la llama del ojo solar? En el suelo de vida se erguía el cerro primordial, rodeado de cuatro pilares que sostenían la bóveda celeste.
Isis acudió al templo principal, Karnak, la «Heliópolis del Sur». Allí se consumaba la fusión entre Atum, el Creador, Ra, la luz divina, y Amón, el oculto. Cielo y tierra se unían allí, y las nueve potencias que estaban en el origen de todas las cosas se revelaban en oriente.
La muchacha se recogió ante los dos colosos que representaban a Sesostris de pie, tocado el primero con la doble corona, y el segundo con la blanca. El rey caminaba, sujetando con mano firme el testamento de los dioses que le legaban la tierra de Egipto. Su rostro expresaba una serena determinación.
El sumo sacerdote de Karnak salió al encuentro de Isis, que iba acompañada por Sarenput. Los arqueros se habían quedado en el exterior del santuario.
—Se recordarán los esplendores de este reinado —declaró el hombre de edad madura—. Gracias a sus obras, un faraón no desaparece. Y la obra más brillante es la eternidad, que él garantiza. Sed bienvenida, superiora de Abydos.
—¿Podéis llevarme a la capilla de Osiris?
—La gran plaza se abre para vos.
Como en Abydos, la sepultura del dios estaba rodeada de árboles. Reinaba allí un profundo silencio, casi opresivo.
En el interior de la capilla, un naos cerrado por una puerta de dos batientes.
Isis pronunció las fórmulas del despertar en paz, y corrió el cerrojo, el dedo de Set. Contempló una admirable estatuilla de oro de Amón-Ra, de un codo de altura.
Pero el pequeño monumento no contenía el símbolo esperado.
Dominando su decepción y su inquietud, la sacerdotisa se ciñó a las exigencias rituales, cerró la puerta del naos y salió reculando y borrando con la escoba de Tot la huella de sus pasos.
El sumo sacerdote la aguardaba a la sombra de una columnata.
—¿Habéis sido víctimas de un robo? —preguntó Isis.
—¿Quién se hubiera atrevido a violar la paz de este santuario? ¡Ni el peor de los criminales pensaría en cometer semejante fechoría!
—¿Conocéis al conjunto de los sacerdotes temporales y respondéis por ellos?
—Sí… Bueno, casi. Mis ayudantes contratan a voluntarios competentes y dignos de confianza. No tengo nada que reprochar al personal sacerdotal de Karnak.
—¿No se ha producido ningún incidente en los últimos meses?
—¡Ninguno!
—¿Ni el menor desorden en los alrededores?
—¡Ni el menor desorden! Bueno, fue tan poca cosa…
—Me gustaría conocer más detalles.
—No os servirán de nada.
—Facilitádmelos, de todos modos.
Dudoso, el sumo sacerdote aceptó.
—La policía del desierto habló de algunos pequeños disturbios del lado de la colina de Tot. El paraje está muy aislado, por lo que no lo inspeccionan a menudo. Un bribón creyó encontrar allí un tesoro y huyó, con las manos vacías.
Llevando un plano bastante preciso que el sumo sacerdote le había proporcionado, Isis cruzó el Nilo y llegó a la orilla oeste. Bajo la protección de Sarenput y de sus soldados, atravesó una zona árida y se dirigió a una colina rodeada de barrancos.
El sol les parecía ardiente, de pronto, y el calor, pesado, demoraba el avance.
—Permaneced atentos —exigió el jefe de provincia, temiendo una emboscada.
Como aguerridos profesionales, los arqueros descubrieron los emplazamientos donde alguien podía emboscarse para disparar. Un reflejo metálico alertó al que cerraba la marcha.
—¡Cuerpo a tierra! —gritó.
El pequeño grupo obedeció.
Sólo la muchacha permaneció de pie, mirando fijamente el lugar indicado.
—Tendeos —suplicó Sarenput—. ¡Sois un blanco ideal!
—No tenemos nada que temer.
Ninguna flecha había sido disparada, por lo que todos se levantaron, inquietos aún.
—Tomemos este camino —ordenó Isis.
—Es tan estrecho y escarpado que tendremos que trepar uno tras otro y con mucha lentitud —deploró Sarenput.
—Yo iré delante.
—¡Dejad que uno de mis hombres corra ese riesgo!
—La colina de Tot nos reserva una buena acogida.
El jefe de provincia no insistió. Ahora, conocía la determinación de la muchacha y la sabía insensible a los consejos de prudencia.
El recorrido se reveló difícil y fatigoso, las piedras rodaban bajo sus pies y caían por la abrupta pendiente. Afortunadamente, nadie sufría de vértigo.
En lo alto, una meseta abrumada por el sol. En el centro, un modesto santuario cuyos muros mostraban huellas de incendio. Los soldados bebieron, sedientos. Isis cruzó el umbral del monumento con las paredes cubiertas de hollín. Allí sólo quedaba una representación del dios Tot, parcialmente dañada.
Intacto, el pico puntiagudo tocaba el jeroglífico del cesto que significaba «maestría».
Isis recordó una de las enseñanzas esenciales de Abydos: la potencia de los dioses es Tot, que da grandeza de corazón y coherencia.
A pesar de la magnitud del incendio, el rostro del ibis seguía brillando.
Isis tocó el pico del ave. En ese instante, el cesto se hundió y dejó una cavidad al descubierto.
En su interior había un pequeño cetro de oro, parecido al utilizado durante la celebración de los misterios de Osiris y que servía para dar a los símbolos una fuerza sobrenatural.
Los terroristas habían incendiado en vano el santuario de Tot.
Sarenput se alegró de ver salir indemne a la superiora de Abydos. Le mostró una espada corta, que habían hallado por los alrededores.
—Ésta es la causa del reflejo sospechoso. Por su aspecto, es un arma de origen sirio. Voy a sugerir a mi homólogo que peine la región.
—Debo rendir homenaje al ka del faraón y preguntarle si esta provincia nos reserva otra ofrenda —declaró ella.
La vía procesional que llevaba al templo de Deir el-Bahari estaba flanqueada de estatuas de Sesostris, con las manos puestas sobre su taparrabos. Mientras veneraba a su padre, la hija entraba en contacto con él. Fuera cual fuese la distancia, sus pensamientos se comunicaban. Le preguntó y obtuvo respuestas desprovistas de ambigüedad. Sí, debía proseguir su búsqueda, combatir su propio desaliento y no retroceder ante ningún obstáculo. Sí, Iker vivía aún, su alma navegaba entre cielo y tierra, sin fijarse en la muerte ni en el más allá.
Ella pensó en la «Hermosa fiesta del Valle» que se celebraba en aquellos lugares y durante la que los difuntos y los vivos celebraban juntos banquetes en las capillas de las tumbas. Durante varios días, la estatua de Amón abandonaba Karnak a bordo del navío real para dirigirse a la orilla oeste, la Tierra de Vida, e insuflar una nueva energía a sus templos de millones de años. Por la noche, las necrópolis se iluminaban, y se llevaban a los justos de voz múltiples ofrendas, especialmente el agua de la juventud, de origen divino, y algunos ramilletes denominados «vida». Los cantos ascendían hacia las estrellas, la frontera entre el aquí y el más allá desaparecía, y cada sepultura se convertía en «la morada del gran regocijo».
La última etapa de la procesión era el paraje de Deir el-Bahari.[21] Se levantaba allí el extraordinario monumento de Montu-Hotep,[22] que había reinado doscientos años de Sesostris y le servía de modelo como reunificador de Egipto, iniciado en los misterios de Osiris y alquimista.
Desde un templo de acogida ascendía una calzada que llegaba a una gran colina osiriaca sembrada de acacias.
Al pie de la rampa, cincuenta y cinco tamariscos y dos hileras de sicomoros que albergaban unas estatuas del faraón sentado ataviado con una túnica blanca, característica de la fiesta de regeneración.
Una elegante sacerdotisa recibió a la muchacha.
—¿Cuál es tu nombre y tu función?
—Isis, superiora de Abydos e hija del faraón Sesostris.
Impresionada, la ritualista hizo una reverencia.
—¿Deseáis preparar ya la fiesta del Valle?
—No, deseo saber si el santuario osiriaco preserva alguna reliquia.
—Lo ignoro.
—¿Nunca entras en la tumba de Osiris?
—¡Está cerrada desde hace mucho tiempo!
—Ábreme su puerta.
—¿No será eso… una profanación?
—¿Acaso mi padre no protege este santuario?
La sacerdotisa inclinó la cabeza.
—Ha hecho erigir numerosas estatuas que lo representan en veneración ante Montu-Hotep, su lejano predecesor. Gracias a él, en efecto, la paz de Osiris se ha preservado.
—¿Estás segura?
—¿Qué… qué suponéis?
—¿No habrán intentado turbarla, durante los últimos tiempos, algunos curiosos?
—¿Acaso la policía no vigila el paraje permanentemente? ¿Qué podemos temer?
—Llévame a la entrada de la tumba.
Pese a su tranquilidad y a la dulzura de su voz, la autoridad de la muchacha no se discutía. La ritualista la condujo hasta un panteón que se hundía en la montaña.
Un coloso custodiaba su acceso.
Tocado con la corona roja, negros el rostro, las manos y las piernas, y ataviado con una túnica blanca, el faraón mantenía los brazos cruzados sobre el pecho y sujetaba los cetros osiriacos. Macizo, con la mirada aguda, apartaba a los profanos.
—No seguiré adelante —anunció la sacerdotisa.
—Sorprendente —consideró Isis.
—¡Ese gigante no bromea!
—¿Acaso no deberías conocer las fórmulas de apaciguamiento del ka?
—Es cierto, pero este lugar es muy particular y…
—Y el Anunciador te ha encargado que descubrieras el secreto de la tumba de Montu-Hotep y tú ignoras cómo hacerlo.
Descubierta, la falsa ritualista retrocedió hasta el borde de una cornisa. Una llama brotó de su mano izquierda y le arrancó un grito de dolor. Aterrorizada, cayó al vacío.
Isis regresó hacia el coloso.
—Reúnete con tu ka —le dijo—. Cercano a tu espíritu, tu hijo se ocupa de él y te has convertido en su propio ka. La luz hace brotar tu potencia vital, no perecerás. El principio creador y el dios Tierra te ofrecen un templo y una morada de eternidad.
El rostro de la estatua pareció menos hostil. Isis cruzó la explanada que la separaba de la entrada de la tumba, abierta ahora.
El corredor, cuya falsa bóveda estaba revestida de losas de cal, se abría a unas habitaciones laterales que contenían el equipamiento funerario. Abriéndose paso bajo la montaña, conducía a la cámara del sarcófago, donde el ka real comulgaba con el dios oculto.
Isis meditó allí largo rato, tratando de averiguar las intenciones del gran monarca. Él, el iniciado en los misterios, forzosamente había conservado un elemento importante del culto osiriaco. Los libros de la Casa de Vida no citaban reliquia alguna, así pues, ¿de qué se trataba?
La muchacha dio siete vueltas alrededor del sarcófago. Al finalizar el rito, la atmósfera de la sala se modificó. El techo se enrojeció, los muros se blanquearon, el suelo se ennegreció. Una lengua de fuego brotó del sarcófago y llegó a una pequeña habitación de granito.
En su interior había una estatua semejante al coloso, envuelta en un lienzo y enterrada como una momia osiriaca. Isis la levantó.
Descansaba sobre una piel de carnero que, según el texto jeroglífico, procedía de Abydos y había sido utilizada en la celebración de los misterios. La sacerdotisa la dobló y salió a la luz. Tras ella, la puerta de la tumba volvió a cerrarse. El sol inundaba el cerro osiriaco.
Cuando Isis abandonó el recinto sagrado, Sarenput se acercó.
—¡Comenzaba a preocuparme! ¿Problemas?
—Regresemos al barco y prosigamos nuestro viaje.