Las provincias de Egipto eran la proyección terrenal del universo. Uniendo el más allá con el aquí, correspondencias y armónicos convertían las Dos Tierras en el país amado por los dioses. Tenía la apariencia del cuerpo de Osiris, al que cualquier desunión ponía en peligro. Al aunar sólidamente el Sur y el Norte, el faraón celebraba la realidad de la resurrección.
Cada provincia albergaba varias reliquias, en especial una parte del cuerpo de Osiris, cuidadosamente oculta y protegida. Gracias a las indicaciones proporcionadas por el Libro de Tot, Isis sabía que catorce de ellas tenían una especial importancia, puesto que bastarían para ensamblar una momia inalterable, capaz de acoger la muerte de Iker.
Temibles enemigos se levantaban en su camino.
El tiempo, primero. Gracias al cetro «Magia», conseguiría contraerlo, si no dominarlo. Sin embargo, no debía perder ni una sola hora.
Luego, los potentados locales. Aunque sometidos a la voluntad real de la que era el emisario oficial, no apreciarían en absoluto sus exigencias, y tal vez intentaran extraviarla.
Finalmente, los confederados de Set, ciertamente, no le dejarían las manos libres a lo largo de toda su búsqueda. Sin duda se beneficiaría del efecto sorpresa mientras ignorasen el objetivo de su viaje. Pero, antes o después, el secreto sería revelado.
Primera etapa, Elefantina.
Un suave sol bañaba la capital de la primera provincia del Alto Egipto, frontera meridional del doble país, marcada por la primera catarata. El canal de Sesostris hacía posible la navegación durante todo el año, la fortaleza y el muro de ladrillos garantizaban la seguridad de las comunicaciones y de las operaciones comerciales, favorables para el desarrollo de Nubia.
La joven se dirigió al palacio del jefe de provincia Sarenput. Allí la recibieron Buen Compañero y Gacela, un gran perro negro, esbelto, y su inseparable compañera, pequeña, rechoncha, de colgantes mamas. Pese a su edad, seguían siendo excelentes guardianes. Sarenput desconfiaba de los visitantes ante quienes ladraban en exceso.
Isis tuvo derecho a múltiples demostraciones de afecto. Buen Compañero se irguió sobre sus patas traseras y le puso las delanteras en los hombros; Gacela dio vueltas a su alrededor y le lamió los pies.
Apareció entonces el dueño del lugar, macizo como siempre con su cuadrada cabeza, su frente baja, sus pómulos y su mentón prominente, sus anchos hombros y su mirada decidida.
—Me halaga recibir a la superiora de Abydos —declaró, solemne y sincero—. ¿A qué debo el honor de vuestra visita?
Isis no le ocultó aspecto alguno de la tragedia.
Sarenput, trastornado, hizo que le sirvieran vino fuerte.
—La obra de Sesostris puede quedar destruida, y el país puede desaparecer. ¿Cómo luchar contra ese diabólico enemigo?
—Recreando un nuevo Osiris —respondió Isis—. Debo comenzar por la reliquia de Elefantina. ¿Aceptarías entregármela?
Isis temía la reacción del dignatario, celoso de sus prerrogativas, y que no se andaba por las ramas.
—Os llevaré de inmediato allí.
La joven subió a la barca favorita del jefe de provincia. El mismo manejaba los remos y multiplicó su ardor.
Al ver la isla sagrada de Osiris, Isis recordó su angustiosa aventura, cuando había ofrecido su vida para favorecer el regreso de la crecida. Iker había acudido a socorrerla, y la había sacado a la superficie. Hoy, intentaba salvarla de la nada.
La barca acostó junto a la roca que protegía la caverna llamada «La que alberga a su señor». Posados en lo alto de una acacia y un azufaifo, un halcón y un buitre contemplaban a los recién llegados.
—No hay mejores guardianes —afirmó Sarenput—. Un solo imprudente intentó desvelar el secreto de la gruta: las dos rapaces no le dejaron la menor posibilidad. Al ver su cadáver, los curiosos se sintieron desalentados. Desde entonces, se acabaron los incidentes. Os toca a vos, princesa. Yo permaneceré en el exterior.
Isis tomó un estrecho pasadizo de piedra, poblado por el canto de un manantial. Aunque no reconoció el lugar, no vaciló en avanzar, indiferente a la humedad y a la falta de aire. De pronto, el corredor se ensanchó y un fulgor brotó de las profundidades.
La morada de Hapy, el genio del Nilo, ¡la energía de la inundación fecundadora! Tranquilizada, Isis se deslizó a lo largo de la pared rocosa y llegó al corazón de una vasta gruta azulada.
Frente a ella, un fetiche semejante al de Abydos.
Quitó el velo que cubría el extremo del astil y descubrió los pies de Osiris, formados de oro, plata y piedras preciosas.
—Siento confirmároslo —dijo Sarenput, contrariado—: algunos jefes de provincia y varios sumos sacerdotes no querrán cooperar. No niego la calidad de vuestra escolta pero, frente a ciertas cabezas de mula, no dará la talla.
—¿Qué propones?
—Os acompaño. Un navío de guerra y un regimiento de profesionales apaciguarán los espíritus rebeldes y los harán más conciliadores.
Isis no rechazó tan valiosa idea.
—El problema es la falta de viento del sur —advirtió Sarenput—. Utilizaremos la corriente y los remeros se esforzarán al máximo. Sin embargo, avanzaremos lentamente.
—Espero mejorar estas condiciones.
En la proa de su embarcación, Isis dirigió el cetro «Magia» hacia la catarata. Se levantó un poderoso soplo y los dos navíos se pusieron en marcha hacia Edfú, la capital de la segunda provincia del Alto Egipto, el Trono de Horus.
Un halcón daba vueltas alrededor de la proa.
—Sigámoslo —ordenó Isis.
La rapaz los alejaba del embarcadero principal. Sarenput maldijo.
Tras haber descrito unos anchos círculos por encima de un viñedo, se posó en lo alto de una acacia.
—Acostemos —exigió la muchacha.
La maniobra, incómoda, se ejecutó sin embargo a la perfección. Los marinos colocaron una pasarela por la que desembarcaron, de inmediato, algunos arqueros, desconfiados y dispuestos a disparar.
El lugar parecía tranquilo.
—No hay ni la menor posibilidad de encontrar aquí una reliquia osiriaca —afirmó Sarenput—. En cambio, se produce un excelente vino de media crianza. Yo soy uno de los principales compradores y nunca he tenido queja alguna.
Rodeado de muros, el viñedo del Trono de Horus comprendía doce variedades de cepas asociadas a las palmeras datileras. En los meses de enero y febrero se cortaban cuidadosamente los viejos sarmientos y se removía la tierra donde crecerían los nuevos. Numerosos regueros se encargaban de una irrigación controlada, y regulares binas ventilaban el suelo al tiempo que arrancaban las malas hierbas. Estiércol de paloma servía de fertilizante y unas aspersiones a base de cobre, proporcionadas por el laboratorio del templo, prevenían las enfermedades.
Los técnicos estaban terminando una tardía vendimia, de la que se obtendría un néctar perfumado y de mucho cuerpo, un producto de lujo muy apreciado.
Isis y Sarenput se acercaron a una gran presa.
Algunos vendimiadores llevaban grandes racimos muy maduros y los depositaban en una gran cuba, otros los chafaban cantando. El jugo salía de la cuba por varias aberturas, y durante dos o tres días fermentaría en jarras de arcilla abiertas. Entonces comenzaría un trabajo de especialistas que transferirían aquel primer vino a otras jarras, de forma distinta.
Los aprendices recogían los restos de piel y de granos, destinados a una bolsa que retorcían al máximo para exprimir un líquido delicioso.
—¿Queréis? —preguntó un mocetón, ligeramente bebido.
—Por supuesto —respondió Sarenput.
El maestro vendimiador intervino.
—¿Qué significa ese despliegue de fuerzas? ¡Estoy en regla con el fisco!
—No te preocupes, no se te hace reproche alguno.
—¿Conoces el verdadero nombre de la uva exprimida? —preguntó Isis.
La mirada del artesano cambió.
—Hacer semejante pregunta implica que pertenecéis al…
—Al clero de Abydos, en efecto.
—Su verdadero nombre es Osiris, pan y vino a la vez, potencia divina que se encarna en los alimentos sólidos y líquidos. Al exprimir la uva, le damos muerte, y esa prueba separa lo perecedero de lo imperecedero. Luego, bebemos a Osiris. El vino nos revela uno de los caminos de la inmortalidad. Hoy, ofrecemos a los difuntos un caldo excepcional, que alejará de nosotros los espectros y los malos muertos. Los buenos muertos, los Grandes de Abydos, los seres de luz seguirán protegiendo nuestra viña. Olvidar honrarlos engendraría desgracia.
—Además de ese caldo, ¿qué ofrenda les haces?
—Aguardo la procesión de los sacerdotes de Horus. Ellos aportan lo necesario.
Sarenput no tuvo tiempo para embriagarse, pues los ritualistas no tardaron. Los encabezaba un anciano con mirada de rapaz. Su séquito llevaba un impresionante número de jarras, piezas de tela y flores. En el centro del cortejo, una barca.
Isis le reveló su función.
—La gran sacerdotisa de Abydos está entre nosotros… ¡Qué honor! ¿Nos concederéis el placer de participar en el ritual de esta noche? Encenderemos numerosas antorchas y celebraremos un banquete por la memoria de los difuntos, consagrándoles los mejores vinos.
—¿No tiene vuestra barca una forma particular?
—¡Es una réplica de la de Osiris! Símbolo del cuerpo divino reconstituido, recibirá la corona de justificación y mantendrá nuestro templo al margen de la muerte. ¿Consentiríais vos en depositarla en un altar y pronunciar las fórmulas de protección?
—Mi misión implica otro rito. He aquí el cesto de los misterios donde se reúne lo que estaba disperso. ¿Aceptáis entregarme el pecho de Osiris, la reliquia sagrada de vuestra provincia?
Durante su larga vida, el superior de Edfú había oído muchas palabras incongruentes y se creía de vuelta de todo.
Esta vez, quedó boquiabierto.
—La supervivencia de Egipto está en juego —añadió Isis en voz baja.
—¡La reliquia… la reliquia nos pertenece!
—Dadas las circunstancias, debe regresar momentáneamente a Abydos.
—Consultaré con mi colegio de sacerdotes.
Uno de los portadores ejercía la profesión de cartero. Tomaba las rápidas embarcaciones utilizadas por Medes para transmitir decretos reales y redondeaba su salario proporcionando a los capitanes diversas informaciones referentes a la provincia de Edfú. Según su importancia, la prima variaba.
Dada la agitación que reinaba en aquel viñedo, donde debía celebrarse una apacible ceremonia, el informador se olió un buen negocio.
Evitó a los arqueros, que lo miraban con malos ojos, se mezcló con los vendimiadores y bebió jugo de uva. Éstos, a quienes tanto les gustaba bromear, ponían mala cara.
—Extraños visitantes —observó.
—Un cuerpo de élite —afirmó el más despierto—. ¡Ésos no se andan con bromas! Será mejor no buscarles las cosquillas. Mi hermano mayor ha reconocido al jefe de provincia Sarenput. Por lo general, nos manda un barco carguero y lo llenamos de jarras de vino. ¡Hoy, está al mando de un navío de guerra! La cosa huele mal.
—¿Y esa soberbia mujer?
—Es una sacerdotisa de Abydos. Según un colega que tiene fino el oído, sería incluso la superiora. ¿Te das cuenta? ¡No deberíamos haberla visto nunca! Seguro que ocurre algo.
Al informador se le hacía la boca agua. ¿Cuánto valían aquellas informaciones? ¡Sin duda, una fortuna! Regatearía con dureza y obtendría el máximo. Luego, dimisión, compra de una granja, contratación de varios empleados y apacible retiro. ¡Había tenido la suerte de estar en el lugar adecuado en el momento adecuado!
Habló entonces con otros vendimiadores y corrió luego hacia la orilla. La seguiría hasta el embarcadero donde estaba fondeado uno de los barcos de Medes. El trueque requeriría algún tiempo, pero se mostraría inflexible. El ex cartero se imaginaba ya tendido a la sombra de su pérgola, viendo trabajar a su personal.
El halcón emprendió el vuelo. Capaz de ver lo invisible, descubría a sus presas gracias a las emisiones luminosas, por ínfimas que fueran, que se desprendían de su orín o de cualquier otra secreción.
Un grito extraño, angustiante, dejó inmóvil al informador.
Éste, jadeante, levantó los ojos. Cegado por el sol, le pareció que una piedra caía sobre él a increíble velocidad.
Con el cráneo perforado, se derrumbó, muerto.
Cumplido su deber de protector de Isis, el halcón de Horus volvió a posarse en lo alto de la acacia.
—Estas deliberaciones no nos conducirán a nada —afirmó Sarenput—. Les daré un buen meneo a esos viejos chochos y vos cogeréis la reliquia.
—Debemos tener paciencia —recomendó Isis—. El sacerdote comprenderá la gravedad de la situación.
—¡Queréis demasiado a los humanos! Son sólo un hatajo de charlatanes a los que no hay que conceder la posibilidad de discutir sobre cualquier cosa.
Finalmente, el ritualista de mirada de rapaz regresó junto a la muchacha.
—Seguidme, os lo ruego.
La llevó hacia la barca portátil, a la que hizo girar sobre sí misma para acceder al zócalo. Allí, un cofre de sicómoro. El sumo sacerdote sacó de él el pecho de Osiris, formado por piedras preciosas.
—Por unanimidad del colegio sacerdotal de Edfú, aceptamos entregaros este inestimable tesoro. Utilizadlo del mejor modo y preservad de la desgracia las Dos Tierras.