La llegada del navío de guerra al embarcadero de la capital de la Era, tercera provincia del Alto Egipto, causó sensación. Uadjet, la diosa serpiente, y Nejbet, el buitre, protegían aquel territorio que dominaba la antiquísima ciudad sagrada de Nekhen, garante de la titulatura real.
Sarenput conocía al jefe de provincia, y al verse los dos hombres se dieron un abrazo.
—¿Algún conflicto a la vista?
—La superiora de Abydos necesita tu ayuda.
Impresionado por la belleza y la nobleza de su huésped, el dignatario hizo una reverencia.
—¡Contad con ella!
Isis se sentía incómoda; fuerzas oscuras merodeaban por las proximidades.
—¿No sufre la región ciertos trastornos en estos últimos tiempos?
—El color de la montaña Roja se intensifica, y muchos lo consideran amenazador. Los sacerdotes se preocupan por ello, hasta el punto de que pronuncian, todas las mañanas y todas las noches, las fórmulas de apaciguamiento de las almas de Nekhen. Sin su protección, esta región se volvería estéril.
—Vengo a buscar la reliquia de Osiris, formada por su nuca y sus mandíbulas.
El rostro del jefe de provincia se volvió francamente hostil.
—¡La tradición nos confió ese tesoro, nadie nos lo arrebatará!
—Me es indispensable para salvar Abydos —indicó Isis—. Luego, regresará a la Era.
—¿Está en peligro Abydos?
—Es cuestión de vida o muerte.
Aquella mujer, tan altiva y tan triste, no mentía.
—Has prometido tu ayuda —recordó Sarenput.
—No sabía que…
—Una promesa es una promesa. En el juicio de Osiris, el corazón de los perjuros testimonia contra ellos.
Finalmente, el jefe de provincia, conmovido, cedió.
—A causa de la sorprendente cólera de la montaña Roja, el sumo sacerdote de Nekhen sacó del templo la reliquia osiriaca. Él, yo y el maestro herrero somos los únicos que conocemos su escondrijo.
—Nos llevarás allí, entonces —se alegró Sarenput.
—Avisaré primero a la gran sacerdotisa y…
—Es inútil. Nuestro tiempo es precioso.
Bajo la protección de los arqueros de Elefantina, el trío se dirigió hacia la gran forja, donde trabajaban unos cincuenta especialistas.
Con la ayuda de unos sopletes formados por un junco con un pitorro de terracota, mantenían constantemente el ardiente fuego de un hogar en el que se depositaban algunos crisoles. Allí, fundían los metales a la temperatura adecuada, y conocían instintivamente los puntos de fusión de las soldaduras.
Empuñar crisoles llenos de metal fundido y verterlo en cubiletes de tamaño y forma variados era una peligrosa operación, que estaba reservada a técnicos valerosos y experimentados.
El maestro herrero, grande, fuerte y calvo, se acercó a sus visitantes.
—Aquí no aceptamos extranjeros; los secretos del oficio nos obligan. Ni siquiera el jefe de provincia entra aquí.
—¿Y la superiora de Abydos? —preguntó Isis.
Los labios del artesano se apretaron.
—Los metales reciben su pureza de Osiris, y perderían todas sus cualidades si la luz divina no preservara su coherencia —recordó la joven.
—¿Qué deseáis?
—Entrégame la reliquia osiriaca que te fue confiada.
—Creía que…
—Te lo ordeno —confirmó el jefe de provincia.
El maestro herrero hizo unas extrañas muecas.
—Sólo unos profesionales soportan el calor de la forja y saben defenderse de sus riesgos. No aconsejo a una frágil muchacha que intente la aventura.
—Guíame —exigió Isis.
Sarenput tuvo un mal presentimiento.
—Os acompaño —decidió.
—Ni hablar —objetó el artesano—. Sólo una iniciada en los misterios de Abydos puede ver y tocar la reliquia.
Isis asintió.
Al penetrar en aquel temible dominio, se vio agredida por unos ardientes soplos que deberían haberla hecho retroceder. Sin embargo, tras el camino de fuego, el camino le pareció bastante tranquilo.
Como si Isis no existiera, el maestro herrero se detuvo varias veces para examinar los trabajos en curso. Comprobó los moldes para lingotes, las piedras que servían de martillos y yunques, los sopletes, las pinzas, el grosor de las hojas de metal, y conversó con el responsable del martilleo, reprochándole una falta de atención. Quitó personalmente el óxido de las superficies que debían soldarse utilizando heces de vino quemadas y concluyó una aleación de oro, plata y cobre que el tiempo apenas gastaría.
Isis no manifestó impaciencia alguna.
—¡Ah! —se extrañó él, mirándola—, ¿todavía estáis aquí? ¡Una verdadera hazaña, para una mujer! Por lo general, parlotean, se quejan o hacen arrumacos.
—¿Y qué me dices de su estupidez? Pues es evidente que en ese terreno tú les haces una fuerte competencia.
El maestro herrero agarró una pinza con el extremo enrojecido.
—Te gustaría golpearme —observó la sacerdotisa—, pero no tendrás valor para hacerlo. Has caído muy bajo desde tu marcha de Abydos.
El hombre soltó la herramienta.
—¿Cómo… cómo lo sabéis?
—Forzosamente aprendiste tu modo de trabajar cuando eras temporal en el templo de Osiris. Los alquimistas de Abydos te enseñaron todo lo que sabes. Al manejar el metal fundido, hermano del sol, tocas la carne de los dioses, las formas divinas y las potencias encarnadas por Sokaris. Parcelas de eternidad luminosa nacen de las obras imperecederas en las que participan tus manos y las de tu equipo. Hoy, olvidas la grandeza de tu oficio y te comportas como un vulgar e insignificante tirano.
El artesano bajó los ojos.
—Una sacerdotisa rechazó mi proposición de matrimonio. Y, sin embargo, yo tenía un brillante porvenir. Preferí abandonar Abydos y volver a mi casa. Aquí, soy estimado. De modo que las mujeres…
—Si el mal destruye el dominio de Osiris, también tu forja será aniquilada.
—¿No exageráis el peligro?
—¿Te bastará mi palabra?
—Admitámoslo. Voy a entregaros esa reliquia. Luego, desapareceréis.
El hombre se dirigió hacia el fondo de la forja, una gruta de techo bajo, de cuyas profundidades brotaba un humo acre.
—El lago de llamas —explicó—. Este caldero infernal fue descubierto hace siglos. Unas veces sus mandíbulas se cierran, otras se abren. Gracias a él, nunca carecemos de la energía necesaria.
Isis contempló el terrorífico espectáculo. Algunas burbujas estallaban en la superficie, emitiendo gases agresivos.
—¿Qué mejor escondrijo para una reliquia? —dijo el herrero sonriendo—. Al calcinarla, este infierno mutila definitivamente el cuerpo osiriaco.
—¿Por qué has cometido ese crimen?
—¡Porque soy un fiel discípulo del Anunciador!
Con los brazos extendidos, el artesano se abalanzó sobre la joven con intención de empujarla al lago de llamas.
Pero a menos de un paso de Isis, el pie del asesino chocó violentamente con una excrescencia de la roca. Perdió el equilibrio y cayó.
Cuando su cabeza rozó la hirviente superficie, se inflamó de inmediato. En pocos segundos, todo su cuerpo se abrasó.
Un olor infecto invadió la gruta.
Isis apretó con más fuerza el pequeño cetro «Magia» de marfil contra su pecho. Al evitar el asalto, acababa de salvarle la vida.
Sin embargo, ¿de qué servía aquello, puesto que la indispensable reliquia había sido destruida?
La sacerdotisa, obstinada, quiso asegurarse de ello.
Inició un peligroso descenso. A pesar del calor, la pared rocosa estaba húmeda y resbaladiza. La muchacha, concentrada, avanzaba lentamente. Y, pese a la humareda que la cegaba, lo descubrió.
A orillas del lago, lamidos por las llamas, dos bloques parecidos a unas mandíbulas preservaban la reliquia. Lamentablemente, era imposible bajar más sin convertirse en su presa. Su rostro ya se inflamaba y su túnica comenzaba a arder.
Despechada, se vio obligada a subir y percibió los ecos de una batalla.
Mientras recuperaba el aliento, Isis asistió a la derrota de los partidarios del Anunciador, una decena de herreros que, tras haber agredido a sus colegas, se habían topado con los soldados de Sarenput, llegados para echar una mano.
—¡Son unos auténticos demonios! —advirtió él—. Incluso heridos de muerte, siguen combatiendo.
—¡Cuidado! —aulló un arquero.
Armado con un puñal que acababa de salir de la forja y cuya hoja humeaba aún, un joven artesano se disponía a herir a Isis por la espalda. Sarenput no le dio tiempo de hacerlo.
Como un carnero, con la cabeza por delante, le golpeó en el vientre con tanta cólera que el agresor fue proyectado hacia atrás más de diez pasos y se clavó en unas puntas de espada.
—Registrad por todas partes —exigió, furioso—. Tal vez queden más basuras como ésta.
—La reliquia parece intacta, aunque inaccesible —reveló Isis.
—Mostrádmela.
Cuando descubrió el lago de fuego, Sarenput hizo ademán de retroceder.
—Si utilizamos una cuerda, se encenderá. Y un bastón largo sufriría la misma suerte.
Esta última proposición hizo que brillaran los ojos de la viuda.
—¡Todo depende del bastón!
—Ninguna madera resistirá en este horno —repuso Sarenput.
—Vayamos hasta el barco.
¿No se equivocaba la superiora de Abydos? Sarenput, que admiraba su tenacidad, la siguió.
Al salir de la forja, descubrió a un fugitivo, que, con una antorcha en la mano, corría hasta perder el aliento.
—¡Detenedlo! —ordenó.
Dos arqueros dispararon en vano. La distancia era excesiva.
El fugitivo se dirigía hacia el río.
—¡Ese loco quiere atacar mi barco!
Prudente, Sarenput había dejado a bordo varios soldados de élite, capaces de rechazar un asalto y dar la alarma.
No obstante, el bribón no se interesó por el navío, sino por la principal estaca de amarre, e intentó quemarla.
Esta vez, estaba a tiro.
Y los arqueros, de pie en cubierta, no fallaron.
Cuando Sarenput e Isis llegaron al lugar del drama, la antorcha acababa de apagarse en la tierra húmeda de la ribera.
—¡Ese terrorista había enloquecido! —dijo Sarenput.
—Al contrario —estimó Isis—: esperaba destruir nuestro único medio de salvar las reliquias.
La sacerdotisa se arrodilló ante la estaca.
—Llora por Osiris, que sufre —imploró—. Yo, la plañidera, me identifico contigo, pues estoy en su búsqueda. Aparto los obstáculos, lo llamo para que el dueño de Abydos ignore la fatiga de la muerte. ¡Habla, expulsa el mal! Abre el camino del lago y disipa la tormenta.
Acto seguido, Isis se incorporó y empuñó el pesado pedazo de madera, levantándolo sin esfuerzo ante el asombro de los soldados.
Desconfiando, Sarenput y los arqueros escoltaron a la joven hasta la gruta.
—¿No pensaréis apaciguar ese infierno?
Isis se dirigió a la resbaladiza pendiente, y Sarenput renunció a esgrimir inútiles argumentos.
A mitad de su recorrido, ella arrojó al lago la estaca de amarre, portadora de las frases de la Gran Plañidera, empeñada en la curación de su hermano.
Ésta se clavó en todo el corazón del infierno, y unas enormes llamas la agredieron. Sin embargo, la estaca permaneció intacta, y las absorbió. Una a una, las burbujas de gas reventaron y el hervor se extinguió. Isis prosiguió entonces su descenso y alcanzó la reliquia. Apartó las dos rocas protectoras, retiró la nuca y las mandíbulas de Osiris, perfectamente indemnes.
Sarenput, boquiabierto, no sabía cómo saludar aquella hazaña.
—¡Ninguna fuerza oscura podría resistiros!
Isis esbozó una lamentable sonrisa.
—El Anunciador no está vencido, y los peligros pueden multiplicarse.
—La presencia de una de sus cohortes, aquí… ¿Acaso están infectadas otras capitales regionales?
—¿Lo dudas?
Quedaba una angustiosa pregunta: ¿la llegada de Isis había sorprendido a una célula durmiente o ésta había sido alertada previamente por un informador?
Tal vez los partidarios del Anunciador ya estuvieran movilizándose en el conjunto del territorio, decididos a suprimir a la superiora de Abydos.