20

El faraón presintió un desastre, y temió llegar demasiado tarde. Unas penosas condiciones de navegación le impidieron llegar a tiempo a Abydos.

Y el adversario acababa de alcanzarlo en pleno corazón.

Al matar a Iker, había asesinado también el porvenir de Egipto.

Isis contempló el cielo.

—El que intenta separar al hermano de su hermana no triunfará —declaró—. Quiere destruirme y arrojarme a la desesperación. Lo aplastaré, pues destruye la felicidad y el momento adecuado. ¿Acaso la muerte no es una enfermedad de la que no puede curarse? Es preciso devolver a Iker a la vida, majestad, utilizando el Gran Secreto.

—Comparto tu dolor, ¿pero no estás pidiendo un imposible?

—¿No pasa el ka de faraón a faraón? ¿Por ventura no existe un solo faraón? Si esa potencia animaba a Iker, podemos intentar que renazca. Al menos en un caso, el del maestro de obra Imhotep, que sigue vivo desde el tiempo de las pirámides, su ka no ha dejado de transmitirse de iniciado en iniciado, y sigue siendo el único fundador de templos.

—Lo urgente es borrar las causas de la muerte y detener el proceso de degradación. Trae el sudario osiriaco previsto para la celebración de los misterios y reúnete conmigo en la Casa de Vida.

Los guardias de élite que escoltaban al monarca transportaron el sarcófago hasta la entrada del edificio.

La tormenta de arena remitía por fin.

—Majestad, acabamos de encontrar el cadáver del comandante de las fuerzas de seguridad —lo avisó un oficial—. Ha sido estrangulado.

El rostro del rey permaneció inescrutable.

De modo que, como suponía, el enemigo se había introducido en el propio seno de la ciudad de Osiris.

—Despierta a todos los guardias, pide refuerzos a las ciudades más cercanas y cierra el conjunto del territorio de Abydos, incluido el desierto.

Arrugado y cojeando, el Calvo se inclinó ante el rey.

Su mirada se dirigió al sarcófago.

—¡Iker! Es el…

—Los cómplices del Anunciador lo han asesinado.

El Calvo pareció muy viejo de pronto.

—¡De modo que se ocultan entre nosotros y yo no he visto nada!

—Vamos a poner en práctica los ritos del Gran Secreto.

—Majestad, sólo son aplicables al faraón y a seres excepcionales, como Imhotep o…

—¿Acaso Iker no forma parte de ellos?

—¡Si nos equivocamos, quedará aniquilado!

—Isis desea librar ese combate. Y yo también. Apresurémonos, debo rechazar la muerte.[11]

El Calvo abrió la puerta de la Casa de Vida.

Al ver al faraón, la pantera, guardiana de los archivos sagrados, no manifestó agresividad alguna.

En cuanto Isis se reunió con él, llevando un cofre de marfil y loza azul, el rey levantó el cuerpo del difunto y lo llevó al interior del edificio. En aquel lugar donde se elaboraba la palabra gozosa, donde se vivía del Verbo, donde se distinguían las palabras dándoles todo su sentido, el faraón meditaba, leía y creaba los rituales que los permanentes iban perfeccionando al hilo de las edades.

Depositó los despojos de su hijo espiritual en un lecho de madera decorado con figuras divinas, armadas con cuchillos. Ningún genio maligno agrediría al durmiente.

—Vestidlo con la túnica osiriaca —ordenó el monarca a Isis y al Calvo—. Que su cabeza descanse en el apoyo de Chu, el aire luminoso que está en el origen de toda vida.

Isis abrió el cofre y desplegó la vestidura de lino real que Iker habría ofrecido a Osiris durante la celebración de los misterios. La muchacha había lavado y planchado el precioso tejido. Sólo una iniciada en los misterios de Hator podía manejar aquella tela brillante como una llama.

Sudor de Ra, expresión de la luz divina, aquel sudario purificaba y hacía incorruptible.

Ante la estupefacción del Calvo, el rostro de Iker, con los ojos abiertos de par en par, permaneció apacible.

La llama de aquel tejido sagrado debería haber consumido su carne y poner fin a las locas esperanzas de Isis.

Ella lo miraba y le hablaba, aunque ninguna palabra brotara de su boca. Superada aquella primera prueba, Iker seguía luchando en un espacio que no era ni la muerte ni el renacimiento.

Ciertamente, su esposa podría haberse ceñido a los ritos que permitían al alma de los justos revivir en los paraísos del más allá. Pero aquella muerte, aquel asesinato, era obra del mal. No limitándose a suprimir a un hombre, pretendía destruir al hijo espiritual del faraón y el destino que éste encarnaba.

Isis percibía la desaprobación del Calvo y conocía la magnitud de los riesgos. Pero ¿acaso no revelaba la prueba del sudario la adhesión de Osiris y el consentimiento de Iker?

Cuando el faraón apareció con la máscara de Anubis, el chacal que conocía los hermosos caminos de occidente y las rutas del otro mundo, Isis y el Calvo se retiraron y fueron a buscar, en el Tesoro de la Casa de Vida, los objetos indispensables para proseguir el ritual.

—Reúno las carnes del alma completa —proclamó Sesostris—, curo de la muerte, modelo el sol, piedra de oro de fecundadores rayos, y amaso la luna llena, incesante renovación. Yo te transmito sus fuerzas.

Hasta el amanecer, el faraón impuso sus manos y magnetizó a Iker.

El cadáver, momificado y detenido entre dos mundos, no se deterioraba ya.

El Calvo entregó al rey un bastón acodado, pintado de blanco y decorado con anillas rojas. Sesostris colocó aquel «extensor derecho»[12] bajo la espalda de Iker; sustituía su columna vertebral y su médula espinal, de modo que el magnetismo siguiera circulando y rechazando el frío de la muerte.

Isis ofreció a su padre una piel de animal que Anubis laceró antes de envolver con ella el cuerpo de su hijo.

—Set está presente —declaró—. Tras haberte matado, te protege. En adelante, no te infligirá herida alguna. Su fuego destructor te preserva de sí mismo y conserva la calidez de la vida, que se apliquen los siete óleos santos.

Reunidos, volvían a formar el ojo de Horus, unidad que triunfaba sobre la dispersión y el caos. Con el dedo meñique, Isis tocó los labios de Iker y le insufló las energías de los óleos «perfume de fiesta», «júbilo», «castigo de Set», «unión», «soporte», «la mejor del pino» y «la mejor de Libia».

Anubis quitó la tapa del recipiente que le entregó el Calvo. Contenía la quintaesencia de los minerales y los metales, resultante de los trabajos alquímicos de la Morada del Oro.

—Te unjo con esta sustancia divina, dosificada para tu ka. Te conviertes así en una piedra, lugar de las metamorfosis.

Utilizando una azuela de metal celeste, Anubis desatascó los canales del corazón, las orejas y la boca de Iker. Sus sentidos despertaron de nuevo, doce canales, se reunieron en el corazón, procuraron aliento y formaron una envoltura protectora.

Convertido en cuerpo osiriaco al abrigo de la corrupción, Iker permanecía, sin embargo, lejos de la resurrección. Era preciso que aquel ser irradiara, animarlo con una luz anterior a cualquier nacimiento. El faraón se quitó la máscara de chacal y pronunció la primera fórmula de los «textos de las pirámides», que iniciaban el proceso de resurrección del alma real:

—Ciertamente, no has partido en estado de muerte, has partido vivo.[13]

—Has partido, pero regresarás —añadió Isis—. Duermes, pero despertarás. Abordas en la ribera del más allá, pero vives.[14]

El Calvo dejó solos al padre y a la hija.

—La muerte ha nacido —declaró Sesostris—. Morirá, pues. Lo que fulgura más allá del mundo aparente, más allá de lo que llamamos «vida» y «muerte», no sufre la nada. Los seres de antes de la creación escapan al día de la muerte.[15] Sólo resucita lo que no ha nacido. Así pues, la iniciación a los misterios de Osiris no se presenta sólo como un nuevo nacimiento y el paso a través de una muerte. Los humanos desaparecen porque no saben vincularse al inicio y no escuchan el mensaje de su madre celestial, Mut. Mut implica muerte, rectitud, precisión, momento justo, canal fecundador y creación de una nueva simiente.[16]

—¿No es la morada de los difuntos profunda y oscura? —se inquietó Isis—. No tiene puerta ni ventana, ningún rayo de luz la ilumina, ningún viento del norte la refresca. Allí nunca se levanta el sol.

—Así se presenta el infierno de la segunda muerte. El ser que conoce escapa de él, ninguna magia lo encadena. Recuerda tu iniciación, durante la prueba del sarcófago. En aquel instante, percibiste el Gran Secreto: los iniciados en los misterios de Osiris pueden regresar de la muerte, siempre que estén exentos de mal y sean identificados como justos de voz.

Isis lo recordó.

Los hombres se componían de un cuerpo perecedero, de un nombre que influía en su destino, de una sombra presente aún tras el fallecimiento para ejercer una primera regeneración, de un ba, el alma-pájaro capaz de volar hasta el sol y llevar su fulgor al cuerpo osiriaco, de un ka, energía vital indestructible que debe conquistarse más allá del óbito, y de un akh, el espíritu luminoso que despierta durante la iniciación a los misterios.

Iker no carecía de ninguno de esos elementos.

Sin embargo, la muerte los disociaba y los dispersaba. En caso de sentencia favorable del tribunal osiriaco, se reconstruían al otro lado y se reunían en un nuevo ser apto para vivir dos eternidades, la del instante y la del tiempo, alimento con los ciclos naturales.

Isis exigía más.

—Tres esferas forman el más allá —declaró el rey—. La del caos y las tinieblas, donde se castiga a los condenados. La de la luz donde se unen Ra y Osiris en presencia de los justos de voz. Entre ambas, la de la filtración donde el mal debe ser atrapado en la red. Tú y Neftis, llevad a cabo los ritos de ese mundo intermedio.

Isis y Neftis se maquillaron recíprocamente.

Un rastro de maquillaje verde, que emanaba del ojo de Horus, adornó los párpados inferiores; uno de maquillaje negro, procedente del de Ra, los párpados superiores. Conservados en la caja llamada «la que abre la visión», aquellos productos, obras maestras de los especialistas del templo, cuidaban el ojo divino.

Un ocre rojo animó los labios; óleo de fenogreco suavizó la piel.

Sobre el corazón de Neftis, Isis trazó una estrella; en su ombligo, un sol. Se convertían así en las dos plañideras, Isis la Grande comparada con la popa de la barca celestial, Neftis la Pequeña con la proa.

Neftis presentó a Isis siete túnicas de distintos colores que encarnaban las etapas superadas en la Morada de la Acacia por la superiora de las sacerdotisas de Hator.

Luego, las dos hermanas se vistieron con una túnica de lino muy fino, blanca como la pureza del día naciente, amarilla como el azafrán y roja como la llama.

Se tocaron con una diadema de oro adornada con flores de cornalina y rosetas de lapislázuli, y cubrieron su pecho con un ancho collar de oro y de turquesas con los cierres en forma de cabeza de halcón. En las muñecas y los tobillos, brazaletes de cornalina de un rojo vivo que estimulaban el fluido vital. En los pies, sandalias blancas.

Neftis abrazó a su hermana.

—Isis… no puedes imaginar hasta qué punto comparto tu sufrimiento. La muerte de Iker es una injusticia insoportable.

—Por eso vamos a repararla. Necesito tu ayuda, Neftis. El magnetismo del faraón y las palabras de poder han inmovilizado el ser de Iker en la esfera intermedia. Nosotras debemos hacerlo salir de allí.

Las dos jóvenes penetraron en la cámara mortuoria, débilmente iluminada por una sola lámpara. Isis se colocó a los pies del ataúd, Neftis a la cabecera.

Extendiendo las manos, lo magnetizaron. Unas líneas onduladas brotaron de sus palmas y envolvieron el cadáver con una dulce luz.

Por turnos, las plañideras desgranaron las lamentaciones rituales, transmitidas desde los tiempos de Osiris. La vibración de aquellas palabras acompasadas aprisionaba las fuerzas destructoras y las apartaba de la momia. Tendida entre el mundo de los vivos y el de los muertos, la red de la palabra mágica desempeñaba un papel de filtro purificador.

Llegó el momento de la última súplica.

—Regresa a tu templo en tu forma primordial —imploró Isis—, ¡regresa en paz! Soy tu hermana que te ama y aparta la desesperación. No abandones este lugar, únete a mí, expulsa la desgracia. La luz te pertenece, brilla. Ven hacia tu esposa, ella te abraza, ensambla tus huesos y tus miembros para convertirte en un ser completo y consumado. El Verbo permanece en tus labios, apartas las tinieblas. Yo te protejo para siempre, mi corazón está lleno de amor por ti, deseo abrazarte y estar tan cerca de ti que nada pueda separamos ya. Heme aquí en el seno de este misterioso santuario, decidida a vencer el mal que te abruma. Coloca la vida en mí, te incluyo en la vida de mí ser. Soy tu hermana, no te alejes de mí, Dioses y hombres te lloran. Yo te llamo hasta lo más alto del cielo. ¿No oyes mi voz?[17]

Al cabo de una larga vigilia, el faraón, el Calvo, Isis y Neftis se colocaron alrededor del ataúd.

—Osiris no es el dios de todos los muertos —recordó el rey—, sino el de los fieles de Maat, que, durante su existencia, tomaron el camino de la rectitud. Los jueces del más allá ven nuestra existencia en un solo instante y únicamente toman en consideración nuestros actos, puestos en un montón a nuestro lado. No manifiestan indulgencia alguna y sólo el justo andará libremente por los hermosos caminos de la eternidad. Antes se reúne el tribunal humano. Represento al Alto y al Bajo Egipto, el Calvo a los permanentes de Abydos, Isis a las sacerdotisas de Hator. ¿Consideráis a Iker digno de comparecer ante el Gran Dios y subir a su barca?

—Iker no cometió falta alguna contra Abydos y la iniciación —declaró, conmovido, el Calvo.

—El corazón de Iker es grande, ninguna falta mortal lo mancilla —afirmó Isis.

Sólo faltaba la sentencia real.

¿Reprocharía Sesostris a Iker sus errores pasados y su falta de lucidez?

—Iker siguió su destino, sin cobardía ni pusilanimidad. Es mi hijo. Que Osiris lo reciba en su reino.