Una tormenta de arena cubría Abydos con un manto ocre. Se hacía difícil desplazarse, y la visibilidad se reducía cada vez más. Sin embargo, Iker se dirigió a casa de Bega, que lo había invitado a cenar para, según decía, transmitirle una información decisiva para el porvenir de Abydos.
—Deberíais poneros al abrigo —le aconsejó el comandante de las fuerzas especiales, que estaba dando una vuelta de inspección—. ¡Nunca había visto nada semejante!
—Bega me aguarda.
—Apresuraos, entonces.
El oficial temía accidentes e infortunios. Sus patrullas, retenidas en el cuartel, no podrían intervenir si sucedía algún incidente. Cuando desandaba lo andado, divisó la silueta de una mujer.
Se aproximó a ella.
—¡Bina! No te quedes fuera, es peligroso.
—Deseaba veros.
El hombre, halagado, sonrió.
—¿Es urgente?
Ella se contoneó con sensualidad.
—Eso creo…
—Acompáñame. Te socorreré.
La hermosa morena se colgó del cuello del comandante y le pidió que le besara.
—¡Aquí no, con esta tormenta!
—Aquí y ahora.
El oficial, excitado, hizo resbalar los tirantes del vestido sobre los sedosos hombros.
Cuando estaba besándole los pechos, la correa de cuero de Shab el Retorcido, que lo atacó por detrás, le ciñó la garganta.
Su muerte fue dolorosa pero rápida.
Puesto que conocía el destino de Iker, el comandante estaba condenado. Y, de todos modos, Bina quería que lo ejecutaran: ya no soportaba más sus miradas obscenas.
La modesta morada de Bega, poco acogedora, necesitaba una buena reforma. Ante la sorpresa de Iker, el austero personaje había preparado una especie de banquete. En una larga mesa de madera, cubierta con un paño, había dispuesto dos jarras de vino y algunos platos de carne, pescado, legumbres y frutas.
—Estoy encantado de recibiros, hijo real. Esta noche, festejamos.
—¿Qué festejamos?
—¡Vuestro triunfo, claro está! ¿Acaso no acabáis de conquistar Abydos? Bebamos, entonces, por esa inmensa victoria.
Iker aceptó una copa. El vino le pareció levemente amargo, pero no se atrevió a formular crítica alguna.
—Me sorprenden esos términos y al mismo tiempo me molestan —confesó—. No soy un conquistador, no se trata de una guerra. Mi único deseo consiste en servir a Osiris y al faraón.
—¡Vamos, vamos, no os hagáis el modesto! ¡A vuestra edad, ser superior de los sacerdotes permanentes de Abydos es un increíble destino! Comed y bebed, os lo ruego.
A Iker no le gustaba en absoluto la mordiente ironía de su anfitrión.
Irritado, tomó un poco de pescado seco, unas hojas de ensalada y volvió a beber vino, amargo de nuevo.
—¿Qué deseáis decirme, Bega?
—¡Mucha prisa demostráis! Si la tempestad empeora, no podréis regresar a vuestro domicilio. Os ofrezco de buena gana mi hospitalidad.
—Pero ¿y esas importantes revelaciones?
—¡Lo son, creedme!
La mirada de Bega era francamente agresiva. Una gélida maldad lo animaba, como si por fin consiguiera alcanzar un perverso objetivo, considerado inaccesible durante mucho tiempo.
—¿Podríais explicaros?
—¡Paciencia, más tarde obtendrás la totalidad de las explicaciones! Deja que saboree este momento. Tu triunfo es sólo aparente, joven ambicioso. Al robar el puesto que me correspondía por derecho cometiste una falta imperdonable. Y ahora lo vas a pagar caro.
Iker se levantó.
—¡Estáis perdiendo la cabeza!
—Mira la palma de mi mano.
Por unos instantes, la visión de Iker se nubló. Sin duda, a causa de los efectos de la fatiga y del mal vino.
Luego, la palma de Bega volvió a estar clara. Tenía grabada una minúscula y sorprendente figura.
—Diríase… ¡no, no es posible! ¡La cabeza… la cabeza del dios Set!
—Exacto, hijo real.
—¿Qué… qué significa eso?
—Vuelve a sentarte, te tambaleas.
Obligado a hacerlo, Iker se sintió algo mejor.
Bega lo contemplaba con ferocidad.
—Significa que soy un confederado de Set y miembro de la conspiración del mal, como Medes y Gergu. Soberbias revelaciones, ¿no? Y no son éstas todas tus sorpresas.
Iker, atónito, respiraba con dificultad. Su sangre ardía. Cargó aquellos desórdenes en la cuenta de la estupefacción. ¿Cómo imaginar tanta negrura por parte de un permanente? El faraón no se había equivocado: el mal prosperaba en pleno corazón de Abydos.
En ese instante apareció un hombre de gran talla, imberbe y con la cabeza afeitada. Sus ojos rojos se clavaron en Iker.
Bega le hizo una reverencia.
—Esta vez, maestro, nada ni nadie salvará al hijo real.
—¿Quién sois? —preguntó el joven.
—Reflexiona —le recomendó una dulce voz—. El enigma no parece difícil de resolver.
—¡El Anunciador! El Anunciador aquí, en la tierra sagrada de Abydos…
—Saliste airoso de las peores pruebas, Iker, y venciste múltiples peligros. No me equivoqué al elegirte. Ningún hombre podría haber llevado a cabo semejantes hazañas. Hete aquí llegado al final de tu excepcional destino, heredero y sucesor del faraón, legatario de los grandes misterios, insustituible hijo espiritual. Por eso debes desaparecer. Privado de porvenir, Sesostris se derrumbará y arrastrará en su caída a Egipto entero.
Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, Iker empuñó su copa e intentó golpear al monstruo.
Pero Shab el Retorcido apareció por detrás, lo sujetó, lo obligó a soltar la improvisada arma y a volver a sentarse.
—Tu potencia se desvanece —indicó el Anunciador—. Los textos del laboratorio del templo de Sesostris me han enseñado mucho. En materia de toxicología y de venenos, los sabios egipcios son notables. Su utilización terapéutica del veneno de serpientes y escorpiones merece admiración. He estropeado el sabor de ese gran caldo vertiendo en él una sustancia mortífera, y la nueva religión proscribirá cualquier consumo de vino y de alcohol. Así perecerás a causa de las disolutas costumbres de este maldito país.
Bina apareció a su vez.
—¡Hete por fin derrotado, incapaz de luchar! Pensabas que estabas llegando a la cumbre, y estoy encantada con tu caída.
Paralizado y empapado en sudor, Iker sintió que la vida lo abandonaba.
—Antes de que la nada te devore, debo describirte el futuro inmediato —prosiguió el Anunciador—. Gracias a tu desaparición, el zócalo de las Dos Tierras sufrirá irreparables grietas. Sesostris se derrumbará y será presa de la desgracia. Sus íntimos lo abandonarán y Menfis sufrirá la cólera de mis discípulos. Sólo sobrevivirán los que se conviertan a la verdadera religión, los infieles y los incrédulos perecerán. La escultura, la pintura, la literatura y la música quedarán prohibidas. Se copiarán mis palabras, se pronunciarán sin cesar, y nadie necesitará otra ciencia. Quien se atreva a dudar de mi verdad será ejecutado. Las mujeres, criaturas inferiores, permanecerán confinadas en sus moradas, servirán a sus maridos y les darán miles de varones para formar un ejército de conquistadores que impondrán nuestra fe al mundo entero. Ni una pulgada de su cuerpo quedará desnudo, cada hombre elegirá tantas esposas como desee. El oro de los dioses me permitirá desarrollar una nueva economía que asegure la riqueza de mis fieles. Y, sobre todo, Iker, Osiris no volverá a resucitar.
—¡Te equivocas, demonio! Mi muerte no cambiará nada, el faraón te destruirá.
El Anunciador sonrió.
—No salvarás tu mundo, pequeño escriba, pues yo lo he condenado ya. Soy indestructible.
—Te equivocas… La luz… la luz te vencerá.
Los labios de Iker se apretaron. Por sus venas corría fuego, sus miembros se petrificaban, su visión se apagaba.
La muerte no lo asustaba, puesto que había rechazado el mal.
Imploró al faraón, su padre, y dirigió sus últimos pensamientos a Isis, tan próxima y tan lejana a la vez. Grabó su amor en un último suspiro, seguro de que ella no lo abandonaría.
Bega fue el primero en examinar el cadáver.
—Ya no nos molestará más —comprobó, gélido.
Con brusquedad, arrancó el collar de oro del hijo real y pisoteó el amuleto que representaba el cetro «Potencia». Luego, apartó un paño y descubrió un sarcófago de madera.
Con la ayuda de Shab, depositó allí el cuerpo de Iker.
—Lleváoslo, y dejadlo cerca del templo de Sesostris —ordenó el Anunciador—. Aún tengo que realizar numerosas tareas.
—La tormenta ha arreciado —deploró Bina, inquieta.
Él le acarició el pelo.
—¿Acaso crees que una simple tormenta de arena me impedirá violar la tumba de Osiris?
—¡Sed prudente, señor! Se dice que la protección mágica del lugar impide que nadie se acerque a él.
—Una vez desaparecido Iker y con la transmisión del espíritu quebrada, ninguna muralla, visible o invisible, podrá resistírseme.
La arena penetraba en todas partes.
Con las ventanas y las puertas cerradas, Isis renunció a sacarla. Habría que esperar a que remitiera el mal tiempo para emprenderla con la intrusa.
Los aullidos del viento hicieron estremecer a la muchacha. Llevaba consigo lamentos y gemidos, se lanzaba al asalto de los edificios y no concedía respiro alguno.
Isis sintió una repentina inquietud.
¿Por qué no regresaba Iker? Estaba ocupado en resolver múltiples detalles, y tal vez prefería permanecer en el templo hasta que cesara la tormenta.
De pronto, la sacerdotisa sintió un violento dolor que le desgarraba el corazón. Se vio obligada a sentarse y le costó recuperar el aliento.
Nunca la había abrumado una ansiedad de semejante magnitud.
En una mesa baja, la paleta de oro brillaba con extraño fulgor. Isis, sobreponiéndose a su sufrimiento, la tomó en sus manos.
Se había inscrito en ella el jeroglífico del trono, que servía para escribir su nombre.
Iker la llamaba.
La invadieron angustiosos recuerdos. Muerto hoy, ¿no le había anunciado el viejo superior que no sería una sacerdotisa como las demás y que le incumbiría una peligrosa misión? No, no debía dejar que esos pensamientos la abrumaran. Una simple tormenta de arena, un simple retraso de su esposo, un simple malestar debido al exceso de trabajo… Isis se humedeció el rostro con agua fresca y se tendió en la cama.
Pero la paleta de oro, su nombre, la llamada de Iker… No podía quedarse allí sin hacer nada.
Ataviada con su larga túnica blanca de sacerdotisa de Hator, se anudó al talle un cinto rojo y se calzó unas sandalias de cuero.
La violencia del viento persistía, la arena azotaba su rostro.
¡Era imposible ver el camino a más de cinco pasos! Tendría que renunciar, pero ¿y si Iker la necesitaba? Sus espíritus y sus corazones estaban tan íntimamente vinculados que, incluso separados, permanecían cerca el uno del otro. Ahora bien, desde hacía unos instantes, sentía que Iker se alejaba. ¿Acaso corría el peligro de perderlo?
Desafiando la tormenta, avanzó hacia el templo de millones de años de Sesostris. Quizá el hijo real se había topado con dificultades imprevistas y ahora estuviera tratando de resolverlas, olvidando la hora. En compañía de los ritualistas, ¿no estaría profundizando en cada episodio de los misterios?
Ninguno de aquellos pensamientos la apaciguó.
A cada paso que daba, presentía más una tragedia, y tenía la certeza de que el mal acababa de golpear Abydos.
Nunca la noche había sido tan tenebrosa.
«Vivirás terribles pruebas —había predicho la reina—, debes conocer las palabras de poder para luchar contra los enemigos visibles e invisibles.»
Un enlosado.
La avenida que llevaba al templo.
Conocía aquel lugar mejor que nadie. Sin embargo, dudó en proseguir.
Cerca del primer portal, su pie chocó con un sarcófago. En la cubierta, pintada con tinta roja, había una cabeza de Set.
Febril, la sacerdotisa hizo resbalar la tapa.
En su interior, un cadáver.
Esperando equivocarse, Isis cerró los ojos por unos instantes.
—No, Iker, no…
Se atrevió a tocarlo y a besarlo.
Se quitó el cinto, formó con él un nudo mágico y lo depositó sobre el cuerpo para mantener el vínculo entre su alma y la del difunto. Luego puso un anillo en forma de cruz de vida en el dedo corazón de su marido.
Saliendo de la bruma ocre, avanzó un gigante.
—Majestad…
Sesostris atrajo a su hija hacia sí.
Y ella lloró, como nunca antes había llorado ninguna mujer.