Sesostris se alegraba del feliz resultado de la iniciación de Iker en la Morada del Oro. Según el Calvo, el joven se comportaba de un modo notable y cumplía su misión con rigor y competencia. Sin saberlo, había cruzado la primera puerta del «Círculo de oro» de Abydos y se convertía, pues, poco a poco, en un Osiris. Muy pronto, mientras dirigiera el ritual del mes de khoiak, sería también su centro y penetraría, con plena conciencia, en el corazón de la cofradía más secreta de Egipto.
Así, Iker iba construyéndose como la piedra de luz de la que nacen todas las pirámides, todos los templos, todas las moradas de eternidad. Y sobre aquella piedra, el faraón fortalecía su reino, no para su propia gloria, sino para la de Osiris. Mientras las Dos Tierras prolongaran su obra, la muerte no mataría a los vivos. Según un persistente rumor, Sesostris nombraría muy pronto a Iker corregente y lo asociaría al trono con el fin de prepararlo para reinar. Pero la visión del monarca, que no excluía esta eventualidad, la superaba. Al igual que sus predecesores, debía transmitir el ka osiriaco a un ser digno de recibirlo, de preservarlo, de hacerlo crecer y, luego, de transmitirlo a su vez. Creador de la barca y de la estatua del dios, Iker desempeñaría ese papel esencial. Alcanzaría el conocimiento de los misterios y los celebraría. En su caso, muy excepcional, no había ninguna diferencia entre la contemplación y la acción, el descubrimiento y la puesta en práctica. Abolido el transcurso de las horas, el hijo real viviría el tiempo de Osiris, origen de la duración sobrenatural de los símbolos, amasados con materia y espíritu. Se reuniría con Isis más allá del camino de fuego y vería el interior del árbol de vida.
Las amenazas del Anunciador convertían en primordial el papel de la joven pareja. A su doctrina de fanático y a su voluntad de imponer violentamente sus siniestras creencias, Isis e Iker oponían una espiritualidad alegre, sin dogma, formada por mutaciones e incesantes reformulaciones, alimentada por una luz creadora.
Pero la victoria no se había logrado. Sesostris no creía en la desaparición del Anunciador. Como una víbora del desierto, sabía ocultarse antes de golpear.
¿Percibía la importancia real de Iker o se empecinaría, sólo, en luchar contra el faraón, provocando nuevos atentados en Menfis? A pesar de ciertos éxitos, Sobek temía la facultad de hacer daño de la organización terrorista, tan bien implantada que incluso a Sekari le costaba descubrir buenas pistas sobre ella.
En plena noche, el general Nesmontu interrumpió las reflexiones del rey.
—Traigo una muy mala noticia, majestad. Sobek ha sido víctima de un atentado. Unas estatuillas mágicas transportadas en un cofre entregado al Protector le han infligido una increíble cantidad de heridas. Sólo el fuego las ha vencido. El doctor Gua intenta salvarlo. Su pronóstico es muy grave. ¡Y nuestras desgracias no terminan ahí! Cuando lo han llamado, el médico estaba a la cabecera del visir, víctima de un grave malestar. Según Gua, Khnum-Hotep ya no tiene fuerzas.
—Intervengamos de inmediato —insistió Sekari—. Si tardamos demasiado, los terroristas se largarán.
Los policías de élite, encargados de la protección de Sobek, estaban desolados.
—Sólo él podía tomar semejante decisión —recordó su adjunto.
—¡Mira de frente la realidad! Sobek está agonizando. Conocía detalladamente mis investigaciones y esperaba mi informe. Todo eso se resume en una palabra: actuemos. El Protector habría utilizado todos los medios, no lo dudes.
Destrozado, el oficial parecía incapaz de reaccionar.
—Sólo Sobek sabía coordinar el conjunto de nuestras fuerzas y montar una operación de esta envergadura. Sin él, estamos perdidos. No delegaba, estudiaba a fondo el conjunto de los expedientes y decidía. Al eliminarlo, el enemigo nos deja maniatados. Nunca encontraremos un jefe de ese temple.
—Tan buena ocasión no se presentará antes de que pase mucho tiempo. Insisto, procúrame el máximo de hombres bien entrenados. Hay una pequeña posibilidad de destruir una de las ramas de la organización del Anunciador.
El doctor Gua salió del despacho de Sobek.
—¡Id a buscarme una jarra de sangre de buey!
—¿Vive… vive aún? —preguntó el adjunto.
—¡Apresuraos!
Despertaron al maestro carnicero del templo de Sesostris, que sacrificó dos bueyes cebados y proporcionó al médico el valioso líquido, que hizo beber al herido a pequeños tragos.
—¿Lo salvaréis? —preguntó Sekari.
—La ciencia no hace milagros, y yo no soy el faraón.
—Puedo ayudarte —afirmó el monarca entrando en la estancia.
De inmediato, magnetizó largo rato al Protector, alejando así las garras del fallecimiento.
El herido recuperó la conciencia.
—Majestad…
—Tu trabajo no ha terminado aún, Sobek. Deja que te cuiden, duerme y restablécete.
El doctor Gua no creía lo que estaba viendo. Sin la intervención del monarca, el Protector, pese a su robusta constitución, se habría extinguido. El magnetismo y la sangre de buey le devolvían ya cierto color.
—Que el farmacéutico Renseneb me proporcione sus mejores reconstituyentes —exigió el médico.
El rey y Sekari se retiraron.
—La policía parece desorganizada, majestad. Necesito a Nesmontu para invadir un barrio de Menfis donde se ocultan unos terroristas.
—Únete a él y guía a sus soldados.
El adjunto de Sobek se aproximó al soberano.
—Majestad, conocemos al responsable de la agresión.
—¿No se trata del Anunciador?
—No, majestad.
—¿Por qué estás tan seguro?
—El crimen ha sido firmado.
—¿Tienes pruebas?
—Este papiro, escrito por la mano del asesino que ha enviado el cofre a Sobek, que afirma actuar de parte vuestra.
Sesostris leyó el documento, que acusaba formalmente a Sehotep.
Rejuvenecido por la idea de detener a una pandilla de terroristas, Nesmontu dirigía la maniobra a marchas forzadas. Había despertado personalmente a los soldados del cuartel principal de Menfis y se había puesto a la cabeza de varios regimientos, que se desplegaban en función de las indicaciones del agente secreto.
En plena noche, las callejas y las plazas estaban desiertas.
—Desconfiemos de una eventual emboscada —le recomendó Sekari a su hermano del «Círculo de oro».
—Esos malhechores no me harán la jugarreta que les hice yo en Siquem —prometió Nesmontu—. Primero, cerraremos el lugar; luego, pequeños grupos de infantes registrarán cada casa. Apostados en los tejados, unos arqueros los cubrirán.
Las órdenes del general se ejecutaron con rapidez y método.
El barrio comenzó a hervir. Brotaron las propuestas, lloraron algunos niños, pero no estalló pelea alguna y nadie intentó huir.
Acompañado por una decena de infantes, Sekari registró la morada de la que había escapado por los pelos. Restos de comida, lámparas usadas, viejas esteras… La madriguera había sido abandonada precipitadamente. Pero no había ni el menor indicio significativo.
Quedaba la sospechosa tienda del vendedor de sandalias.
En compañía de su esposa y de su aterrorizado chiquillo, el comerciante gritaba su inocencia.
—Registro —ordenó Nesmontu.
—¿Por orden de quién? —preguntó el sospechoso.
—Asunto de Estado.
—¡Me quejaré al visir! En Egipto, no se trata así a la gente. Debes respetar las leyes.
Nesmontu clavó su mirada en la del hombre que protestaba.
—Soy el general en jefe del ejército egipcio y no tengo por qué recibir lecciones de un cómplice del Anunciador.
—Cómplice… Anunciador… ¡No comprendo!
—¿Tal vez deseas algunas explicaciones?
—¡Las exijo!
—Sospechamos que eres un terrorista y deseas asesinar egipcios.
—¡Estás… estás diciendo tonterías!
—¡Un poco de respeto, mozalbete! Unos especialistas se encargarán de ti mientras yo registro de cabo a rabo tu madriguera.
A pesar de sus gritos, los soldados arrastraron al escandaloso.
Participando en el registro, Sekari buscó desesperado la prueba de la culpabilidad del comerciante.
Cueros de mediana calidad, decenas de pares de sandalias en stock, papiros contables y muchos objetos necesarios para la cotidianidad de una pequeña familia.
—No encontraremos nada —deploró.
—Tal vez existan escondrijos con armas —sugirió Nesmontu.
—Los discípulos del Anunciador han tenido tiempo para sacarlas.
—Interrogaremos a cada uno de los habitantes de este barrio. ¡Hablarán, créeme!
—No, general. Si quedan terroristas, se han dejado capturar voluntariamente. Preparados para la eventualidad de caer prisioneros, callarán o mentirán.
El viejo general no replicó al agente secreto. Sin embargo, llevó hasta el fin la operación.
Lamentable fracaso.
Ni Gruñón ni Rizos. Y además tuvieron que soltar al vendedor de sandalias presentándole sus excusas.
Al finalizar los ritos del alba, Sesostris habló con el doctor Gua.
—Sobek se recuperará —predijo el terapeuta—. Mi medicación es adecuada para un toro salvaje cuya constitución, afortunadamente, él posee. Sin embargo hay un delicado problema: obligarlo a permanecer acostado hasta que cicatricen las profundas heridas. Ningún órgano ha sido alcanzado gravemente, por lo que recuperará todo su vigor.
—¿Y Khnum-Hotep?
El doctor no ocultó la verdad.
—No le quedan ya esperanzas, majestad. El corazón del visir está cansado, y pronto dejará de latir. El único objetivo de mis últimas prescripciones es impedir que sufra.
—Encárgate prioritariamente de él —exigió Sesostris.
El general Nesmontu hizo al rey un desengañado informe de sus investigaciones nocturnas. La policía debía estudiar minuciosamente el pasado de cada habitante del barrio incriminado y verificar sus declaraciones. Era una tarea larga, enojosa y de resultado incierto. Los terroristas se habían mezclado tanto y tan bien con la población que resultaban invisibles.
—El adjunto de Sobek exige el arresto de Sehotep —indicó el soberano.
—Ni Sekari ni yo creemos en su culpabilidad —protestó el general—. Un miembro del «Círculo de oro» de Abydos no puede pensar en suprimir al jefe de la policía.
—Hay documentos que lo acusan.
—¡Es una falsificación! Una vez más, se intenta desacreditar a la Casa del Rey.
—El gran consejo no se reunirá esta mañana —decidió el monarca—. Debo oír a Sehotep.
—No quiere decir su nombre, general, pero afirma que es grave y urgente.
—Encárgate tú de él —dijo Nesmontu a su ayuda de campo.
—Sólo hablará con vos. Al parecer, está en juego la seguridad del faraón.
Si se trataba de un extravagante, comparecería ante un tribunal por insultos al ejército y propagación de falsas noticias. Treintañero, alto, y con una cicatriz cruzando su antebrazo izquierdo, el hombre parecía ponderado e inquieto. Se expresó con voz pausada.
—Por orden de Sobek —reveló— me infiltré en el servicio administrativo que dirige Medes. Mi misión consiste en observar su actuación y la de su personal.
Nesmontu emitió una especie de gruñido.
—¡Realmente el Protector no confía en nadie! ¿Dispone de un observador en cada administración?
—Lo ignoro, general. Al primer incidente notable, debía avisar de inmediato a mi jefe. El caso acaba de producirse y, puesto que Sobek no puede recibirme, he creído necesario exponeros a vos mi descubrimiento.
—Excelente iniciativa, te escucho.
—Ocupo un puesto de responsabilidad y puedo, pues, consultar la mayoría de los documentos tratados por Medes y sus principales colaboradores. Obtener su confianza y conservarla presenta serias dificultades. Se comporta como un verdadero tirano, exige un trabajo considerable y no tolera el menor error.
—Por eso su servicio funciona a las mil maravillas —estimó Nesmontu—. Nunca la Secretaría de la Casa del Rey fue tan eficaz.
—Medes da el ejemplo —añadió el policía—. Profesionalmente, no hay nada que reprocharle. Hasta ayer, nada anormal o sospechoso. Yo me encargo de cerrar los locales y examiné los expedientes que al parecer consultó Medes esa mañana. Entre ellos, había una carta anónima. Éste es su contenido: «Un traidor manipula la Casa del Rey. Ha inventado la leyenda del Anunciador, un revoltoso sirio muerto hace ya mucho tiempo. Ese monstruo frío y decidido dirige la organización terrorista de Menfis, autora de abominables crímenes, y proyecta matar al jefe de la policía. Luego, organizará un nuevo atentado contra el faraón. Un asesino fuera de toda sospecha. Sehotep.»
—¿Te apoderaste del documento?
—No, pues la reacción de Medes resultará instructiva. ¿Hablará de ello o callará? Este asunto ya no me concierne, puesto que he presentado la dimisión por razones de salud. Prefiero regresar a mi unidad antes de ser identificado.
Nesmontu corrió a ver al monarca.