10

Sobek el Protector recibió a Medes a primera hora de la mañana. Al secretario de la Casa del Rey le costaba dominar su cólera.

—¡Exijo una investigación en toda regla! ¡Han entrado en mi casa para robarme y me han quitado varios objetos de valor!

—Te creía bien protegido.

—¡Mi portero dormía, el muy imbécil! El bandido era especialmente hábil y podría volver a hacerlo. De modo que he contratado a dos guardianes que vigilarán mi casa día y noche.

—Excelente iniciativa.

—Hay que detener a ese malhechor, Sobek.

—Sin la menor indicación, no será cosa fácil.

—Dispongo de una descripción.

—¿Quién te la ha proporcionado?

—Un criado que sufre de insomnio. Mientras contemplaba distraídamente el jardín, vio pasar a un hombre de talla mediana, ágil, ataviado con una túnica basta y con la cabeza cubierta por una capucha.

—Aun así, ¿le vio el rostro?

—Por desgracia, no. Lanza a buenos policías en su busca, Sobek.

—Cuenta conmigo, Medes.

El rostro del secretario de la Casa del Rey se ensombreció.

—Tengo la sensación de que el ladrón no era un bandido ordinario.

Sobek frunció el entrecejo.

—¿Puedo saber por qué?

—Es una simple hipótesis, que tal vez deba tomarse en consideración. ¿Acaso no pretenden los terroristas suprimir a los principales dignatarios, incluidos los miembros de la Casa del Rey? En ese caso, el desvalijador sería un emisario encargado de examinar los lugares para preparar una agresión. ¡Y el robo, un engaño!

—Tomo en serio tu idea —reconoció Sobek—, pues se han producido otros intentos de robo en casa de Sehotep y de Senankh.

Medes pareció aterrado.

—¡La ofensiva parece inminente, pues!

El Protector apretó los puños.

—La Casa del Rey permanecerá intacta, te lo prometo.

—Eres nuestra última muralla, Sobek.

—Cuenta con mi solidez.

Sobek se quedó solo largo rato.

¿No estaría equivocándose al sospechar de Medes? Una vez más, aquel duro trabajador demostraba lucidez y afecto a la corona. Si sus previsiones resultaban exactas, la organización terrorista se disponía a dar un golpe.

Los aullidos de su esposa despertaron a Medes, presa de una pesadilla en la que se veía perseguido por una decena de hombres de Sobek, a cual más feroz.

Empapado en sudor, irrumpió en la habitación de la histérica y la abofeteó.

—Llama en seguida al doctor Gua —suplicó ella—. De lo contrario, voy a morir y tú serás el responsable.

Medes pensaba a menudo en estrangular a su esposa, pero, a causa de las circunstancias, no quería llamar más la atención. Cuando gobernara Egipto, se libraría de aquel pesado fardo.

—¡El doctor Gua, pronto!

—Me encargaré inmediatamente de eso. Entretanto, tu peluquera y tu maquilladora te pondrán presentable.

Medes mandó a su intendente a buscar al célebre facultativo. Era inútil prometerle una enorme remuneración, puesto que Gua, a pesar de su notoriedad, seguía siendo incorruptible. Demoraba a menudo la auscultación de un alto dignatario para cuidar a una persona modesta cuyo caso le parecía urgente. Ninguna presión modificaba su modo de actuar, y más valía no importunarlo.

Ataviada, la esposa de Medes seguía, sin embargo, siendo presa de unas crisis de lágrimas que obligaban a la peluquera a recomenzar su trabajo sin emitir la menor protesta, so pena de despido inmediato y solapadas venganzas. Todos los miembros de su personal temían la maldad de la histérica.

Con gran asombro de Medes, el doctor Gua llegó antes de comer con su eterna bolsa de cuero. Indiferente al jardín de la lujosa villa, se dirigió con paso rápido hacia la habitación de su paciente.

—Gracias por vuestra rapidez —le dijo Medes, cálido—. Supongo que tendremos que aumentar las dosis.

—¿El médico sois vos o yo?

—Lo siento, no quería…

—Apartaos y dejadme entrar. Sobre todo, que nadie nos moleste.

Gua se hacía dos preguntas. En primer lugar, por qué Medes, funcionario concienzudo, íntegro, jovial, franco y que gozaba de una perfecta reputación, padecía de un hígado que no se correspondía con semejante descripción. Sede del carácter, aquel órgano no mentía. Medes estaba simulando, pero ¿por simple estrategia de político o por inconfesables motivos?

Y, en segundo lugar, ¿cuál era la verdadera causa de la enfermedad de su esposa? Egoísta, agresiva, retorcida, hipernerviosa, acumulaba un número impresionante de defectos, pero el tratamiento debería haber mejorado su estado y acabado con sus crisis.

Aquel fracaso terapéutico irritaba a Gua.

—¡Por fin, doctor! He creído morir mil veces.

—Pues muy viva me parecéis, y demasiado gorda aún.

Ella se ruborizó y adoptó la voz de una niña.

—A causa de mis angustias, no puedo resistir las golosinas y los platos con salsa. ¡Perdonadme, os lo suplico!

—Tendeos y dejadme ver vuestras muñecas. Voy a escuchar los canales del corazón.

Relajada por fin, le sonrió. Aunque aquellos arrumacos le exasperaban, Gua prosiguió el examen.

—Nada alarmante —concluyó—. Unos drenajes fuertes mantendrán el buen estado general.

—¿Y mis nervios?

—Ya no me apetece cuidarlos.

Ella se incorporó de un brinco.

—¿No… no iréis a abandonarme?

—Los remedios tendrían que hacer efecto, pero no es así. Por tanto, habrá que hacer un nuevo diagnóstico y comprender por qué vuestros males se resisten a los medicamentos.

—Yo no lo sé.

—Lo sabéis.

—¡Sufro, doctor!

—Algo os obsesiona, algo tan intenso y profundo que ningún tratamiento surte efecto. Registrad en vuestra conciencia, aliviadla y curaréis.

—¡Son mis nervios, sólo mis nervios!

—De ningún modo.

Ella se agarró al brazo del médico.

—¡No me rechacéis, os lo suplico!

Él se soltó en seguida.

—El farmacéutico Renseneb preparará unas píldoras extremadamente potentes, capaces de apaciguar la máxima histeria. En caso de resultados negativos, estaré seguro de mi diagnóstico. Ocultáis en el fondo de vos misma una falta grave que os corroe y os lleva a la locura. Confesadla y quedaréis liberada.

El doctor Gua cogió su maletín y abandonó la morada de Medes. Lo esperaba una chiquilla que sufría de los bronquios.

—¿De qué habéis hablado? —le preguntó Medes a su esposa.

—De mi estado… ¡Tal vez no sobreviva mucho tiempo, querido!

«Excelente noticia», pensó el secretario de la Casa del Rey.

—El doctor Gua preconiza un tratamiento de choque —prosiguió, ansiosa.

—Confiemos en él.

Ella se acurrucó a su lado.

—¡Qué maravilloso marido tengo! Necesito perfumes, ungüentos y vestidos. Y, además, cambiemos de cocinero. ¡Y también de peluquera! Esa gente me aburre y no me sirve bien. Por su culpa, mi salud se degrada.

Por devoción hacia su patrón, generosamente pagado, el intendente de Medes sufría a veces humillaciones difíciles de soportar, como aquellos insultos del inspector principal de los graneros, Gergu. Estaba completamente borracho, y exigía ver de inmediato a su patrón.

El intendente avisó a Medes.

—Os lo advierto: aliento pestilente y ropas hediondas.

—Que lo duchen, lo perfumen y lo vistan con una túnica nueva. Luego, que se reúna conmigo en la pérgola.

Tambaleante pero presentable, Gergu se dejó caer en un sillón.

—Pareces agotado.

—Un viaje interminable, etapas demasiado largas, unas…

—Pero tenías para beber y soñabas con desaparecer. El signo de Set te llamaba al orden, por lo que has proseguido tu camino hacia Menfis.

Gergu bajó los ojos.

—Olvidemos esas niñerías y preocupémonos de lo esencial: las verdaderas intenciones de Iker. Según Bega, debe restaurar la barca de Osiris y crear una nueva estatua del dios. Dada su iniciación en la Morada del Oro, el hijo real se convertirá, probablemente, en sacerdote permanente, dirigirá el ritual de los misterios y no saldrá ya de Abydos. Una suerte de exilio dorado y definitivo.

—¿Qué piensa de ello el Anunciador?

—Está seguro de su éxito final.

—De modo que acabará con Iker y destruirá las defensas de Abydos.

—Es probable.

—Careces singularmente de entusiasmo, Gergu. ¿Acaso has cometido algún error grave?

—No, tranquilizaos.

—Entonces, el Anunciador te ha confiado una misión que te asusta.

—¿Acaso no hay que detenerse a tiempo? ¡Un paso de más y caeremos!

Medes llenó una copa de un vino blanco y afrutado, cuyo sabor permanecía largo rato en la boca, y lo ofreció a su adjunto.

—Ésta es la mejor medicina. Te devolverá a la realidad y te dará confianza.

Gergu bebió con gula.

—¡Estupendo! Diez años de ánfora, por lo menos.

—Doce.

—Una sola copa no le rinde homenaje.

—Volverás a beber cuando me hayas transmitido las directrices del Anunciador.

—Son del todo insensatas, creedme.

—Deja que yo lo juzgue.

Gergu sabía que no podría escapar de Medes, por lo que decidió hablar.

—El Anunciador quiere liquidar a Sobek.

—¿De qué modo?

—Me ha entregado un cofre que no debe abrirse bajo ningún concepto.

Medes le dirigió una mirada colérica.

—Espero que hayas dominado tu curiosidad.

—¡El objeto me aterroriza! ¿No contendrá mil y un maleficios?

—¿Dónde está?

—Lo he traído aquí, claro, envuelto en un paño de lino basto.

—¿Y las órdenes del Anunciador?

—Dejarlo en la habitación de Sobek.

—¿Nada más?

—¡Eso me parece imposible!

—No exageres, Gergu.

—Ese maldito sabueso goza de una constante protección. Se siente amenazado, por lo que se rodea de algunos policías de élite capaces de interceptar a cualquier agresor.

—Muéstrame esa arma inesperada.

Gergu fue a buscar el cofre, Medes apartó la tela.

—¡Una pequeña obra maestra! Acacia de primera calidad y la mano de un excepcional carpintero.

—¡No lo toquéis, podría fulminarnos!

—El Anunciador no lo desea en absoluto; el blanco es Sobek.

—Si le entrego este objeto, desconfiará.

—No te pediré que corras ese riesgo, amigo mío. Nadie debe sospechar que hemos eliminado al Protector. ¿Imaginas lo que sería estar libres por fin de ese molesto sabueso? Ya hace demasiado tiempo que impide nuestro avance. Temo incluso que esté acercándose a nosotros, puesto que me hace seguir y vigilar.

Gergu palideció.

—¿Teméis… un arresto?

—Probablemente Sobek lo ha pensado. He conseguido agrietar sus convicciones y tranquilizarlo por lo que se refiere a mi absoluta lealtad. Sin embargo, seguirá acosándome.

—Mientras tengamos tiempo aún —preconizó Gergu—, abandonemos Egipto con el máximo de riquezas.

—¿Y por qué perder la sangre fría? Basta con obedecer al Anunciador preparando correctamente nuestra intervención.

—Ni vos ni yo podemos llevarle este cofre a Sobek —insistió el inspector principal de los graneros.

—Otro lo hará, entonces.

—¡No veo quién!

Medes reflexionó durante largo rato. Al cabo, la solución le pareció evidente.

—Disponemos de un aliado cuya opinión ni siquiera solicitaremos —indicó—, pues voy a utilizar por segunda vez la única cualidad de mi querida esposa.