El comandante de las fuerzas especiales de Abydos detuvo a Bina.
—¿Adonde vas tan de prisa?
Ella le sonrió.
—Como de costumbre, a buscar al templo los alimentos que debo llevar a los permanentes.
—Bastante fastidioso, ¿no?
—Me gusta mucho mi trabajo y no querría cambiarlo.
—¡A tu edad, no se habla así! Sigue haciendo bien tu tarea y obtendrás un ascenso.
—Sólo deseo ser útil.
—¡Vamos, vamos, no te hagas la remolona! Tengo muchas ganas de registrar tu cuerpo.
—¿Por qué razón?
—¿No lo adivinas? Una moza tan hermosa como tú no puede limitarse a servir el desayuno a unos viejos sacerdotes que sólo están preocupados por los ritos y los símbolos. A mi entender, te reúnes con algún enamorado. Dadas mis funciones, quiero conocer su nombre.
—Siento decepcionarte, pero no trato con nadie.
—¡Es difícil de creer, hermosa! Comprendo que intentes proteger al elegido, pero yo debo estar informado de todo lo que ocurre en Abydos.
—¿Cómo convencerte de tu error?
El comandante se cruzó de brazos.
—Admitámoslo… En ese caso, forzosamente piensas casarte.
—No hay prisa.
—¡Desengáñate, Bina! Sobre todo, no te arrojes a los brazos de cualquier bribón, y deja que un hombre experimentado te aconseje.
—¿Tú, por ejemplo?
—Muchas jóvenes seductoras revolotean a mi alrededor. Sólo aguanto por tu causa.
Bina fingió conmoverse.
—Me siento muy halagada. Por desgracia, sólo percibo un salario muy bajo y no podría mostrarme digna de un personaje de tu importancia.
—¿Acaso algunos dignatarios no se casan con muchachas del pueblo?
La hermosa morena bajó los ojos.
—¡Me coges desprevenida! No sé qué responderte a eso.
Él le acarició el hombro.
—No te precipites, dulzura. Tendremos todo el tiempo del mundo para ser felices.
—¿Realmente lo crees?
—Confía en mí, ¡no quedarás decepcionada!
—¿Me concedes el derecho a pensarlo?
El comandante soltó una sonrisa bobalicona.
—Decide libremente, mi pequeña codorniz. Espero no languidecer demasiado.
Bina escapó contoneándose.
La situación se complicaba. No conseguiría rechazar por mucho tiempo a aquel aficionado a las chicas fáciles. Les hablaba a todas del mismo modo. Se cansaba muy pronto y pasaba de una a otra sin dejar de proponerles matrimonio por la noche y olvidar sus promesas por la mañana.
Bina esperaba una rápida intervención del Anunciador. Cuando éste lanzara el ataque decisivo contra Abydos, ella mataría al comandante con sus propias manos.
Envenenadas, las cuatro jóvenes acacias sólo emitían un débil campo de fuerzas, incapaz de molestar al Anunciador. Sólo sentía como si estuvieran clavándole alfileres en las piernas, y eso lo divirtió.
Solamente quedaba una última protección del árbol de vida: los cuatro leones cuyos ojos no se cerraban nunca. Infatigables vigilantes, fulminaban a quien intentaba herir a la acacia de Osiris. Un astil con un escondrijo en lo más alto, símbolo de la Gran Tierra, les procuraba una temible fuerza.
El Anunciador se guardó mucho de tocarlo. Mientras no hubiera matado a Osiris, aquel fetiche difundiría una peligrosa energía. En cambio, tras haber transformado a Bina en la terrorífica leona, no temía enfrentarse a las fieras. Su única duda estaba relacionada con la estrategia que debía seguir.
Cada guardián mostraba una expresión distinta. El Anunciador eligió al más austero, al norte, y pasó por sus párpados un líquido rojizo compuesto con cizaña, arena de Nubia, sal del desierto y sangre de Bina. Frotó pacientemente la piedra calcárea hasta que la sustancia penetró y cegó al primer león.
Los otros tres sufrieron la misma suerte. Sur, este y oeste perdieron la vista.
Muy pronto, colmillos y zarpas no servirían para nada, y los custodios quedarían reducidos al estado de piedras inertes.
Iker, portador de la paleta de oro, celebró el rito matutino ayudado por el Calvo. En su compañía, comprobó el trabajo de los permanentes, luego los dos hombres meditaron ante la tumba de Osiris.
—No has cometido ningún error —observó el viejo ritualista—, y realmente te has convertido en el superior de nuestra cofradía.
—Sólo soy el enviado del rey. Vos dirigís la jerarquía.
—Ahora ya no, Iker. En un tiempo muy corto, has recorrido un inmenso camino, has evitado mil y un escollos, has superado gran cantidad de obstáculos y cumplido una delicada misión. La edad no importa. Los permanentes te reconocen ahora como mi sucesor, y yo no podría soñar con nada mejor.
—¿No os parece prematura esa decisión?
—Algunos seres tienen tiempo para prepararse para sus futuras tareas, otros aprenden a dominarlas practicándolas. Tu destino te obliga a crear, avanzando, tu propio camino. Deseabas a Abydos, y Abydos te ha respondido.
—El «Círculo de oro»…
—Ya estás en su interior. Queda por cruzar una última puerta, durante la celebración de los misterios. Su preparación debe ser, pues, rigurosa. Esta misma noche procederemos al inventario de los objetos indispensables. Luego, examinaremos las fases del ritual.
Cuando Iker regresó a la pequeña casa blanca, Isis lo recibió con una maravillosa sonrisa, y ambos se abrazaron de inmediato.
—¿Estaré a la altura de mi tarea? —se preguntó él, inquieto.
—No debes plantearte eso. ¿Quién puede creerse digno de los grandes misterios? El espíritu de Abydos nos llama, nuestro corazón se abre a su luz y cumplimos con los ritos poniendo nuestros pasos en los pasos de los ancestros. Frente a ese deber esencial, ¿qué importan nuestros estados de ánimo?
Subieron a la terraza, protegida del sol por una tela de lino fijada a cuatro columnitas de madera.
La felicidad, la perfecta reunión de lo cotidiano y lo sacro, del ideal y de su consumación.
Viviendo con la misma mirada y el mismo aliento, Isis e Iker agradecieron a las divinidades que les concedieran semejante oportunidad.
—¿Mi hermana del «Círculo de oro» me acoge realmente sin reticencias?
—Lo he pensado mucho y he vacilado mucho —se divirtió ella—. Pero como pareces ser el menos malo de los postulantes…
Adoraba la risa ligera de su voz y la dulzura de sus ojos. El amor nacido en su primer encuentro no dejaba de crecer. Ambos sabían que el tiempo no lo alteraría, sino más bien al contrario.
Solapadas inquietudes alcanzaron al hijo real.
—Bega ha elogiado a Gergu. Sin embargo, yo no le he ocultado mis sospechas, a causa de tu perentorio juicio.
—Sorprendente reacción. Nunca elogia a nadie.
—Su frialdad no lo hace muy agradable, pero me parece sincero. Las entregas del inspector principal de los graneros respetan las exigencias de Bega y le dan entera satisfacción. Queda, sin embargo, una duda: ¿llegó Gergu por sí mismo a Abydos o lo envió alguien?
—¿Qué opina Bega?
—Le importa un pimiento, puesto que Gergu cumple perfectamente con su trabajo y pasa los controles sin ganarse la menor crítica.
—Es una actitud extraña viniendo de un hombre tan puntilloso.
—¿Llegarías a decir que es sospechoso?
—No, no tengo ningún reproche que hacerle, salvo la sequedad de su corazón.
—¿Apariencia o realidad?
—Bega no se relaciona con las sacerdotisas —precisó Isis—. Sin embargo, intentó ganarse mi simpatía, aunque en balde.
—Dado tu rango, ¿no estará rumiando su rencor?
—Visto su malhumor crónico, es difícil de decir. El rigor personal y el respeto por la Regla no deberían provocar semejante ausencia de alegría. Ni siquiera el Calvo, a pesar de su carácter abrupto, carece de calidez y de buen humor.
—Bega me ha prometido su ayuda. Ha admitido que mi llegada y mi investigación provocaron muchos remolinos, que hoy han cesado.
—Deseémoslo.
—¡Tu escepticismo me intriga!
—No conoces tu poder, Iker. Los experimentados ritualistas se inclinan ante ti porque ese poder se impone a ellos. Se saben incapaces de hacerte frente, a pesar de tu corta edad. Resignación en unos, frustración en otros. Y no olvidemos la advertencia del rey. No debemos bajar la guardia ni un solo instante.
—Voy a pedirle a Sobek el Protector que lleve a cabo una minuciosa investigación de las actuaciones y las relaciones del tal Gergu. Si está metido en asuntos poco claros, lo sabremos. Por lo que a Bega se refiere, le dedicaré una atención especial. A lo largo de la preparación del ritual de los misterios solicitaré sus consejos. ¿Aceptará ayudarme la superiora de las sacerdotisas de Hator?
—La Regla me lo impone —le recordó ella sonriendo.
Desde su llegada a Abydos, la hermosa Neftis dormía poco. Debía participar en los ritos de la comunidad, preparar numerosas telas indispensables para la celebración de los misterios, comprobar el material simbólico en compañía de los permanentes… No sentía transcurrir las jornadas y vivía horas inolvidables, más allá de todas sus esperanzas.
Su encuentro con Isis era una especie de milagro. Ella la guiaba, le evitaba los pasos en falso y le facilitaba la tarea en todas las circunstancias. Entre las dos hermanas reinaba tal comunión de pensamientos que apenas sentían la necesidad de hablarse.
Neftis acudió al templo de millones de años de Sesostris para comprobar el estado de las copas y los cuencos, algunos de los cuales se utilizarían durante el mes de khoiak. Una vez allí, se dirigió al supervisor de los temporales y solicitó ver al responsable.
Éste la condujo hasta una capilla donde trabajaba un hombre apuesto, de gran talla, distinguido y altivo. De su fuerte personalidad emanaba un extraño encanto al que fue sensible, de inmediato, la joven sacerdotisa.
Iba cuidadosamente afeitado y perfumado con gusto, ataviado con un largo taparrabos de inmaculado lino, y sus gestos eran dulces y meticulosos.
Estaba acabando de limpiar un hermoso jarro de alabastro, que databa de la primera dinastía.
—¿Puedo molestarte?
El temporal levantó lentamente los ojos, de un sorprendente y encantador color anaranjado.
—Estoy a vuestra disposición —respondió con una voz suave.
—¿De cuántas obras maestras tan antiguas dispone el tesoro de este templo?
—De más de un centenar, la mayoría de granito.
—¿En buen estado?
—Excelente.
—¿Utilizables, pues, durante un ritual?
—A excepción de una, que he entregado al maestro escultor para una restauración. Perdonad mi curiosidad… ¿No seréis la hermana gemela de la superiora de las sacerdotisas de Hator?
La muchacha sonrió.
—Nos parecemos mucho. Me llamo Neftis y la reina me ha concedido el inmenso privilegio de reemplazar a una ritualista fallecida.
—¿Vivíais en Menfis?
—En efecto, y no añoro aquella soberbia ciudad. Abydos colma todos mis deseos.
—Yo no conozco la capital —mintió el Anunciador—. Soy originario de una aldea vecina, y siempre soñé con servir a la Gran Tierra.
—¿Deseas convertirte en permanente?
—Se necesitan cualidades que yo no poseo. Me gano la vida haciendo cuencos. Dos o tres meses al año, tengo la gran suerte de trabajar aquí. Poco importan las tareas que me confíen; lo esencial es sentirse próximo al Gran Dios.
—Le hablaré de ti al Calvo. Tal vez acepte emplearte por más tiempo.
—¡Eso sería un sueño! Gracias por vuestra ayuda.
—¿Cómo te llamas?
—Asher.
Asher, «el hirviente». Un nombre que le convenía, a pesar de su calma, pensó Neftis. Aquel seductor debía de encender muchas pasiones.
—Ahora me toca a mí mostrarme indiscreta: ¿estás casado?
—Mi profesión me proporciona demasiado poco para alimentar a una esposa y unos hijos. Me desesperaría hacerlos infelices.
—Ese altruismo te honra. ¿Y si encontraras a una mujer independiente que ejerciera un oficio, incluso a una temporal de Abydos?
El Anunciador pareció asombrado, casi escandalizado.
—Me concentro en mi labor…
—Te felicito por ello, Asher. La técnica de fabricar cuencos de dura piedra me apasiona. ¿Aceptarías hablarme de ella durante una cena?
El impudor de aquella mujer era típicamente egipcio. Bajo el reinado del verdadero Dios, una falta tan grave sería inmediatamente castigada con unos azotes, seguidos de un apaleamiento y una lapidación. El Anunciador contuvo su rabia y siguió mostrándose untuoso.
—Sois una sacerdotisa y yo un simple temporal. No quisiera importunaros.
—¿Te parece bien mañana por la noche? Aunque hubiera decidido castigar a aquella mujer, al Anunciador le parecía una hembra muy seductora. Asintió.