Tras la desaparición del aguador, su mejor agente, el libanés se quejaba de la lentitud de las comunicaciones entre las células terroristas implantadas en Menfis. Bajo la apariencia de repartidores, sus delegados se ponían en contacto con su portero y recogían las directrices.
El libanés podría haber contratado a un sustituto, pero desconfiaba de los adeptos del Anunciador y sólo recibiría en su casa a un hombre seguro, de probada sangre fría. Únicamente Medes gozaba de ese privilegio, pues el secretario de la Casa del Rey, marcado con el signo de Set, ya no podía retroceder.
El portero le entregó un mensaje cifrado cuyo texto le alegró: vaciado de su sangre como consecuencia de las heridas infligidas por unas estatuillas mágicas, Sobek el Protector estaba agonizando.
El Anunciador acababa de dar un golpe decisivo. Decapitada, la policía de Menfis perdería su cohesión y la organización de los atentados se vería facilitada.
El libanés, encantado, tragó, uno tras otro, tres cremosos pasteles.
El portero reapareció.
—El Rizos desea veros urgentemente en el mercado.
El jefe de la organización menfita raras veces salía de su antro. Semejante petición implicaba hechos graves, inquietantes incluso.
Su peso dificultaba sus desplazamientos y el trayecto le pareció largo.
Se detuvo ante un puesto cubierto de higos, cuyo dueño pertenecía a la organización.
El Rizos se puso a la altura del obeso.
—¿No hay policía por los alrededores?
—Dos en la entrada del mercado, otros dos mezclados con los curiosos. Los vigilamos. Si se acercan, nos avisarán.
—¿Qué ocurre?
—Nos ha descubierto un espía egipcio. Dos intentos de eliminación han fracasado. Estoy convencido de la inminencia de una redada policial, por lo que mis adjuntos y yo abandonamos de inmediato el barrio cuidando de no dejar huella a nuestras espaldas. Con gran sorpresa por nuestra parte, fue el ejército el que invadió las callejas y registró las casas.
—¿Resultado?
—Completo fracaso de los militares y fuertes protestas de los residentes, incluidos los valientes que se quedaron allí. ¡El vendedor de sandalias ha recibido, incluso, excusas oficiales! En Egipto no se bromea con la ley y no se trata de un modo arbitrario a los súbditos del faraón. Esta debilidad provocará la pérdida del régimen.
—¿Han arrestado a alguno de los nuestros?
—A ninguno. Los rumores que hablan de la muerte de Sobek parecen fundados, puesto que el poder tuvo que utilizar el ejército y no la policía, completamente desorganizada. ¡Imagino el desamparo de las autoridades! Despliegue de fuerzas, intento de infiltración, investigaciones exhaustivas, ¡nada ha tenido éxito! Seguimos siendo inalcanzables. Debemos dar gracias a nuestro maestro supremo, el Anunciador. Su protección nos hace invulnerables.
—Claro está, claro está —aprobó el libanés—, pero el aislamiento y la prudencia siguen imponiéndose.
—¿Acaso no nos procura la eliminación de Sobek una ventaja decisiva?
—No desdeñemos al general Nesmontu.
—¡Ese vejestorio sólo sabe arengar a sus tropas! Serán incapaces de reprimir una guerrilla urbana.
—¿Dónde pensáis esconderos, tú y tus comandos?
—Donde nadie piense en buscarnos: en el barrio que acaba de ser registrado de punta a punta. Dado nuestro nuevo dispositivo, será imposible descubrirnos.
La reciente idea del libanés garantizaba, en efecto, una seguridad absoluta a los terroristas encargados de llevar a cabo los primeros ataques.
—No nos obliguéis a languidecer. Este tipo de alojamiento es más bien incómodo.
—Espero la orden del Anunciador.
La respuesta colmó al Rizos. A veces, dudaba del compromiso espiritual del libanés, demasiado esclavizado por la buena carne, y se preguntaba si su posición de jefe de la organización no estaría subiéndosele a la cabeza. Aquella actitud lo tranquilizó.
—Llegado el momento, mis hombres y los de mis homólogos atacarán en nombre del Anunciador y de la nueva doctrina. Exterminaremos a los infieles, sólo los conversos salvarán su vida. La ley de Dios se impondrá, los tribunales religiosos perseguirán a los impíos y a las hembras impúdicas.
—Tomar Menfis no resultará fácil —atemperó el libanés—. La coordinación de nuestras diversas células todavía plantea serios problemas.
—¡Resuélvelo! Sea como sea, el Anunciador elegirá el momento justo. A los egipcios les gusta tanto el gozo y los placeres de la existencia que quedarán desarmados frente a nuestra oleada purificadora. Centenares de policías y de soldados se arrodillarán y nos suplicarán que respetemos su vida. Cuando exhibamos sus cabezas cortadas en la punta de nuestras lanzas, sus oficiales huirán y abandonarán al faraón en su soledad. A Sesostris se lo ofreceremos vivo al Anunciador.
Aun apreciando aquellas magníficas perspectivas, el libanés no subestimaba al adversario y desconfiaba de sus propias tropas. En caso de victoria, y en cuanto se lo nombrara jefe de la policía religiosa, haría ejecutar al Rizos y a sus semejantes acusándolos de depravación. Muy útil durante las fases de conquista, aquel tipo de hombre exaltado se transformaba luego en una criatura incontrolable y perjudicial.
Dos píldoras por la mañana, una a mediodía y tres por la noche, así como varias infusiones durante la jornada: la esposa de Medes seguía al pie de la letra la receta del doctor Gua. En cuanto tomó los medicamentos preparados por el farmacéutico Renseneb, se sintió ligera y relajada. Un sueño casi apacible, sin crisis de histeria, unos largos períodos de calma. Su nueva peluquera y su nuevo cocinero satisfacían sus menores caprichos. El último le preparaba platos de extremado refinamiento y admirables postres con los que se atiborraba.
Provista de inesperada energía, se encargó de nuevo de su casa. Ya al amanecer, convocó a un ejército de artesanos a quienes dio varias órdenes: volver a pintar las paredes exteriores, limpiar el cuarto de baño, podar los árboles y comprobar los conductos de evacuación de las aguas residuales. Aquella orgía energética la hizo olvidar las graves faltas que la obsesionaban. Así pues, no tendría que confesárselas al doctor Gua y romper el silencio que su marido le imponía.
—¡Qué resplandeciente salud! —advirtió él, asombrado.
—El doctor Gua es mi genio bueno. Supongo que estarás orgulloso de mí. Esta casa necesitaba muchas mejoras, y por fin puedo ocuparme de ello.
—Felicidades, querida. Ejerce tu autoridad y, sobre todo, no permitas que te pisoteen. Los obreros sólo piensan en robar.
Con la sonrisa en los labios, Medes se dirigió a casa del visir.
El falso escriba, agente de Sobek infiltrado en su administración, debía de haber leído la carta anónima puesta entre sus expedientes confidenciales. Como era el último en abandonar el lugar, el policía husmeaba un poco por todas partes. ¡Un descubrimiento de aquella importancia recompensaba su paciencia!
Naturalmente, esperaba la reacción de Medes.
En caso de disimulo y de silencio, ¿no demostraría el secretario de la Casa del Rey su complicidad con Sehotep y su participación en una conjura de excepcional gravedad?
En los despachos del visirato reinaba una siniestra atmósfera.
—La salud de Khnum-Hotep nos preocupa —le reveló a Medes uno de sus más cercanos colaboradores—. Hemos creído perderlo tras un serio malestar. Por fortuna, el doctor Gua lo ha reanimado.
—¿Descansa un poco el visir, por fin?
—Desgraciadamente, no. Entrad, os aguarda.
Como todas las mañanas, Medes iba a buscar las instrucciones del primer ministro.
La degradación física del imponente personaje lo asombró. Estaba muy delgado, demacrado, tenía la tez terrosa y respiraba mal.
—No tengo que daros consejo alguno —declaró Medes, afligido—, ¿pero no sería más razonable que aliviarais un poco vuestras abrumadoras tareas?
—¿Olvidas que el trabajo se dice kat y nos ofrece ka, la energía indispensable para la vida? Morir trabajando es el modo más hermoso de desaparecer.
—¡No habléis de desgracias!
—No maquillemos la realidad. El propio doctor Gua renuncia a curarme. Otro fiel a Sesostris me sustituirá y servirá mejor a nuestro país.
El secretario de la Casa del Rey adoptó un aire turbado.
—Me han enviado un extraño documento. Evidentemente, es un tejido de mentiras no firmado. Esa carta anónima ensucia a uno de los miembros de la Casa del Rey. He dudado en destruirla, tanto me indignaba, pero he creído preferible ponerla en vuestro conocimiento.
Medes entregó el texto al visir.
—En efecto, era mejor avisarme.
Sehotep había pasado una noche maravillosa en compañía de una joven experta en los juegos del amor.
Divertida, aficionada a bromear, no existía para ella tabú alguno. Se oponía ferozmente al matrimonio, y pensaba aprovechar al máximo su juventud antes de suceder a su padre y administrar el dominio familiar.
De excelente humor, los dos amantes se habían separado tras un copioso desayuno. Poniéndose en las precisas manos de su barbero, Sehotep pensó en su intervención en el gran consejo. Hablaría allí del estado en que se encontraban las distintas obras distribuidas por el conjunto del territorio.
En cuanto llegó a palacio, un oficial de seguridad lo acompañó al despacho de Sesostris y no a la sala donde se reunían los miembros de la Casa del Rey.
En cada uno de sus encuentros, el elegante Sehotep sentía más admiración hacia aquel gigante que desafiaba los límites de la fatiga y no retrocedía ante ningún obstáculo. Con su alta talla, dominaba su época y a sus súbditos, viviendo plenamente su función.
—¿No tienes nada que revelarme, Sehotep?
Al superior de todas las obras del faraón, aquello lo cogió desprevenido.
—¿Debo haceros mi informe en privado?
—¿No desapruebas el comportamiento de Sobek?
—Aunque antaño se equivocó con respecto a Iker, lo considero un excelente jefe de la policía.
—¿No acabas de enviarle, en mi nombre, un cofre de acacia que contenía unas estatuillas mágicas?
Pese a la vivacidad de su espíritu, Sehotep permaneció unos instantes boquiabierto.
—¡De ningún modo, majestad! ¿Quién ha sido el autor de esa siniestra broma?
—Esas estatuillas, animadas por un perverso espíritu, intentaron matar a Sobek. Sufrió numerosas heridas, y se desangró. Creemos que se encuentra fuera de peligro, pero hay que identificar y castigar a su asesino. Pues bien, firmó su crimen. Y esa firma es la tuya.
—¡Imposible, majestad!
—Mira ese papiro.
Sehotep, turbado, leyó el texto manchado de sangre que habían encontrado junto al cuerpo de Sobek.
—Yo no he redactado esas líneas.
—¿Reconoces tu escritura?
—¡El parecido me deja asombrado! ¿Quién habrá podido fabricar una falsificación tan perfecta?
—Otro documento te acusa —añadió el rey—. Según una carta anónima, tú eres el jefe de una organización terrorista de Menfis que está decidida a suprimirme. Para alejar de ti las sospechas, habrías inventado el espectro del Anunciador inspirándote en un bandido que hoy ya está muerto.
Sehotep parecía atónito hasta el punto de no encontrar una sola réplica.
—El adjunto de Sobek y la jerarquía policial exigen tu arresto —reveló Sesostris—. Ese papiro les basta para presentar una denuncia ante el visir.
—¿No os parece muy grosera esa ofensiva? Si yo fuera el monstruo incriminado, no habría cometido la estupidez de firmar mi fechoría. Y una carta anónima no tiene valor para nuestra justicia.
—Sin embargo, Khnum-Hotep se ve obligado a abrir un expediente, instruir la denuncia que se refiere a ti y suspenderte de tus funciones.
—Majestad… ¿Dudáis de mí?
—¿Te hablaría yo de ese modo?
Una intensa alegría animó la mirada de Sehotep. Mientras gozara de la confianza del rey, combatiría.
¿Pero cómo descubrir a los autores de la falsificación?
—Debido a tu acusación —prosiguió Sesostris—, debo renunciar a reunir a todos los iniciados del «Círculo de oro». Tu asiento permanecerá vacío hasta que se proclame tu inocencia.
—Mi peor enemigo será el rumor. ¡Las malas lenguas se desatarán! Y la hostilidad de la policía no nos facilitará la tarea. El ataque ya no me parece tan grosero… El visir, Senankh y Nesmontu son, forzosamente, los próximos objetivos del Anunciador.
—La salud de Khnum-Hotep se degrada de modo irreversible —indicó el monarca.
—Pero el doctor Gua…
—Esta vez, se reconoce vencido.
Optimista por naturaleza, Sehotep vaciló.
—¡El mal quiere golpearos a vos, majestad! Aislándoos, apartando a vuestros fieles, desorganizando uno a uno los servicios del Estado y afectando la integridad del «Círculo de oro» intenta hacerlos más frágil. Nada de acción masiva, nada de lucha frontal, sólo un veneno sabiamente destilado, de temible eficacia. Es urgente sustituirme, pues la reputación de la Casa del Rey no debe quedar mancillada. Es preciso también que se prosigan las obras en curso.
—No sustituiré a nadie —decretó el faraón—, todos permaneceréis en vuestro puesto. Destituirte sería reconocer tu culpabilidad antes incluso de que se pronuncie el tribunal del visir. Seguiremos, pues, el procedimiento normal, tan aplicable a los grandes como a los pequeños.
—¿Y si no se reconociera mi inocencia? Suponiendo que parte de la policía sea manipulada y se arroje contra mí, mis posibilidades de éxito se anuncian muy débiles.
—Continuemos por el camino de Maat, y la verdad saldrá a la luz.
Sehotep se estremeció. Malos vientos soplaban sobre el país y amenazaban con asolarlo.
Imperturbable, el faraón se preparaba para un combate cuya magnitud e intensidad habrían aterrorizado al más valiente.