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No lo creo —dijo Sobek el Protector a su adjunto—. Sírveme más solomillo y una copa de vino.

Aunque acostado y, oficialmente, cercano a la muerte, el jefe de la policía recuperaba su energía a increíble velocidad. La sangre de buey y los reconstituyentes del farmacéutico Renseneb le sentaban muy bien.

—Con todos mis respetos, jefe, ¡os equivocáis! Las pruebas son evidentes. ¿Acaso no disponemos de la firma de Sehotep?

—¿Lo tomas por un imbécil? ¡No es hombre que se comporte de un modo tan estúpido!

—Si el cofre no os lo hubiera enviado un amigo, habríais desconfiado. Las estatuillas tenían que asesinaros y luego destruir el papiro. De ese modo, no hubiera quedado el menor rastro del culpable.

El razonamiento no carecía de interés.

—Los dioses os protegen, jefe, pero no juguéis demasiado con el destino. Os ofrece la ocasión de poner fuera de juego, sin posibilidad de seguir haciendo daño, al criminal que se oculta en el interior de la Casa del Rey.

—Sehotep, jefe de una organización terrorista de Menfis… ¡Eso es impensable!

—¡Al contrario! Por eso no conseguimos desmantelarla. Sehotep era el primero en ser informado de los proyectos del faraón, y avisaba a sus cómplices en caso de peligro. Suprimiros resultaba indispensable porque os acercabais demasiado a él. Debido a las investigaciones realizadas sobre cada dignatario, perdió los nervios. Al eliminaros, decapitaba a la policía y detenía en seco sus investigaciones. ¿Acaso un miembro de la Casa del Rey no sabe manejar la magia y animar estatuillas asesinas?

Sobek, turbado, se sirvió de nuevo de la sanguinolenta carne.

—¿Y tus intenciones?

—Mis compañeros del cuerpo de élite de la policía y yo hemos presentado una denuncia ante el visir Khnum-Hotep. Hechos establecidos, prueba material, expediente claro y sólido. Exigimos que se ponga bajo control judicial a Sehotep y que comparezca ante el tribunal, acusado de intento de asesinato con premeditación.

—Sanción aplicable: la pena de muerte.

—¿Acaso no es el justo castigo para un criminal de esa envergadura?

Con la Casa del Rey deshonrada y Sesostris debilitado, los fundamentos del país se conmoverían… Las consecuencias de semejante condena resultarían desastrosas. No obstante, había una perspectiva halagüeña: privada de su cabeza pensante, la organización terrorista de Menfis se vería obligada a dispersarse o a desordenadas reacciones, fáciles de contrarrestar.

Y la pesadilla desaparecería.

No cabía duda alguna: el dispositivo de vigilancia en torno a la propiedad de Medes había sido levantado. Gracias al talento de su mujer como falsificadora y a la carta anónima, las sospechas se dirigían a Sehotep. La policía se concentraba en el alto dignatario cuya inculpación hacía inútil los demás seguimientos e investigaciones.

Medes triunfaba. ¿Acaso Sehotep no ofrecía a las autoridades un soberbio chivo expiatorio y una magnífica pista falsa?

Sus colegas, deseosos de vengar al Protector, no soltarían la presa.

Medes, por su parte, seguía pareciendo un funcionario irreprochable y un perfecto servidor del monarca.

Desconfiado, ordenó que procedieran a varias verificaciones para comprobar que ningún policía merodeara por los parajes, incluso cuando caía la noche.

Cuando estuvo seguro de ello, aguardó que la casa estuviera dormida, se puso una túnica parda distinta de la que utilizaba de ordinario y se cubrió la cabeza con un capuchón. Pese a todos los riesgos, debía entrevistarse con el libanés. Menfis dormía.

De pronto oyó un ruido de pasos. ¡Una patrulla!

Medes se pegó contra la puerta de un almacén, algo más atrás que las viviendas. Los soldados tal vez pasarían junto a él sin verlo.

Cerró los ojos, pensando en las explicaciones que daría si lo detenían.

Transcurrieron unos interminables minutos.

La patrulla había dado media vuelta.

Medes cambió diez veces de itinerario, hasta tener la certeza de que no lo seguían. Tranquilizado, se dirigió a casa del libanés y respetó el procedimiento de identificación.

Una vez cruzado el umbral, tres personajes con cara de pocos amigos lo flanquearon.

—El patrón ordena que registremos a cada visitante —dijo un barbudo.

—¡Ni hablar!

—¿Ocultas una arma?

—Claro que no.

—Entonces, no te resistas. De lo contrario, te forzaremos.

La aparición del libanés tranquilizó a Medes.

—¡Qué se aparten estos brutos! —exigió el secretario de la Casa del Rey.

—Que respeten mis instrucciones —exigió el obeso.

Medes, pasmado, se resignó.

Al entrar en el salón donde no había pasteles ni grandes caldos, regañó a su anfitrión.

—¿Pero te has vuelto loco? ¡Tratarme, a mí, como a un sospechoso!

—Las circunstancias me obligan a ser extremadamente prudente.

Por primera vez desde que se conocían, Medes consideró que el libanés estaba muy nervioso.

—¿Es inminente la acción?

—El Anunciador lo decidirá. Yo estoy listo. No sin dificultades, por fin he conseguido conectar a mis diversos grupos de intervención.

—Gracias a mi estratagema, la policía se concentra en Sehotep, acusado de dirigir la organización terrorista y de haber intentado asesinar a Sobek el Protector.

—¿Ha sobrevivido?

—Está gravemente herido. La cólera de sus colaboradores más próximos nos será útil. Inculpar a Sehotep supone socavar los fundamentos de la Casa del Rey. Aunque Sesostris crea en la inocencia de su amigo, el visir aplicará la ley y paralizará así parte del ejecutivo.

El libanés se tranquilizó.

—Es un momento ideal… ¡Qué la orden del Anunciador no se haga esperar demasiado! Tienes que ayudarme más, Medes.

—¿De qué modo?

—Mi organización necesita armas. Puñales, espadas y lanzas en gran cantidad.

—Es difícil. Muy difícil.

—Nos acercamos al objetivo, la tibieza queda excluida.

—Estudiaré el problema, sin garantizar el resultado.

—Se trata de una orden —declaró secamente el libanés—. No ejecutarla equivaldría a una deserción.

Los dos hombres se desafiaron con la mirada.

Medes no tomó la amenaza a la ligera. De momento, debía aceptar quedar en ridículo.

Una vez lograda la victoria, se vengaría.

—Sobornar a los centinelas de la armería principal me parece imposible. Propongo una expedición contra el almacén del puerto por donde transita la producción de los talleres antes de la entrega al ejército. Gergu reclutará a algunos malhechores, ellos llamarán la atención de los centinelas. Luego, tendrán que intervenir tus hombres.

—Demasiado llamativo. Busca otra solución.

—Apoderarse de un cargamento destinado a una ciudad de provincias… No es imposible. Sustituir los albaranes y, por tanto, modificar la naturaleza de la carga. ¡Pero no podemos reiterar ese tipo de manipulación! El error forzosamente será descubierto y los responsables sancionados. Una vez, sólo una vez podría librarme haciendo que acusaran a algunos inocentes.

—Apáñatelas como puedas, pero consíguelo. No es la policía la que ha amenazado a una de mis células, sino el ejército. Sobek el Protector ya no nos molesta, por lo que sólo nos queda un obstáculo importante que eliminar para desmantelar la protección de Menfis. Privados de su legendario general, los oficiales superiores se desgarrarán entre sí.

—¿Te atreverías a emprenderla con Nesmontu?

—¿Acaso admiras a uno de nuestros peores enemigos?

—¡Goza del máximo grado de protección!

—Pues no, precisamente. El viejo Nesmontu se cree invulnerable, y se comporta como un hombre de tropa. Su desaparición será como un terremoto. El ejército y la policía en plena crisis… ¿Podemos soñar con algo mejor?

Fiel a sus costumbres, Nesmontu ofreció una cena de gala a los jóvenes reclutas. Vino tinto, buey en adobo, puré de legumbres, queso de cabra y pastas regadas con licor figuraban en el menú. El general contó algunos recuerdos de batallas y alabó los méritos de la disciplina, fermento de las victorias. Asaltado a preguntas, respondió de buena gana y prometió una exaltante carrera a quienes se entrenaran con dureza y no refunfuñaran ante ningún ejercicio, por fatigoso que éste fuese.

Algunas canciones que no podían escuchar todos los oídos clausuraron aquel bien regado banquete.

—Levantarse al amanecer y una ducha fría —anunció Nesmontu—. Luego, carrera a pie y manejo de armas.

Un joven de anchos hombros se aproximó a él.

—Mi general, ¿me concederíais un inmenso favor?

—Te escucho.

—Mi esposa acaba de dar a luz. ¿Aceptaríais ser el padrino de mi muchacho?

—¿Un vejestorio como yo?

—Precisamente, mi mujer piensa que vuestra longevidad será una bendición para el chiquillo. ¡Le gustaría tanto presentaros a nuestro hijo! Vivimos muy cerca del cuartel, no perderéis demasiado tiempo.

—De acuerdo, hagámoslo en seguida.

Caminando a buen paso, el nuevo recluta precedió al general.

Una primera calleja, una segunda a la derecha, la tercera de través, muy estrecha.

De pronto, un siniestro crujido rompió el silencio y el joven soldado puso pies en polvorosa.

—¡Cuidado! —aulló Sekari, que seguía a los dos hombres, temiendo un atentado contra Nesmontu.

El general dudó unos instantes entre perseguir al terrorista o retroceder, y esa vacilación le resultó fatal. Las vigas de un andamio desarticulado por los cómplices del falso soldado cayeron sobre Nesmontu, que quedó enterrado bajo aquel sudario de madera.

Sekari intentó liberarlo.

Nesmontu… ¿me oyes? ¡Soy yo, Sekari! ¡Responde!

Viga tras viga, el agente secreto multiplicaba sus esfuerzos.

Por fin, el cuerpo del general.

Nesmontu tenía los ojos abiertos.

—Estás perdiendo el olfato, muchacho —masculló—. Ese cerdo ha huido. Por mi parte, tengo el brazo izquierdo roto, diversos hematomas y contusiones múltiples. Puedo levantarme solo.

—Ha sido un atentado bien preparado —señaló Sekari—. Podrías haber muerto.

—Oficialmente, he muerto. Los terroristas querían matarme, así que démosles esa satisfacción. La noticia de mi muerte los invitará a salir de su madriguera.

Firmar el acta de inculpación de Sehotep, su hermano del «Círculo de oro» de Abydos, era desgarrador para el visir Khnum-Hotep, pero tenía que aplicar la ley sin indulgencia ni preferencias personales. Y el expediente de la acusación no le permitía cerrar el asunto. Sin embargo, no cabía ninguna duda de la inocencia de Sehotep.

El enemigo era tremendamente hábil: pretendía manipular a la policía y utilizar el sistema judicial egipcio para resquebrajar la Casa del Rey y hacer vulnerable a Sesostris. El visir no soportaba aquella derrota. De modo que intentaría convencer a Sobek de que su adjunto y sus colegas, al presentar la denuncia, estaban ayudando al Anunciador.

Khnum-Hotep sufrió un vahído, y durante unos instantes perdió el conocimiento.

Al volver en sí, caminó hacia una ventana, se acodó en ella e intentó en vano respirar a fondo.

Sintió entonces un dolor insoportable en mitad del pecho, que lo obligó a sentarse de nuevo. Privado de aire e incapaz de pedir ayuda, supo que no se recuperaría de aquel malestar. Los últimos pensamientos del visir volaron hacia Sesostris, rogándole que no abandonara la lucha y agradeciéndole que le hubiera concedido tanta felicidad.

Juntos, sus perros aullaron a la muerte.

Construida a unos cincuenta metros al norte de la pirámide de Dachur, la espléndida morada de eternidad de Khnum-Hotep recibió la momia del visir en presencia de todos los miembros de la Casa del Rey, de Medes y de Sobek el Protector.

Un pesado calor gravitaba sobre el paraje. Preparada rápidamente pero con gran cuidado, la momia fue bajada hasta el fondo de un pozo y depositada en un sarcófago.

El rey en persona celebró los ritos funerarios. Tras la apertura de la boca, de los ojos y de las orejas de la momia, animó las escenas y los textos jeroglíficos de la capilla, donde un sacerdote del ka mantendría viva la memoria de Khnum-Hotep.

Aquella muerte ofrecía a Medes una formidable esperanza. Con Sehotep fuera de juego, Senankh muy ocupado en su ministerio y considerado insustituible, ya no tenía competidores para el puesto de visir. Considerando al secretario de la Casa del Rey como un trabajador infatigable y un dignatario modelo, Sesostris elevaría a la dignidad de primer ministro a un cómplice del Anunciador.

La muerte accidental del general Nesmontu aumentaba más aún la profunda tristeza de la concurrencia. Medes, que a duras penas podía poner cara de circunstancias, se extrañaba ante la presencia de Sobek. Éste, muy desmejorado, se apoyaba en un bastón.

Cuando salió de la capilla, Sesostris contempló largo rato la tumba de Khnum-Hotep. Luego se dirigió a los dignatarios.

—Debo acudir de inmediato a Abydos. Después de tantos acontecimientos trágicos, todos somos conscientes de los peligros que amenazan Menfis. En mi ausencia, el nuevo visir se encargará de la seguridad de los habitantes y manifestará una firmeza extrema ante eventuales disturbios. Que el sucesor de Khnum-Hotep se muestre digno de ese ser excepcional. Tú, Sobek el Protector, inspírate en su ejemplo y cumple esta función tan amarga como la hiel.