Mientras trasegaba un vino suave y azucarado, el libanés se felicitaba por haber tratado a Medes con la dureza necesaria. ¿Acaso el secretario de la Casa del Rey, muy acostumbrado a su comodidad, no estaría adormeciéndose? El jefe de la organización terrorista de Menfis, hundiendo un aguijón en su inconmensurable vanidad, lo obligaba a demostrar la magnitud real de su compromiso y su capacidad de acción.
Y el resultado no decepcionaba al libanés.
De barrio en barrio, la noticia dejaba pasmada a Menfis: Nesmontu había muerto. Atentado según unos, accidente según otros.
La muerte de Khnum-Hotep, la acusación de Sehotep, la desaparición del viejo general… El destino se encarnizaba con los íntimos de Sesostris, cada vez más aislado y frágil. El nombramiento de Sobek el Protector para el puesto de visir no tranquilizaba a nadie. Aunque curase de sus heridas físicas y psíquicas, algo de lo que muchos dudaban, sería incapaz de asumir la magnitud de aquella temible función. Un policía seguía siendo un policía, sólo se ocuparía de la seguridad, y olvidaría lo social y lo económico.
El régimen se deshacía.
Aquella absurda elección demostraba el terror del rey, que, en un tiempo normal, habría apelado a Senankh o a Medes. Obligado a defenderse contra un enemigo inalcanzable, el monarca entregaba el poder real a un hombre disminuido a quien creía capaz de impedir lo peor.
El Rizos y sus comandos habían regresado a su base del barrio situado al norte del templo de Neith: patrullas habituales, chivatos yendo de un lado a otro, aunque identificados desde hacía mucho tiempo, pero ninguna presencia militar ya. Los emisarios de Sobek podían seguir registrando las casas y las tiendas, puesto que no encontrarían nada.
A sabiendas de que los aguadores, los peluqueros y los vendedores de sandalias eran estrechamente vigilados, el libanés hacía circular la información y sus directrices por medio de las amas de casa que discutían en el mercado.
Así se establecía un rápido contacto entre las células, que ya estaban en pie de guerra. Impacientes por pelear, los fieles del Anunciador soñaban con conquistar Menfis matando al máximo de infieles. La matanza de mujeres y niños sembraría tanto terror que los soldados y los policías no conseguirían controlar la oleada destructora de los partidarios de la verdadera creencia.
También el libanés comenzaba ya a impacientarse. ¿No estaba tardando demasiado el Anunciador en lanzar la ofensiva? Su deseo de alcanzar el corazón de Abydos topaba, forzosamente, con serias dificultades, tan serias que tal vez lo obligaban a la inercia.
La cicatriz que cruzaba su pecho ardió.
En cuanto dudaba del jefe supremo, comenzaba a dolerle.
El libanés vació la copa de un trago.
Abydos, Menfis, la ciudad sagrada de Osiris y la capital, los centros de la espiritualidad y de la prosperidad: heridos de muerte, provocarían el derrumbamiento del país entero.
El Anunciador sabía el día y la hora, él, el enviado de Dios. No seguirlo ciegamente provocaría su cólera.
Para el gran tesorero Senankh, director de la Doble Casa Blanca, sólo había un motivo de satisfacción: la economía de Egipto marchaba a las mil maravillas. Funcionarios remunerados según sus méritos, ninguna ventaja definitivamente adquirida, hincapié en los deberes y no en los derechos, artesanía y agricultura florecientes, solidaridad entre los oficios y las edades, voluntad de respetar la Regla de Maat en los distintos escalones de la jerarquía y de sancionar a los fraudulentos, los corruptores y los corruptos: el programa del faraón iba aplicándose poco a poco y daba buenos resultados.
Pero Senankh no se contentaba con ello, pues aún subsistían numerosos problemas. Martillo del relajamiento y de la pereza, el ministro despertaba las energías adormecidas.
¿Cómo alegrarse de sus éxitos precisamente cuando se acusaba a su hermano y amigo Sehotep de intento de asesinato con premeditación? Y su víctima, Sobek, era ahora el visir encargado de presidir el tribunal. Estaba obligado a respetar la ley, podría dirigir los debates y dictar la sentencia. Invocar un vicio de forma o tacharlo de parcialidad exigiría una importante falta del nuevo visir.
Senankh no abandonaría a Sehotep a una suerte injusta. Pese a la evidencia de la manipulación, la maquinaria judicial podía destrozar al superior de todos los trabajos del rey.
Solamente había un recurso posible: Sekari.
Los dos hombres se encontraron en una casa de cerveza del barrio sur. Nadie les prestó atención.
—Hay que sacar a Sehotep de esa trampa infernal. ¿Se te ocurre alguna idea, Sekari?
—Por desgracia, no.
—¡Si tú renuncias, está perdido!
—No renuncio, pero me reclaman otras prioridades. Espero desmantelar dentro de poco parte de la organización terrorista.
—¿Olvidando a Sehotep?
—La acusación no se sostendrá.
—Desengáñate, el visir Sobek se empecinará. Llevemos a cabo una investigación paralela.
—Es difícil, sin la ayuda de la policía. Y ésta permanecerá unida tras el Protector.
—¡Pero no podemos quedarnos de brazos cruzados!
—Un paso en falso agravaría la situación. La partida del rey le deja el campo libre a Sobek.
Medes no se tranquilizaba.
Dadas sus competencias y sus cualidades, le correspondía el puesto de visir. Una vez más, no le reconocían sus méritos, Sesostris le infligía una insoportable humillación. Con inmenso placer, pues, asistiría a su caída y al nacimiento de un nuevo régimen cuyo centro ocuparía él.
La supresión del libanés no plantearía demasiados problemas. La del Anunciador, en cambio, parecía delicada. A pesar de la magnitud de sus poderes, forzosamente tenía debilidades; tal vez saliera disminuido del combate librado en Abydos y de la lucha final contra Sesostris.
Medes se sabía hecho para un gran destino. Y nadie le impediría conquistar el poder supremo.
Entretanto, llevaba a cabo su nueva misión: proporcionar más armas a los terroristas. El anuncio de la muerte de Nesmontu le facilitaba la tarea, pues los oficiales superiores, desmoralizados, ya comenzaban a dar órdenes contradictorias. Numerosos soldados, que se encargaban de las misiones de seguridad, acababan de ser llamados al cuartel central. Y uno de los talleres de reparación de espadas y puñales, momentáneamente cerrado, permanecía sin vigilancia.
Aprovechando la ocasión, Medes confió a Gergu la misión de pagar generosamente a algunos descargadores poco escrupulosos para vaciar el local y depositar el material en un almacén abandonado donde los terroristas lo recuperarían. El secretario de la Casa del Rey demostraría así al libanés su capacidad de acción, omitiendo decirle que conservaba parte de las existencias, destinadas al equipamiento de su propia milicia. Aquella oportunidad evitaba a Medes organizar la compleja operación que le había descrito al libanés. Decididamente, la suerte estaba de su lado.
Sehotep, que se encontraba bajo arresto domiciliario en su soberbia villa, no se abandonaba. Todas las mañanas se ponía en las expertas manos de su barbero, tomaba una ducha, se perfumaba y elegía ropa elegante. Se acabaron las cenas en galante compañía, se acabaron las recepciones que servían para recoger las instructivas quejas del Todo-Menfis, se acabaron los viajes a las provincias, las restauraciones de edificios antiguos y la apertura de nuevas obras. El erudito se complacía releyendo a los clásicos y descubriendo, en ellos, mil y una maravillas olvidadas. El estilo de los grandes autores nunca prevalecía sobre el pensamiento, nunca la forma se convertía en un artificio. La propia gramática estaba al servicio de la expresión de una espiritualidad transmitida desde la edad de oro de las pirámides y reformulada sin cesar.
Aquel tesoro le daba a Sehotep la fuerza necesaria para enfrentarse con el adversario. Y mantenía en su memoria las enseñanzas del «Círculo de oro» de Abydos, que lo había llevado hacia el otro lado de lo real. Comparadas con la iniciación a la resurrección osiriaca, ¿qué importancia tenían sus desgracias? Durante el rito de la inversión de las luces, su parte de humanidad y su parte celestial se habían, al mismo tiempo, casado e intercambiado. Lo humano no se restringía ya a sus placeres y a sus sufrimientos, lo divino no se limitaba a lo inefable. Lo temporal se convertía en el lado pequeño de la existencia, lo eterno en el lado grande de la vida. Fueran cuales fuesen las pruebas, intentaría afrontarlas con desprendimiento, como si no le concernieran.
Un rayo de sol iluminó un cofre de acacia decorado con flores de loto finamente cinceladas. Sehotep sonrió al pensar que un objeto semejante había sido la causa de su perdición. Aquella modesta obra maestra daba testimonio, sin embargo, de la civilización faraónica, apegada a la encarnación del espíritu en sus múltiples formas, desde el simple jeroglífico hasta la gigantesca pirámide.
—El visir Sobek desea veros —lo avisó su intendente.
—Haz que suba a la terraza y sírvenos vino blanco, fresco, del año primero de Sesostris.
El Protector podría haber convocado a Sehotep en su despacho, pero prefería interrogarlo en su casa hasta ponerlo entre la espada y la pared.
A Sobek no le gustaba aquel treintañero distinguido, de rostro fino y ojos brillantes de inteligencia. Otra revelación lo turbaba: ¿por qué no había firmado Khnum-Hotep el acta de inculpación? Explicación simple: las angustias de la agonía. Una mano que se contrae, incapaz de concretizar su voluntad.
Otra hipótesis: el visir no creía en la culpabilidad de Sehotep y deseaba proseguir la instrucción antes de llevar a un miembro de la Casa del Rey ante el tribunal supremo de Egipto.
—¿Interroga el juez a un culpable condenado de antemano o queda en él una sombra de duda? —preguntó Sehotep.
Sobek, huraño, iba de un lado a otro.
—Por lo menos, disfruta de la vista —recomendó su anfitrión—. Desde esta terraza se descubre el Muro Blanco de Menes, el unificador del Alto y el Bajo Egipto, y los numerosos templos de esta ciudad de inigualable encanto.
Dándole la espalda a Sehotep, Sobek se detuvo.
—Ya admiraré el paisaje en otra ocasión.
—¿Acaso no debemos aprovechar el instante?
—¿Estoy o no frente al jefe de la organización terrorista de Menfis, culpable de un elevado número de abominables muertes? Ésa es mi única pregunta.
—Para imponerse, el nuevo visir debe dar ejemplo. Puesto que mi suerte está decidida de antemano, gozo de mis últimas horas de relativa libertad.
—¡Qué mal me conoces, Sehotep!
—¿Acaso no encarcelaste a Iker, acusándolo de traición?
—Lamentable error, lo admito. Mis nuevas funciones me incitan a extremar la prudencia y exigen un máximo de lucidez.
Sehotep le ofreció las muñecas.
—Ponme las esposas.
—¿Confiesas?
—Cuando se dicte la pena de muerte, tendrás que matarme con tus propias manos, Sobek. Pues me negaré a suicidarme y afirmaré mi inocencia hasta el último segundo.
—¡Tu posición me parece insostenible! ¿Acaso olvidas los hechos?
—Nuestros enemigos son excelentes falsificadores. Y nosotros, sometidos a nuestro sistema judicial, ¡nos convertimos en las víctimas!
—¿Te parecen injustas nuestras leyes?
—Toda legislación tiene puntos débiles. Los jueces, y especialmente el visir, deben minimizarlos buscando la verdad más allá de las apariencias.
—¡Quisiste asesinarme, Sehotep!
—No.
—Tú mismo fabricaste unas estatuillas mágicas destinadas a matarme.
—No.
—Tras mi muerte, habrías acabado también con su majestad.
—No.
—Desde hace meses, informabas a tus cómplices de las decisiones de la Casa del Rey y les permitías escapar de la policía.
—No.
—Tus respuestas son algo cortas, ¿no crees?
—No.
—Tu inteligencia no te pone al abrigo del supremo castigo. Y las pruebas son abrumadoras.
—¿Qué pruebas?
—La carta anónima me turba, lo admito. Sin embargo, respeta una lógica indudable, de acuerdo con las intenciones de los terroristas.
Sehotep se limitó a mirar al visir directamente a los ojos. Unas miradas fuertes, francas y directas se enfrentaban.
—Firmaste tu tentativa de crimen, y mi supervivencia en nada cambia el asunto. La intención vale por la acción, y el tribunal no se mostrará en absoluto indulgente. Más te valdría confesar y facilitarme los nombres de tus cómplices.
—Siento decepcionarte, pero soy fiel al faraón y no he cometido delito alguno.
—¿Cómo te explicas, entonces, la presencia de tu caligrafía en el documento que las estatuillas deberían haber destruido?
—¿Cuántas veces tendré que repetirlo? El enemigo utiliza el talento de un excelente falsificador que conoce muy bien a los miembros de la Casa del Rey. Cree que nos propina un golpe fatal. Ojalá el visir no se deje engañar.
La serenidad de Sehotep sorprendió al Protector. ¿Acaso aquel hombre no tendría una excepcional capacidad de disimulo?
—Por eficaz que resulte, tal vez esa manipulación sea un error —prosiguió el acusado—. No olvides examinar el comportamiento de todos mis íntimos: sólo uno de ellos ha podido disponer de mi caligrafía.
—¿Incluidas tus amantes?
—Te procuraré una lista exhaustiva.
—¿También sospechas de los dignatarios?
—El visir debe aplicar la ley de Maat dando primacía a la verdad, sean cuales sean sus consecuencias.