Durante toda una noche, Sekari observó las idas y venidas alrededor de la tienda sospechosa. Al principio quedó decepcionado, pues sólo vio algunos ociosos, gente que conversaba de manera más o menos animada, borrachos remolones, perros en busca de compañeras en celo, gatos cazando… En resumen, la vida habitual de un barrio popular.
Sin embargo, los ejercitados ojos del agente secreto advirtieron un detalle insólito: había un centinela oculto en la esquina de una terraza, vigilando la plaza y las calles adyacentes.
No se trataba de un residente que tomaba el fresco, sino de un atento vigía. A intervalos regulares, dirigía una señal con la mano a un cómplice al que Sekari le costó mucho descubrir. Y ciertamente había otro.
Eficaz peinado, notable dispositivo. Quienes vigilaban el lugar no eran unos aficionados.
Sekari sintió que estaba en peligro. ¿Se habría fijado en él algún terrorista?
No obstante, en vez de correr, caminó arrastrando los pies hacia el centro de la plaza, y se dirigió a un grupo de noctámbulos que estaban en plena discusión.
—Hermosa noche, muchachos. Yo no tengo sueño.
¿No conoceréis a alguna moza simpática, por estos alrededores?
—Tú no vives aquí —soltó un gruñón.
—Yo lo conozco —dijo uno con el pelo rizado—. Es el nuevo aguador, sus precios son buenos. No faltan mozas simpáticas por aquí.
Por el rabillo del ojo, Sekari descubrió a uno de los vigías que se movía. La maniobra del intruso turbaba la habitual tranquilidad.
—Todo trabajo merece una recompensa, amigo. Si me llevas a una profesional acogedora, no lo lamentarás.
El Rizos se pasó por los labios una lengua golosa.
—¿Te va una siria?
—¿Te satisface a ti?
—¡Yo acabo de prometerme! Pero los habituales hablan muy bien de ella.
—Vamos, entonces.
Sekari se sentía observado por varios pares de ojos. El Rizos se metió por una calleja oscura y silenciosa.
Y el Gruñón los siguió.
Detrás de su guía, el agente secreto cruzó el umbral de una coqueta casa de dos pisos.
—¿Nos acompaña el Gruñón?
—No, regresa a su casa.
—¿Vive por aquí, pues?
—Subamos al primero, voy a presentártela.
Cerró cuidadosamente la puerta tras de sí. Ni un solo perfume embriagador, ninguna decoración que evocase los juegos del amor, ni recibidor amueblado con esteras y almohadones, ni copa de cerveza ofrecida al nuevo cliente. El lugar no parecía muy destinado al placer.
—No te decepcionará, ya lo verás —predijo el Rizos, subiendo lentamente la escalera.
De pronto, Sekari lo empujó y corrió.
En el primer rellano lo esperaba un asesino provisto de un garrote. De un cabezazo en el vientre, el agente secreto lo derribó y subió de cuatro en cuatro hasta el segundo piso. La hoja de un puñal rozó su mejilla cuando llegó a la terraza. La única posibilidad de escapar de los terroristas era saltar de tejado en tejado, aun a riesgo de romperse la cabeza. Abajo, el Gruñón daba la alarma. Saliendo de las tinieblas, algunas siluetas convergieron hacia el fugitivo.
La agilidad de Sekari sorprendió a sus perseguidores. El más rápido falló en el salto y cayó entre dos casas. Escaldados, sus acólitos retrocedieron. El Rizos ordenó a sus hombres que regresaran a sus cubiles; una excesiva agitación provocaría la intervención de la policía.
Sobek comía una costilla de buey asada, una ensalada y fruta fresca, y bebía una copa de vino mientras estudiaba los informes de sus principales subordinados. Propicia a la reflexión, la noche permitía adquirir cierta perspectiva y separar lo esencial de lo secundario. Elemento nuevo, decisivo tal vez. Sekari creía tener una pista seria. Prudente, efectuaba una última comprobación. En cuanto regresara, el Protector adoptaría las medidas necesarias. Llamaron a su puerta.
—Adelante.
—Lamento molestaros, jefe —se excusó el centinela—. Os mandan un cofre y un mensaje que dice «urgente».
Sobek rompió el sello y desenrolló un pequeño papiro de excelente calidad.
He aquí un objeto para que guardes tus archivos confidenciales, es obra de uno de nuestros mejores artesanos. Apreciarás su robustez, como los demás responsables a quienes su majestad ofrece este regalo. Hasta mañana, en el gran consejo.
SEHOTEP
«Soberbio objeto», reconoció el Protector, levantando la tapa.
Pero ante su gran sorpresa, el cofre no estaba vacío.
Contenía seis pequeñas figuritas que parecían «los que responden»,[7] encargados, en el otro mundo, de efectuar diversos trabajos en vez de los justos de voz, especialmente la irrigación, el transporte del limo fértil de oriente a occidente y el cultivo de los campos.
Fabricados en terracota, aquellos personajes ofrecían sorprendentes particularidades: en vez de sujetar azadas y hachuelas, blandían puñales. Su rostro, barbudo y amenazador, no era en absoluto egipcio.
—¿Un regalo del faraón, esto? ¡Una siniestra broma!
Cuando el jefe de la policía tomó una de las estatuillas, ésta le clavó con violencia su arma en la mano. Cogido por sorpresa, la soltó.
Las seis figurillas se abalanzaron juntas sobre él y lo golpearon una y otra vez.
Aunque incapaz de detener la totalidad de los golpes, Sobek creyó poder vencer a aquella horda en miniatura, pero las estatuillas se movían a tanta velocidad que el Protector ni siquiera conseguía dañarlas.
Sufriendo por decenas de heridas, poco a poco perdía sus fuerzas. La punta de los puñales atravesaba su carne incansablemente. Sin concederle respiro alguno, los agresores parecían sonreír ante la idea de destruir al coloso.
Sobek tropezó con el cofre y cayó pesadamente al suelo.
Sobreexcitadas, las estatuillas la emprendieron con su cuello y su cabeza. Su víctima, casi desvanecida, se protegió los ojos.
Furioso por morir así, el Protector lanzó un aullido de bestia feroz, tan poderoso y desesperado que el centinela se atrevió a penetrar en el despacho.
—¿Qué pasa, jefe? ¡Jefe!
El policía, atónito, soltó algunas patadas a las figurillas e intentó liberar a Sobek. Pero éstas, incansables, volvían al ataque.
El centinela trató de sacar al Protector de aquel infierno arrastrándolo por los brazos, pero al retroceder, chocó con una lámpara y la derribó.
El aceite ardiendo cayó sobre una estatuilla, que se inflamó de inmediato.
—¡Auxilio! —gritó.
Varios colegas acudieron y descubrieron el increíble espectáculo.
Cubierto de sangre, Sobek no se movía.
—¡Quemad esas cosas! —recomendó el centinela.
Las llamas inflamaban a los agresores. Resquebrajándose, las terracotas emitían atroces gemidos.
El centinela no se atrevía a tocar el cuerpo martirizado de su jefe.
—¡Llamemos al doctor Gua!
Fuera de peligro ya, Sekari cerró los ojos y respiró hondo. Esta vez había rozado la catástrofe. Nunca se había enfrentado, aún, a una banda tan bien organizada cuya capacidad de reacción demostraba coherencia. El agente secreto comprendía por qué la policía no conseguía descubrir a los terroristas. Profundamente implantados en aquel barrio, y probablemente también en otros lugares, trabajaban, fundaban una familia, entablaban amistades y en nada se distinguían de los egipcios de pura cepa. Nadie los trataba de extranjeros, nadie sospechaba de ellos.
Inquietante conclusión: el Anunciador aplicaba un plan concebido mucho tiempo atrás.
¿Cuántos años hacía que sus asesinos vivían ya en Menfis? ¿Diez, veinte, treinta tal vez? Olvidados, anónimos, convertidos en buena gente apreciada por sus vecinos, aguardaban las órdenes de su señor y sólo golpeaban con seguridad.
Ninguna investigación tendría éxito. ¿Acaso algunos informadores de la policía no pertenecían, también, a las tropas del Anunciador? Mentían, tranquilizaban y daban irrisorias informaciones que permitían detener a pequeños delincuentes, pero nunca a un fanático.
Cada uno de sus barrios, rigurosamente organizados, era tan seguro como una fortaleza. Al descubrir a un curioso, los centinelas avisaban de inmediato a la organización.
Sekari se había condenado al cruzar ciertos límites. Viendo su comportamiento, el enemigo no lo tomaba por un simple pasmarote y tenía que eliminarlo.
«¡Qué imbécil he sido! —pensó el agente secreto—. No alarman al vecindario y se muestran discretos, pero no renuncian a suprimirme. No hay ninguna jauría siguiéndome los pasos, sólo un verdugo, rápido y discreto.»
El asesino saltó del primer piso de una casita y derribó a Sekari al suelo.
Medio aturdido, el agente secreto reaccionó con retraso y no consiguió liberarse.
El terrorista le puso una gruesa cinta de cuero al cuello y apretó con todas sus fuerzas.
El último respingo de su víctima lo divirtió. Con la laringe aplastada, el egipcio moriría asfixiado.
La violencia del impacto obligó al asesino a soltar el lazo. No comprendió, primero, lo que le ocurría; luego sintió que los colmillos de un mastín se clavaban en su cabeza y la aplastaban.
Realizada su tarea, Sanguíneo lamió las manos de un Sekari que recuperaba, a trancas y barrancas, el aliento.
—¡Tienes el sentido de la oportunidad, compañero!
Y acarició largo rato a su salvador, con los ojos brillantes de satisfacción.
«Debo avisar a Sobek.»
Titubeante aún, Sekari se recuperaba rápidamente. Pero en ese momento lo asaltó una duda angustiosa: ¿el enemigo habría mandado a un solo asesino?
Apretó el paso, salió de la maraña de callejas y llegó a una explanada donde lo aguardaba Viento del Norte, cargado con varios odres.
El agua fresca calmó el ardor de su garganta.
A buen ritmo, el trío se dirigió hacia palacio.
No lejos del despacho de Sobek, una insólita agitación: salía humo de él, y los aguadores corrían hacia el interior del edificio.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Sekari a un policía de guardia.
—Un conato de incendio. Vuelve a casa, ya nos encargamos nosotros.
—¿Está sano y salvo el jefe Sobek?
—¿Y qué te importa a ti eso, amigo?
—Tengo que transmitirle un mensaje.
La urgencia de la situación obligaba a Sekari a violar su regla de absoluta discreción.
El policía lo contempló de cerca.
—Tienes en el cuello una marca extraña… ¿Te han agredido?
—Nada grave.
—Me gustaría saber más detalles.
—Se los proporcionaré a Sobek.
—¡Sobre todo no te muevas, amigo mío!
El policía amenazó a Sekari con un garrote. De inmediato, Viento del Norte y Sanguíneo lo flanquearon. El asno arañó el suelo con sus cascos, el mastín gruñó, amenazador.
—Calma, amigos míos. Éste no quiere hacerme daño alguno.
Prudente, el policía retrocedió.
—¡Contén a esos dos monstruos!
Varios colegas acudieron en su ayuda.
—¿Problemas? —preguntó un oficial.
—Desearía ver al jefe Sobek —solicitó humildemente Sekari.
—¿Motivos?
—Personal y confidencial.
El oficial vacilaba. O metía a aquel individuo excéntrico en la cárcel o lo llevaba ante uno de los miembros de la guardia personal del Protector, para que comprobase la seriedad de aquella petición.
Tras una larga vacilación, se decidió por la segunda opción.
El oficial de seguridad reconoció al agente secreto y lo llevó a un lado.
—Hay que avisar a Sobek de inmediato —dijo Sekari—. Debemos invadir un barrio al norte del templo de Neith.
—¿Qué temes?
—El lugar alberga un nido de terroristas.
El oficial habló con voz rota.
—Sobek ya no puede dar órdenes.
—¿Problemas administrativos?
—¡Si sólo fuera eso!
—No querrás decir que…
—Sígueme.
Sobek descansaba en una estera. Bajo su cabeza, un almohadón. El doctor Gua desinfectaba las innumerables heridas.
Sekari se aproximó.
—¿Está vivo aún?
—Apenas. Nunca había visto a un hombre con tantas heridas.
—¿Lo salvaréis?
—En ese estado, sólo el destino decide.
—¿Se sabe quién lo ha agredido?
El oficial llamó al centinela. Con entrecortadas frases, describió el horrible espectáculo al que había asistido.
El oficial mostró a Sekari un pequeño papiro manchado de sangre.
—Conocemos el nombre del culpable. Él fabricó las estatuillas, envió el cofre y firmó su crimen.