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Incluso el mejor de los fisonomistas habría pasado junto a Sekari sin reconocerlo. Mal afeitado, con el pelo y las cejas teñidos de gris, encorvado, parecía un viejo cansado que intentaba, a trancas y barrancas, vender la mediocre alfarería que llevaba su asno, lento y reticente, acompañado por un perro jadeante. Excelentes actores, Viento del Norte y Sanguíneo jugaban a ser animales martirizados, casi sin fuerzas.

Sekari se hacía un razonamiento sencillo: el Rizos y el Gruñón se escondían en su barrio predilecto, donde nadie pensaría en buscarlos. ¿Imprudencia, estupidez? De ningún modo. La organización terrorista había demostrado su eficacia y su vigor. De modo que aquellos dos, y sus comparsas, disponían de un escondrijo tan seguro que no temían redadas de policía ni registros, aunque fueran inesperados.

Ningún chivato conseguía infiltrarse, ninguna traición, ningún rumor. El aislamiento era casi perfecto. Sekari comenzaba a elaborar una hipótesis difícil de verificar. Sin embargo, un brillo de esperanza: si no se equivocaba, uno de los fieles del Anunciador saldría, antes o después, de su agujero, simplemente para respirar y cambiar de aires. ¿Qué riesgo corría, en el fondo?

El barrio ya no sufría una estrecha vigilancia y los vigías avisaban a los clandestinos del paso de cada patrulla.

Los residentes se acostumbraban a aquel personaje inofensivo que no hacía pregunta alguna y malvivía de su magro comercio. Los viandantes le daban de buena gana pan y legumbres, que él compartía con el asno y el perro.

Al caer la noche, Sekari dormitaba.

Aquel anochecer, la pata de Sanguíneo se posó en su cabeza.

—Déjame dormir un poco.

El perro insistió, y finalmente Sekari abrió los ojos.

A pocos pasos de allí, un hombre compraba dátiles a un vendedor ambulante y se los comía golosamente.

El Rizos.

Esta vez, no lo dejaría escapar.

Sin dejar de masticar sus frutos, el Rizos se alejó. Sekari se levantó y lo siguió. Disponía de una baza importante: el olfato del perro y del asno. Así podía seguir al terrorista a gran distancia, sin ser descubierto.

El trayecto no fue largo.

El asno se detuvo ante una coqueta casa de dos pisos. Una furiosa ama de casa le gritó a Sekari.

—¡Lárgate, saco de pulgas! Detesto a los remolones.

—¡Mis jarras no son caras! Te venderé dos por el precio de una.

—¡Son feas y frágiles! Lárgate o llamo a la policía.

Sekari obedeció, mascullando. Tenía la absoluta certeza: el Rizos se ocultaba en aquella morada. Sin embargo, había sido registrada varias veces.

La hipótesis del agente secreto se confirmaba.

De acuerdo con sus costumbres, Sekari burló la vigilancia de los guardias y se deslizó, como una sombra, hasta el despacho del visir.

En plena noche, Sobek trabajaba… Sospechando lo enorme de la tarea, el Protector había infravalorado su magnitud. La única solución era un trabajo encarnizado, un atento estudio de cada expediente y un profundo conocimiento de los problemas, pequeños y grandes, que amenazaban la prosperidad de las Dos Tierras.

Contrariamente a las suposiciones de sus detractores, Sobek aprendía de prisa. El ministro de Economía, que gozaba de la valiosa ayuda de Senankh, recurría con frecuencia a él para no dejar que subsistiera ninguna zona de sombra.

La seguridad de Menfis seguía siendo su obsesión. Consciente de la terrible amenaza que pesaba sobre la ciudad, esperaba un error de sus adversarios o el resultado positivo de una de las numerosas investigaciones en curso.

Como de costumbre, la aparición de Sekari lo sorprendió. Sus dotes para atravesar murallas no se embotaban.

Contraído, el visir se levantó.

—Debo decirte…

—Primero yo —lo interrumpió el agente secreto—. Acabo de localizar una de las madrigueras de los terroristas.

Los dos hombres se inclinaron de inmediato sobre el plano de Menfis que había extendido el ex jefe de policía. El índice de Sekari señaló el lugar.

Sobek hizo una mueca de despecho.

—¡Hemos registrado diez veces ese grupo de casas! Sin resultados.

—Y es inútil volver a hacerlo, el fracaso estaría asegurado —admitió Sekari.

—¿Por qué tanto optimismo, entonces?

—Porque somos ingenuos y ciegos. El Rizos se oculta allí, en efecto, y no lo descubrimos porque el método clásico es inadecuado.

—¡No estarás hablándome de un espectro!

—La realidad me parece más concreta.

—Explícate, no estoy de humor para enigmas.

—No en el interior, sino debajo.

Sobek dio un puñetazo sobre el mapa.

—¡Subterráneos… Han excavado subterráneos donde se refugian como ratas! ¡Tienes razón, no hay una explicación mejor!

—Intervengamos de inmediato, destruiremos una parte de sus tropas.

—¡Ni hablar! Mi enfermedad oficial y la desaparición del general Nesmontu provocarán, fatalmente, interesantes reacciones. En cuanto la mayor parte de la organización se descubra, actuaremos. Quiero golpear con mucha fuerza y alcanzar la cabeza.

—¡Esa estrategia es muy arriesgada!

De pronto, el rostro de Sobek se ensombreció.

—Magnífico trabajo, Sekari. Me habría gustado celebrarlo, pero debo comunicarte una terrible noticia.

Al Protector se le formó un nudo en la garganta.

—Iker ha muerto.

—Muerto… ¿Estás seguro de eso?

—Por desgracia, sí. Esta vez no ha podido esquivar el golpe fatal.

Descompuesto, Sekari se sentó. Perder a aquel amigo, a aquel hermano, a aquel compañero de aventuras, le infligía un insoportable dolor.

—Muerto… ¿Cómo?

—Asesinado.

—¿En Abydos? ¡Impensable!

—Según el mensaje del rey, el culpable es el Anunciador.

Al sufrimiento se añadió la estupefacción.

—¿Acaso el Anunciador ha profanado el sagrado territorio de Osiris?

—Por orden del faraón, debes abandonar Menfis y reunirte con Isis en el Sur. Ella te explicará la situación; le es indispensable tu ayuda.

Sekari tuvo ganas de dejarlo todo y presentar su dimisión. Vencer al Anunciador y a su cohorte de demonios parecía imposible.

—Tú no —protestó Sobek—. Tú no puedes renunciar. Iker no habría querido eso.

Sekari, tullido, se irguió de nuevo.

—Si no volvemos a vernos, visir Sobek, no me llores. Si el enemigo es superior a mí, mereceré mi suerte.

Sobek no conciliaba el sueño. Pensaba en Iker, aquel joven escriba de valor inagotable y fulgurante carrera, de quien durante mucho tiempo había sospechado que colaboraba con el enemigo. ¿Cómo imaginar que el hijo real corría el menor peligro en Abydos y que el Anunciador se atrevería a golpear en pleno corazón del reino de Osiris?

La cólera lo invadió, sintió deseos de convocar a la totalidad de las fuerzas del orden y arrasar el barrio donde se ocultaban los terroristas. Los estrangularía con sus propias manos, lenta, muy lentamente.

Pero ¿no sería eso mancillar su función y traicionar al rey? Ni él ni los aliados del faraón debían ceder a la rabia y perder la lucidez. El Anunciador contaba con esa debilidad, deseoso de hacer mayor su ventaja y agravar la dislocación del edificio.

Pues nadie lo dudaba: Hijo real, Amigo único, sucesor designado de Sesostris, Iker era insustituible.

Desde el comienzo de aquella guerra, unas veces subterránea, visible otras, el Anunciador perseguía unos objetivos concretos, la destrucción de Abydos y la eliminación de aquel muchacho, paciente y duramente preparado para las más altas funciones. Aquella terrorífica hazaña, señalaba, tal vez, la irremediable derrota de Egipto pese a su voluntad de combatir el mal.

Sobek lucharía hasta el final.

Si las hordas del Anunciador invadían Menfis, se toparían con el Protector.

Nesmontu daba vueltas como un león enjaulado. Sin embargo, no había mejor escondrijo para un difunto cuyos discretos funerales acababan de celebrarse, para no alarmar a la población. ¿Quién lo buscaría en casa de Sehotep, que se encontraba bajo arresto domiciliario y a quien esperaba una severa condena?

Por lo menos, los dos hermanos del «Círculo de oro» podían hablar de Abydos y de sus iniciaciones, olvidando los rigores del momento.

—La calidad de las comidas me supone un gran cambio con respecto a la del cuartel —reconoció el general—, ¡pero esa comodidad me ablanda! Estoy impaciente por volver sobre el terreno. ¡Ojalá los terroristas se hayan informado bien de mi muerte!

—Tranquilízate, su organización ya ha demostrado su eficacia.

Nesmontu contempló a Sehotep.

—¡Estás deprimiéndote! No tienes apetito, no tienes alegría… ¿Hasta ese punto echas en falta a las mujeres?

—Voy a ser ejecutado.

—¡No digas tonterías!

—Mi causa parece perdida de antemano, Nesmontu. Ya conoces a Sobek el Protector, aplicará la ley. Y no puedo reprochárselo.

—¡El rey no autorizaría tu condena!

—El rey no se encuentra por encima de Maat. Es su representante en la tierra, y el visir su brazo para actuar. Si me reconocen culpable, seré justamente castigado.

—¡No estamos todavía ahí!

—La hora se aproxima, lo presiento. Morir no me asusta, pero esa decadencia, esa infamia, mi nombre mancillado, borrado de los textos… Eso no lo soporto. ¿No valdría más desaparecer antes de que me arrastren por el lodo?

Nesmontu nunca había visto al brillante Sehotep presa de la desesperación.

El viejo militar lo tomó de los hombros.

—Limitémonos a un hecho importante: eres inocente. De acuerdo, demostrarlo resultará arduo, ¿pero acaso no nos hemos enfrentado antes con otras dificultades aparentemente insuperables? Se trata de un combate y estamos en una posición débil. De modo que es preciso hacer que la fuerza del adversario se vuelva contra él. Ignoro de qué modo, ¡pero debemos encontrarlo! Hay una certeza absoluta: el tribunal del visir exige la verdad. Nosotros tenemos esa verdad. Estamos, pues, provistos del arma decisiva, y venceremos.

Una pálida sonrisa animó el inquieto rostro de Sehotep. Nesmontu habría devuelto la confianza a un regimiento de lisiados, rodeados por todas partes.

—Eres casi convincente.

—¿Cómo que casi? ¡Detesto los insultos! Excúsate compartiendo esta ánfora de vino tinto que exige una atenta degustación.

La excelencia del gran caldo devolvió los colores a Sehotep.

—Sin ti, Nesmontu…

—¡Vamos, vamos! No eres hombre que se desaliente.

El oficial de policía encargado de garantizar la seguridad de la lujosa morada anunció la llegada del ministro de Economía.

Senankh había perdido su habitual bonhomía. Siniestro, miró a los dos hermanos del «Círculo de oro» como si no los hubiera visto nunca antes.

—Sehotep, Nesmontu… —murmuró.

—Somos nosotros —le aseguró el general—. ¿Qué pasa?

—Acabo de ver al visir Sobek.

Sehotep se adelantó.

—¿Nuevas pruebas contra mí?

—No, se trata de Iker y de Abydos. Ha ocurrido una desgracia, una gran desgracia…

—¡Explícate! —ordenó Nesmontu.

—Iker ha sido asesinado; Abydos, violado. El Anunciador triunfa.

El trío vagó hasta el alba por las calles de Menfis.

Un ejército de terroristas armados hasta los dientes podría haberse cruzado con Sekari sin que éste lo advirtiese. Abrumado por la pena, caminaba al azar, con la mirada perdida, acompañado por Sanguíneo, a su izquierda, y Viento del Norte, a su derecha.

Los animales no se separaban en absoluto, y llegaban incluso a pegarse a él. Tanto el uno como el otro percibían su angustia y, a su modo, exigían una explicación. Retrasando la inevitable entrevista, Sekari recordaba cada una de las aventuras vividas con Iker, de los peores momentos a los inefables gozos. Grababa en su corazón el menor instante de fraternidad y el menor impulso del alma, en el camino de Maat al que habían consagrado su existencia.

Hoy, todo era sólo injusticia y crueldad.

Con las piernas temblorosas, Sekari se derrumbó al pie de un andamio.

El asno y el perro lo rodearon.

—Os debo la verdad… una verdad, muy difícil de decir. ¿Comprendéis?

El tono de Sekari les bastó.

Juntos, Viento del Norte y Sanguíneo emitieron un lamento desgarrador, tan intenso que despertó a numerosos vecinos que dormían.

Uno de ellos salió de su casa y descubrió el extraño espectáculo: un hombre apoyado en el cuello de un asno y un perro y llorando a moco tendido.

—¿Acabará pronto todo ese jaleo? ¡Tengo que levantarme temprano y me gustaría descansar!

—¡Cállate, escuerzo, venera la memoria de un héroe que ha dado su vida para proteger tu sueño! —gritó Sekari.