Una vez lo hubo sabido todo sobre el templo de millones de años de Sesostris, el Anunciador no consideró necesario destruir textos, mancillar objetos o embrujar estatuas. El conjunto de aquel mecanismo ritual, en constante estado de marcha, sólo servía para alimentar el ka del faraón y producir una energía reservada a Abydos. Reducirla produciría mediocres resultados. Pero ahora era preciso destrozar al adversario. Como de costumbre, el Anunciador llevó a cabo a la perfección su servicio matutino y luego cedió su lugar a otros temporales encargados del mantenimiento del santuario. Fingió dirigirse a su domicilio, comprobó que no lo observaban y se acercó al árbol de vida.
Ni sacerdote ni centinela.
Realizado el ceremonial del alba, la acacia de Osiris permanecía sola, bañada por el sol. El campo de fuerzas producido por los cuatro arbustos bastaba para protegerla.
Del bolsillo de su túnica, el Anunciador sacó cuatro frascos de veneno. Durante las noches pasadas en el templo, había penetrado en el laboratorio sin dejar huellas y había elaborado una mixtura mortal, a medio plazo. Aunque pareciesen en buen estado de salud, los vegetales irían desecándose en su interior y dejarían de actuar. Cuando el Calvo lo descubriera, ya sería demasiado tarde.
En primer lugar, el oriente.
El Anunciador derramó al pie de la joven acacia el contenido del frasco, un líquido incoloro e inodoro.
—Que la luz renaciente no te caldee ya y que te dañe, como el gélido viento del invierno.
Luego, el occidente y el segundo frasco.
—Que los fulgores del poniente te abrumen con una mala muerte y te envuelvan con tinieblas.
Luego el mediodía y el tercer frasco.
—Que los rayos del cenit te abrasen y aniquilen tu savia.
Finalmente, el norte y el cuarto frasco.
—He aquí el frío de la nada. Que te abrume y te corroa.
Al día siguiente, el Anunciador podría comprobar ya los efectos del veneno. Si todo salía tal y como él esperaba, el campo de fuerzas protectoras desaparecería; la emprendería entonces con los cuatro leones.
Iker revivía cada instante del ritual de iniciación a la Morada del Oro, cuya magnitud seguía deslumbrándolo. ¿Cómo un simple individuo podía percibir tantas dimensiones y captar los múltiples significados de los símbolos? Tal vez no dividiendo, no intentando analizar, sino desarrollando una inteligencia del corazón y penetrando, con vigor, en el centro del misterio.
El universo no se explicaba. Tenía sentido, sin embargo. Un sentido eterno, que brotaba sin cesar de sí mismo y llevaba más allá de los límites de la especie humana. Nacida de las estrellas, la vida que se había hecho consciente regresaba a ella gracias a la iniciación. Y él, el aprendiz de escriba de Medamud, acababa de cruzar una puerta que se abría a fabulosos paisajes.
Isis se había levantado muy pronto y celebraba ahora un ritual con las sacerdotisas de Hator. Desde su salida de la Morada del Oro, donde la estatua y la barca de Osiris se convertían en energía, guardaba silencio. Habiéndose enfrentado a pruebas análogas a las de Iker, conocía la importancia del recogimiento, tras momentos de semejante intensidad. En la iniciación se reunían fuerzas dispersas, que presidían el nacimiento de una nueva mirada.
Iker regresaba progresivamente a la tierra y nada olvidaba de su viaje más allá del tiempo y del espacio. Salió de la modesta casa blanca y contempló durante largo rato el cielo, que ya nunca miraría del mismo modo. De aquella matriz procedían obras amasadas con inmortalidad, hechas visibles por los artesanos.
Pero, por desgracia, también existían otras realidades mucho menos entusiasmadoras, y el hijo real, el Amigo único y enviado del faraón, debía enfrentarse con ellas.
—Leche infecta y pan mediocre —juzgo Bega—. Vigila más los productos que llevas a los permanentes. Si uno de ellos se queja, serás despedida.
La hermosa Bina se encrespó.
—¿Sirve de criterio tu gusto?
—Aquí, nadie lo desdeña.
—¡Tal vez por eso Abydos se pudre!
—No te pases de los límites, pequeña, y haz correctamente tu trabajo.
Bega odiaba a las mujeres. Frívolas, insolentes, incitadoras, perversas, tenían mil defectos incurables. En cuanto accediera al poder supremo, las expulsaría de Abydos y les prohibiría participar en los ritos y los cultos. Ninguna sacerdotisa mancillaría ya los templos de Egipto, reservados a los hombres. Sólo ellos eran dignos de dirigirse a lo divino y de recoger sus favores. La doctrina del Anunciador le parecía excelente: apartar a las mujeres de cualquier función religiosa, excluirlas de las escuelas, cubrir por entero su cuerpo para que no tentaran ya al sexo opuesto y confinarlas en la morada familiar, al servicio de su marido. La civilización faraónica les concedía tantas libertades que se comportaban como seres independientes, ¡e incluso podían reinar!
Bina miraba al ritualista con ironía.
—¿Beberás y comerás o debo llevarme esta leche y este pan?
—Por esta vez, pase. Mañana, exijo algo mejor y… Vete pronto, llega Iker.
La muchacha se esfumó rápidamente.
Encorvando la espalda, Bega se concentró en la comida.
—Perdonadme que os importune a una hora tan temprana.
—Todos estamos a disposición del hijo real. ¿Habéis desayunado ya?
—Todavía no.
—Hacedlo conmigo, pues.
—Gracias, no tengo hambre.
—No vayáis a caer enfermo.
—Tranquilizaos, las pruebas refuerzan mi salud.
—Felicitaciones por vuestra iniciación en la Morada del Oro. Pocas veces concedido, semejante privilegio os confiere inmensas responsabilidades. Y estaremos orgullosos de veros dirigir los ritos del mes de khoiak.
—La fecha me parece muy próxima, y yo, muy incompetente.
—El conjunto de los permanentes, comenzando por mí, os ayudará a preparar este gran acontecimiento. No debéis preocuparos en absoluto, dominaréis la situación. ¿Se desarrolla bien vuestra misión?
—La Morada del Oro da a luz una nueva estatua de Osiris y su nueva barca, y espero que no subsista trastorno alguno en la jerarquía de los sacerdotes. Mi investigación os ha escandalizado, a vos y a vuestros colegas, pero era indispensable.
—Incidentes olvidados —aseguró Bega—. Apreciamos vuestra discreción y vuestro comportamiento desprovisto de arrogancia. Era preciso que comprobarais el rigor de los permanentes y su profunda vinculación con los ritos osiriacos. Abydos es el centro espiritual de Egipto, y no puede sufrir mancha alguna. Es, pues, conveniente asegurarse de ello a intervalos regulares. Su majestad demuestra su lucidez procediendo a este examen y eligiendo al hombre capaz de llevarlo a cabo.
Bega permanecía gélido, su voz era ronca, pero su discurso reconfortaba a Iker. El abrupto ritualista a menudo no concedía su benevolencia y se mostraba avaro en cumplidos. Su juicio, eco del conjunto de los permanentes, manifestaba su aprobación y disipaba las tensiones.
—Confiar la paleta de oro a un dignatario tan joven, que ignoraba nuestros ritos y nuestros misterios, fue algo que nos sorprendió —reconoció Bega—, y pocas veces había visto al Calvo tan descontento. Demasiado encerrados en nosotros mismos, cometíamos el error de subestimar la amplitud de la visión real. ¡Despreciable vanidad, excusable falta! La edad y la experiencia nos adormecen. Todos los días, la obra de Dios se consuma y nuestro deber consiste en prolongarla humildemente, olvidando nuestras ridículas ambiciones. Vuestra llegada, Iker, nos da una buena lección. No existía mejor medio para reanimar nuestra atención y recordarnos firmemente las exigencias de nuestras funciones. Si un faraón se aleja de Abydos, Egipto corre el riesgo de desaparecer. Si se aproxima, la herencia de los antepasados dispensa innumerables beneficios y las Dos Tierras conocen la prosperidad. Las decisiones de Sesostris son ejemplares, su reputación y su popularidad merecidas. Vos y nosotros tenemos la suerte de servir a un monarca excepcional cuyas decisiones iluminan nuestro camino.
Iker no esperaba semejantes confidencias por parte de aquel ritualista austero e ingrato a la vista, y apreció su sinceridad, testimonio del irreversible compromiso de los permanentes de Abydos.
Sin embargo, no dejó de hacer las preguntas que lo obsesionaban, como consecuencia de la afirmación de Isis: «Gergu parece un fruto podrido.»
—Creo que los permanentes no salen a menudo de Abydos.
—Casi nunca. Sin embargo, la regla no nos impone en absoluto la reclusión. ¿Pero qué podríamos ir a buscar al exterior? Adoptamos libremente nuestro modo de existencia, amamos el dominio de Osiris y tocamos lo esencial de la vida. ¿Qué más podemos exigir?
—Un detalle me intriga: ¿cómo conocisteis a Gergu?
Bega frunció el entrecejo.
—Una casualidad. Superviso el aprovisionamiento de los permanentes y la entrega de los diversos objetos necesarios para su comodidad. Gergu se ofreció, y yo comprobé su competencia.
—¿Quién lo envió a Abydos?
—Lo ignoro.
—¿Acaso no se lo preguntasteis?
—No soy curioso por naturaleza. Pasaba los controles, así que, ¿por qué mirarlo con ojos suspicaces? Le exijo puntualidad y seriedad, Gergu no me decepciona.
—¿Y no os hace preguntas… fuera de lugar?
—En este caso, lo habría hecho expulsar de Abydos. No, se limita a recibir mis listas de productos y a entregarlos en los más breves plazos.
—¿Y cada vez se desplaza personalmente?
—Gergu es un funcionario muy escrupuloso. No cede a nadie la tarea de verificar los cargamentos y llevarlos a buen puerto. Dados sus buenos y leales servicios, fue nombrado temporal. Su carácter, más bien zafio, no le impide admirar Abydos y apreciar su puesto.
Bega se aclaró la garganta.
—¿A qué vienen esas preguntas? ¿Acaso sospecháis que Gergu ha cometido alguna fechoría?
—No dispongo de prueba alguna.
—¡Sin embargo, desconfiáis de él!
—Su puesto de inspector general de los graneros, ¿no debería ocuparle todo su tiempo?
—Responsables de alto rango vienen a menudo de Menfis, de Tebas o de Elefantina. Dada la importancia de Abydos, la distancia no cuenta. Algunos sólo se quedan una semana o dos, otros más. Ninguno renunciaría a sus tareas, por modestas que sean. Gergu pertenece a esa comunidad de temporales, fieles y abnegados.
—Gracias por vuestra ayuda, Bega.
—Hoy sois nuestro superior. No vaciléis en recurrir a mí.
Viendo alejarse al hijo real, el confederado de Set masticó nerviosamente un pedazo de pan. Lamentaba haber defendido a Gergu, pero hacerle algún cargo o acusarlo habría puesto en marcha una investigación más profunda de Iker que, fatalmente, habría terminado cayendo sobre él, sobre Bega.
¿Convencerían sus declaraciones al hijo real de la inocencia de Gergu?
Sin duda, no.
El tal Iker se estaba volviendo muy peligroso, investido ahora con importantes poderes, reconocido digno de los misterios de Osiris, el enviado de Sesostris adquiría una dimensión inesperada. Creyendo que Abydos lo rechazaría, Bega se había equivocado gravemente.
Una extraña luz animaba a aquel joven y los ritos osiriacos lo alimentaban.
Por un instante, por un breve instante, Bega se preguntó si no valía más renunciar a la conspiración y a la traición, volver a ser un auténtico permanente y seguir el camino de Iker.
Irritado, se frotó los párpados.
¡La pureza de Iker, su ideal, su respeto de los valores tradicionales conducían a un callejón sin salida! Sólo el Anunciador representaba el porvenir. Y, además, Bega había llegado demasiado lejos.
Renegando de su pasado y de su juramento, participando en la conspiración del mal, el ritualista ya no podía dar marcha atrás. Aquella decisión liberaba pulsiones contenidas durante mucho tiempo, el deseo de enriquecerse y la voluntad de poder. Los seres de la naturaleza de Iker tenían que desaparecer.
El Anunciador debía intervenir rápidamente.
Shab el Retorcido encontró a su dueño junto a la escalera del Gran Dios, fuera de la vista de los soldados que patrullaban por el desierto, por el exterior del paraje. Terminados los rituales del ocaso, las lámparas se encendían en casa de los permanentes y los temporales autorizados a dormir en Abydos. Después de la cena, los especialistas en la observación del cielo subirían a lo alto del templo de Sesostris, anotarían la posición de los astros e intentarían descifrar el mensaje de la diosa Nut.
—¿Has conseguido acercarte a la tumba de Osiris?
—No hay protección aparente —respondió el Retorcido—. Un viejo ritualista comprueba los sellos y pronuncia unas fórmulas.
—¿No hay centinela?
—Ni uno. De acuerdo con vuestro consejo, me mantuve a unos treinta pasos de la puerta de la tumba. Sin duda existe un dispositivo de seguridad invisible. Es imposible que un monumento de tanta importancia sea de fácil acceso.
—El carácter sagrado del lugar y el fulgor de Osiris bastan para disuadir a los curiosos —estimó el Anunciador—. Temen la cólera de Dios.
—¿No han instalado los sacerdotes una barrera mágica?
—No me detendrá, mi buen amigo. Poco a poco, derribo las murallas de Abydos.
—¿Debo seguir oculto en esta capilla, señor?
—No por mucho tiempo.
El Retorcido esbozó una sonrisa maligna.
—¿Obtendré el privilegio de matar a Iker?
Los ojos del Anunciador se volvieron de un rojo vivo. De su cuerpo emanó un calor semejante al de un brasero. Asustado, Shab retrocedió.
—Mis estatuillas salen del cofre —dijo con voz amenazadora—. Al abrirlo, Sobek el Protector acaba de cometer su último error. Esta noche nos habremos librado de él, y nuestra organización en Menfis podrá lanzar su ofensiva.