22

El faraón y su hija mantuvieron una larga entrevista con el Calvo y con Neftis. En nombre del rey, el viejo sacerdote asumiría la seguridad de Abydos, sin omitir la celebración de los ritos en compañía de la hermana menor de Isis, asociada también a la investigación. Elegido entre la guardia personal del monarca, el nuevo comandante de las fuerzas especiales los ayudaría.

—Salvo vosotros dos, nadie entrará en la Casa de Vida —ordenó Sesostris—. Nuestros mejores hombres la vigilarán día y noche. Propagad la noticia de la muerte de Iker. Si sus asesinos se encuentran todavía por estos parajes, creerán en su triunfo y tal vez cometan una imprudencia.

—¿No les intrigará una vigilancia tan estrecha? —se inquietó Neftis.

—Prueba de nuestra angustia, se aplicará al conjunto de los monumentos y de los centros vitales de Abydos. Prioridad principal: la preservación de la momia de Iker. Todos los días, formularéis las palabras de poder. Segunda prioridad: impedir que nadie salga del territorio de Osiris ni entre en él.

—¿Pensáis regresar pronto, majestad? —preguntó el Calvo.

—O traigo la jarra sellada que contiene las linfas del Gran Dios o no regresaré.

Cuando el faraón se alejó, el Calvo pensó que estaba viviendo las últimas horas de Abydos.

Isis se despidió de Neftis y le recomendó la mayor prudencia. Sus adversarios llegaban hasta el asesinato, y no vacilarían en matar a una mujer.

Según el rollo de Tot, la viuda tenía que ir primero a Elefantina, cabeza de Egipto, y bajar luego por el Nilo. Isis embarcó en un navío rápido cuyo capitán era un marino excepcional. La tripulación, que estaba formada por expertos profesionales, conocía todas las trampas del río. Una decena de arqueros de élite escoltaban a la hija de Sesostris.

Apenas hubieron desplegado las velas cuando la joven señaló con el cetro «Magia» hacia el cielo, y en pocos instantes se levantó un viento del norte de extraña fuerza.

El capitán nunca había pilotado su embarcación a semejante velocidad. Con un mínimo de esfuerzo, los marinos obtenían prodigiosos resultados.

—Navegaremos por la noche —anunció Isis.

—¡Es extremadamente peligroso!

—La luz de la luna iluminará nuestro camino.

Shab el Retorcido salió de su escondrijo.

Nadie por los alrededores.

Quería saber si todo el paraje estaba cerrado o si existía algún lugar por donde escapar.

Más allá de las últimas capillas, una zona desértica. Antaño, Bega utilizaba aquel punto de paso para sacar las pequeñas estelas.

Sin su innata desconfianza, Shab hubiera sido descubierto. A poca distancia el uno del otro, dos arqueros montaban guardia, que, a juzgar por su comportamiento, pertenecían a un regimiento aguerrido.

El Retorcido se desplazó, agachado.

Tal vez sólo algunos lugares gozaran de aquel tratamiento de favor. Shab se desencantó: había soldados por todas partes. Era imposible escapar de Abydos por aquel lado. Tenso, regresó a su madriguera.

Alguien se acercaba. Shab apartó una rama baja.

—Entra, Bega.

El permanente dobló con dificultad su enorme cuerpo y penetró en la pequeña capilla.

—El ejército vigila el desierto, no es posible huir.

—Hay soldados por todas partes —confirmó Bega—. Han recibido la orden de disparar sin previo aviso.

—Dicho de otro modo, el faraón cree que los asesinos de Iker están todavía en Abydos. El Anunciador nos sacará de esta encerrona.

—No te muevas de aquí, te traeré comida.

—¿Y si me mezclara con los temporales? ¡Iker ya no está aquí para identificarme!

—La policía los interrogará uno a uno. Es difícil justificar tu presencia, te arriesgas a que te arresten. Espera órdenes.

Bega estaba tan nervioso como Shab, pero la sensación de victoria los tranquilizaba. ¿No era como para sonreír la reacción del rey? ¡Desplegar el ejército no devolvería la vida a Iker!

Con cara de circunstancias, Bega se lamentó en compañía de los permanentes convocados por el Calvo, del que esperaban unas explicaciones claras.

—¡Qué terrible injusticia! —deploró Bega—. Si el infeliz Iker ha fallecido, la muerte se lo lleva precisamente cuando alcanzaba el punto culminante de su fulgurante carrera. Todos nosotros habíamos aprendido a apreciarlo, era tan respetuoso con nuestras costumbres.

Sus colegas masculinos y femeninos lo aprobaron.

El vigilante de la tumba de Osiris apareció a su vez; se mostraba especialmente afectado.

—Pareces agotado —advirtió Bega—. ¿No deberías consultar a un médico?

—¿Para qué?

—¿Qué quieres decir?

—Lo siento, estoy sometido al secreto.

—¡Entre nosotros, no!

—Incluso entre nosotros. Son órdenes del Calvo.

Bega sonrió interiormente. De modo que el viejo intentaba impedir la difusión de catastróficas noticias que arruinaban las esperanzas de la Gran Tierra antes de propagarse por todo Egipto.

—Se murmura que Iker ha sido asesinado —dijo el Servidor del ka.

—¡Estás divagando! —exclamó Bega—. No prestemos atención a rumores tan insensatos.

—¿No ha sido estrangulado un oficial?

—Sin duda, como resultado de una riña.

—¿Y el despliegue del ejército, la multiplicación de las medidas de seguridad, el refuerzo de la guardia de los edificios? ¡Es evidente que nos amenaza un terrible peligro!

La entrada del Calvo puso fin a las discusiones.

Unas profundas arrugas estriaban su rostro, brutalmente envejecido. Una lacerante tristeza se añadía a su austeridad natural. Los más optimistas percibieron la gravedad de la situación.

—El hijo real Iker ha muerto —declaró—. Sin embargo, seguiremos preparando la celebración de los misterios del mes de khoiak.

—¿Muerte natural o asesinato? —preguntó el Servidor del ka.

—Asesinato.

Se hizo un absoluto silencio.

Incluso Bega sintió una especie de impacto, como si todo el mundo acabara de derrumbarse. Aquel crimen mancillaba el sagrado dominio de Osiris, ¡la peor violencia en el corazón de la serenidad!

—¿Se ha detenido a los culpables?

—Todavía no.

—¿Se conoce su identidad?

—Por desgracia, no.

—¿Se tiene la seguridad de que han abandonado Abydos?

—En absoluto.

—¡Estamos en peligro, pues! —se preocupó el Servidor del ka.

—¿Y el comandante de las fuerzas especiales? —añadió el ritualista capaz de ver los secretos—. ¡También él ha sido asesinado!

—Exacto.

—¿Otra pandilla de criminales?

—Lo ignoramos, la investigación está comenzando. Su majestad ha tomado las medidas necesarias para asegurar vuestra protección. Respetemos nuestra Regla y consagrémonos a nuestras tareas rituales. No hay mejor modo de rendir homenaje a Iker.

—No veo a la infeliz Isis —intervino Bega—. ¿Acaso ha abandonado Abydos?

—La esposa de Iker está sumida en tal desolación que ni siquiera se siente capaz de asumir los deberes de su cargo. Neftis dirigirá la comunidad de las sacerdotisas permanentes.

Bega estaba rebosante de felicidad. ¡Iker muerto e Isis fuera! Mil soldados eran menos peligrosos que aquellos dos. Hacía mucho tiempo ya que deseaba suprimir a aquella mujer, demasiado bella, demasiado inteligente, demasiado resplandeciente. La desaparición de Iker la aniquilaba y le arrebataba cualquier capacidad para dañar al Anunciador. Se consumiría de pena en un palacio de Menfis.

—La lista de nuestras desgracias no se detiene ahí —deploró el Calvo—. La tumba de Osiris ha sido profanada, han robado la preciosa jarra.

—Ni Abydos ni Egipto sobrevivirán a este cataclismo —murmuró el Servidor del ka, destrozado.

—Os lo repito —insistió el anciano—: sigamos viviendo según la Regla.

—¿En nombre de qué esperanza?

—No es necesario esperar para actuar. El rito se transmite a través de nosotros y más allá de nosotros, sean cuales sean las circunstancias.

Desamparados, los permanentes se consagraron a sus ocupaciones habituales, comenzando por la distribución de las tareas a los temporales, entre quienes reinaba la perplejidad y la inquietud. El Calvo no había impuesto silencio, por lo que las informaciones se propagarían con rapidez.

Al caer la noche, Bina daba un masaje en los pies a su señor. En la oscuridad de su pequeño alojamiento oficial, él le pertenecía, y ya no pensaba en maldecir a aquella tal Neftis, a la que mataría con sus propias manos. Dulce, previsora, sumisa a los menores caprichos del Anunciador, ella seguía siendo su esposa principal, relegando a las demás a empleos subalternos. Y si una de ellas intentaba ocupar su lugar, ella le laceraría las carnes, le arrancaría los ojos y arrojaría sus restos a los perros.

El Anunciador cenó un poco de sal, Bina ayunó. No bebía alcohol y no comía alimento graso alguno, por miedo a engordar y a disgustar a su señor. Si seguía siendo bella y deseable, vencería los estragos del tiempo.

Una silueta cruzó el umbral. Bina cogió un puñal y le cerró el paso.

—¡Soy yo, Bega!

—Un paso más y te atravieso. La próxima vez, anúnciate.

—No quería alertar al vecindario. Cerca de aquí hay unos policías de guardia. Los centinelas vigilan permanentemente el paraje. Nadie puede entrar ni salir de Abydos.

—Nos queda el camino de urgencia —recordó Bina.

—¡Impracticable, según Shab! Los arqueros patrullan por el desierto.

—No os atormentéis —recomendó con voz tranquila el Anunciador—. ¿Ha revelado la verdad el Calvo?

—¡Estaba demasiado conmovido para callar! Mañana mismo, todos conocerán la magnitud del desastre. Los permanentes están aterrados, el hermoso edificio osiriaco se disloca. Privados de la protección del dios, se sienten condenados a la nada. ¡Triunfo total, señor! Cuando pasemos a sangre y fuego la capital, las fuerzas del orden se dispersarán y tomaremos el poder.

—¿Y Sesostris?

—Ha abandonado Abydos.

—¿Hacia dónde?

—Lo ignoro. Abrumada por la pena, Isis también se ha marchado.

—¿Sin asistir a los funerales de su marido?

—Deben de haber enterrado el cadáver a toda prisa.

—Una actitud muy poco egipcia —estimó el Anunciador—. ¿No estará dañando tu lucidez la embriaguez por la victoria?

—¡Derrotado, el enemigo se comporta como un animal aterrorizado!

—Al menos, intenta convencernos de ello.

—¿Por qué dudar de su desbandada?

—Porque el rey ha restablecido el campo de fuerzas que mana de las cuatro acacias jóvenes, ha vuelto a abrir los ojos de los leones guardianes y ha vuelto a poner, en el centro del relicario, el astil con un escondrijo.

—¡Es una maniobra de distracción! Pretende que todos crean que la cabeza de Osiris se ha salvaguardado.

—¿Ha hablado el Calvo a este respecto?

—No, pero ha reconocido la violación de la tumba del Gran Dios y la desaparición de la jarra sellada. Abydos carece ya de la menor energía.

—Y, sin embargo, la de las jóvenes acacias se revela eficaz. Añadida a la presencia militar, me impide acercarme al árbol de vida y apresurar su decadencia. ¿Por qué ese lujo de precauciones, si el faraón renuncia a combatir?

—¡Es un simple espejismo! —sugirió Bega—. Teme disturbios en Menfis y se dirige a toda prisa hacia allí.

—Eso exigiría la lógica, en efecto. Sin embargo, ese monarca sabe librar una batalla sobrenatural. La muerte hiere a su hijo espiritual, la tempestad barre Abydos y abandona el paraje limitándose a algunos males menores… No, ése no es su estilo.

—Debe defender Menfis —repuso Bega.

—Es aún más esencial salvar a Osiris. Un rey de esa envergadura no huye ni deserta. Al reconstruir una barrera mágica, por irrisoria que nos parezca al preservar la acacia, revela su deseo de proseguir la lucha con las mejores armas.

Los enrojecidos ojos del Anunciador llamearon.

—Sesostris no va a Menfis —afirmó—. Quiero conocer sus intenciones reales. Interroga a los responsables del puerto y a los marinos.

—¡Corro el riesgo de despertar sospechas!

—¡Sigue demostrándome tu fidelidad, mi buen amigo!

La quemadura que sintió Bega en la palma de la mano lo disuadió de protestar.

—¿No os intriga la marcha de Isis? —preguntó Bina.

El Anunciador le acarició el pelo.

—¿Cómo podría perjudicarme una mujer?