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Medes estaba seguro de ello: lo seguían.

Había dejado a su esposa aturdida por un somnífero, dormidos a los criados, y había abandonado su opulenta villa del centro de la ciudad en plena noche para dirigirse a casa del libanés. En cada nueva visita, utilizaba un itinerario distinto, fingía perderse, se alejaba de su destino cuando estaba a punto de alcanzarlo, volvía sobre sus pasos y se daba la vuelta más de cien veces.

Hasta ese día no había ocurrido ningún incidente.

Siempre desconfiado, Medes vestía una basta túnica y se cubría la cabeza con un capuchón; con ese atavío, nadie reconocería al secretario de la Casa del Rey.

Pese a los riesgos que corría, debía ponerse en contacto con el libanés y examinar la situación.

Dada su prudencia y el lujo de precauciones, sólo había una explicación: Sobek el Protector había ordenado que lo vigilaran día y noche. ¿Medida especial o dispositivo previsto para el conjunto de los dignatarios? Medes carecía de cualquier información y preveía lo peor: ¿no estaría convirtiéndose en el principal sospechoso?

Sin embargo, no había cometido error alguno.

Inquietante hipótesis: ¡el arresto de Gergu en Abydos! Aquel cobarde, sin duda, hablaría y lo vendería.

Elemento reconfortante: la marca de Set en la palma de su mano. En caso de traición, ¿no lo aniquilaría el Anunciador?

Medes se sentó en la esquina de una calleja y fingió dormirse.

Por el rabillo del ojo, vio pasar al que lo seguía, un hombre de talla mediana, flacucho, al que vencería fácilmente.

Pero ¿no reconocería así su culpabilidad?

El policía, obligado a comportarse como un viandante ordinario, se alejó.

En cuanto estuvo fuera de su vista, Medes corrió hacia la calleja opuesta y puso pies en polvorosa.

Casi sin aliento, se ocultó tras un horno de pan y esperó.

Nadie.

Desconfiado, describió un gran círculo alrededor de la casa del libanés antes de dirigirse, finalmente, a su destino. Una vez allí presentó un pequeño pedazo de cedro al guardián exterior. El cancerbero, suspicaz, lo expuso a la luz lunar. Advirtiendo el jeroglífico del árbol, profundamente grabado, abrió la pesada puerta de madera. El guardián interior lo comprobó.

—Subid al primero.

La rica morada del libanés, situada en el corazón de un barrio popular e invisible desde las calles adyacentes, tenía un aspecto engañoso. Ni siquiera un atento observador podía sospechar las riquezas que albergaba aquel edificio de aspecto vulgar. Medes subió la escalera de cuatro en cuatro.

—Ven, amigo mío —le invitó la voz gutural del libanés. Tumbado en multicolores cojines, el obeso mordisqueaba deliciosas pastas regadas con alcohol de dátiles. Había renunciado definitivamente a seguir ineficaces regímenes, y seguía engordando. Le resultaba imposible resistirse a la admirable cocina egipcia, la única capaz de calmar sus angustias.

Voluble, encantador, comerciante sin igual, perfumado en exceso y ataviado con recargadas ropas, el libanés se rascaba a menudo la horrible cicatriz que le cruzaba el pecho. Una vez, sólo una, se había permitido mentirle al Anunciador, y las garras del halcón-hombre habían estado a punto de arrancarle el corazón. Desde aquel drama, se comportaba como un celoso servidor, seguro de tener un papel de primer plano cuando se formara el nuevo gobierno de Egipto.

La religión del Anunciador exigiría numerosas ejecuciones, seguidas por una implacable depuración de la que el libanés se encargaría. Habituado a los oscuros manejos, ya soñaba con dirigir una policía política de la que nadie escaparía.

—¿Cómo están las cosas? —preguntó Medes, agresivo.

—Debido a los nuevos controles, muy eficaces, nuestras relaciones comerciales con el Líbano se han interrumpido momentáneamente. Esperemos que la deplorable situación termine lo antes posible.

—No he venido a hablar de eso.

—Lástima, esperaba una intervención de tu parte.

—¿Cuándo iniciarás la oleada de atentados?

—Cuando el Anunciador me lo ordene.

—¡Si sigue vivo aún!

El libanés sirvió vino tinto en las anchas copas.

—Calma, mi querido Medes, calma. ¿Por qué pierdes la sangre fría? Nuestro señor se encuentra a las mil maravillas y sigue gangrenando Abydos. La precipitación sería perjudicial.

—¿Conoces la verdadera misión de Iker?

—¿No nos traerá informaciones Gergu?

—¡Ignoro si regresará!

—No seas pesimista. Ciertamente, desde la desaparición de mi mejor agente, los vínculos entre las distintas células implantadas en Menfis se hacen lentos y delicados. Sin embargo, los investigadores de Sobek se empantanan, y ninguno de los combatientes de la verdadera fe ha sido detenido.

—Me han seguido —reveló Medes—. Un policía, sin duda.

El rostro del libanés se ensombreció.

—¿Te ha identificado?

—Imposible.

—¿Estás seguro de haber despistado al curioso?

—De lo contrario, habría regresado a casa.

—Así pues, Sobek ha ordenado que te vigilen, al igual que al resto de los dignatarios, probablemente. No confía en nadie y multiplica sus esfuerzos. Es molesto, muy molesto…

—¡Si no lo suprimimos, fracasaremos!

—Es un personaje muy molesto, lo admito, pero difícil de alcanzar. ¿Debemos sacrificar parte de nuestros hombres para acabar con él?

A la cabeza de la organización terrorista de Menfis, el libanés mandaba un pequeño ejército de comerciantes, peluqueros y vendedores ambulantes, perfectamente integrados en la población egipcia. Algunos estaban casados, tenían hijos, y todos vivían en perfecta armonía con el vecindario.

—Sobek tiene que desaparecer —insistió Medes.

—Lo pensaré.

—No tardes demasiado. Ese maldito policía tal vez se acerque más de prisa de lo que supones.

El libanés perdió de pronto su aspecto de vividor, despreocupado y alegre. La súbita ferocidad de su rostro sorprendió a Medes.

—Nadie se cruzará en mi camino —prometió.

La cólera de Sobek el Protector hizo temblar las paredes de su vasto despacho donde, todas las mañanas, escuchaba los informes de sus principales subordinados y de los agentes enviados en misión especial. Era precisamente uno de ellos quien sufría los rayos y truenos de su jefe.

—Vayamos punto por punto —exigió el protector—. ¿A qué hora salió el sospechoso de la casa de Medes?

—En mitad de la noche. La ciudad dormía.

—¿Y sus ropas?

—Una túnica basta, con el capuchón muy bajo sobre el rostro.

—¿Y en ningún momento le viste la cara?

—¡No, lamentablemente!

—Por su aspecto, ¿era un hombre joven o de edad?

—¡En cualquier caso, lleno de energía!

—¿Y su itinerario?

—Incomprensible. A mi entender, estaba vagando.

—¡Intentaba despistarte, y lo consiguió!

—Cuando se sentó, me vi obligado a proseguir mi camino. Cuando me volví, ya había desaparecido. Inevitable. Os lo aseguro.

—Vuelve al cuartel. Barrerás el patio.

Comento al no ser sancionado gravemente, el policía desapareció.

Pese al fracaso final, el balance de aquella misión no carecía de interés. Estrechando la vigilancia alrededor del máximo de notables, Sobek obtenía un primer resultado que lo obligaba a avisar de inmediato al visir.

Tras comprobar el presupuesto de varias provincias en compañía del ministro de Finanzas Senankh, Khnum-Hotep pensaba descansar un poco. Tenía las piernas y la espalda doloridas, y ni siquiera sacaba ya a pasear a los perros, que sentían aquella triste innovación. Durmiendo mal, con el apetito a media asta, el viejo visir sentía que la vida se le escapaba de las manos. Pese a su calidad, los tratamientos del doctor Gua no conseguían retenerla.

Todas las mañanas agradecía a Maat y a las divinidades que le hubieran concedido una fabulosa existencia y formulaba una postrera petición: morir trabajando y no en la cama.

—El jefe de la policía desea veros con urgencia —le anunció su secretario particular.

Se acabó el reposo… Sobek el Protector nunca lo molestaba en vano.

—¡Visir, pareces agotado!

—Bueno, ¿qué es tan urgente?

—Tiene dos aspectos: el uno, instructivo; el otro… delicado.

—¿Por cuál prefieres comenzar?

—Por el delicado. Hacer investigaciones exhaustivas, sobre todo entre los altos personajes, implica a veces cruzar ciertos límites y…

—Por cierto, Sobek. ¿Has colocado a algunos dignatarios bajo vigilancia sin avisarme y sin instrucciones oficiales?

—Es una formulación brutal, pero de eso se trata, poco más o menos. Dado el pez que espero sacar de la ciénaga, me gustaría no tener problema alguno.

—¡No te falta aplomo!

—No había un modo mejor de actuar. Así, no hay filtraciones.

—¿Y el nombre de ese pez?

—Aún lo ignoro.

—Si quieres que te apoye, no te andes con remilgos.

—He aquí lo instructivo: el secretario de la Casa del Rey parece mezclado en un asunto turbio.

—¿Qué tipo de asunto?

—Lo ignoro, en realidad.

Sobek relató los resultados del seguimiento.

—Es extraño —reconoció el visir—, aunque insuficiente para sospechar que Medes esté vinculado a la organización terrorista.

—¿Me concedes, sin embargo, autorización para proseguir la investigación?

—La obtuvieses o no, continuarías. Sé muy prudente, Sobek. Incriminar a un inocente sería una grave falta. El secretario de la Casa del Rey reaccionaría enérgicamente y obtendría tu cabeza.

—Correré ese riesgo.

De barrio en barrio, de calleja en calleja, de casa en casa, Sekari recorría Menfis y acababa la jornada en una taberna donde las lenguas se desataban. Para obtener el máximo de informaciones, para ponerse en contacto, incluso, con simpatizantes del Anunciador, se había convertido en aguador, al igual que el terrorista recientemente eliminado. Viento del Norte llevaba los odres, Sanguíneo vigilaba la mercancía.

El modesto negocio resultaba fructífero, siempre que no te permitieras echar unas siestas demasiado largas. La dificultad consistía en librarse de las garras de ciertas amas de casa, hechiceras unas, insaciables charlatanas otras.

Lamentablemente, la cosecha era escasa.

Parecía que los terroristas hubieran abandonado la ciudad.

Sekari, sin embargo, estaba convencido de lo contrario. Trastornado, el enemigo se escondía y callaba, pues la conquista de Egipto implicaba la toma de Menfis. La gran ofensiva se iniciaría allí, una pandilla de fanáticos y asesinos sembrarían el terror y la desolación.

Todas las mañanas, el agente secreto elegía a un barbero distinto. Jovial, atraía las confidencias, y la conversación se entablaba con facilidad. Quejas, proyectos, historias de familia, chistes verdes… Pero ni un desliz, ni una crítica a Sesostris, ni una alabanza, ni siquiera velada, al Anunciador.

Si aún existían terroristas entre los peluqueros, daban perfectamente el pego. Los demás vendedores ambulantes apreciaban a Sekari. Transmitiendo decenas de rumores, elogiaban los méritos del rey, protector de los débiles y garante de Maat. Estaban traumatizados aún por los atentados que habían golpeado con dureza Menfis, y esperaban no volver a vivir nunca semejante tragedia.

Sekari recorrió los almacenes donde trabajaban numerosos extranjeros. Ninguno detestaba al faraón; al contrario. Gracias a él, gozaban de un empleo correctamente pagado, de un alojamiento decente, y podían formar una familia. Algunos protestaban contra la dureza de ciertos patrones, sólo uno añoraba su Siria natal, pero aun así no sentía deseos de abandonar Egipto.

Superando su decepción, Sekari ofreció sus servicios a los habitantes del barrio norte, no lejos del templo de Neith.

El agente secreto advirtió el deplorable estado de sus sandalias, decidió buscar una tienda que ofreciera artículos sólidos y baratos. Cuando se acercaba a un vendedor dormido, Viento del Norte retrocedió bruscamente y Sanguíneo emitió un gruñido amenazador.

Sekari no desdeñó las advertencias de sus dos colegas, cuya competencia demostraban sus precedentes hazañas.

—¿Una tienda sospechosa? —le preguntó al asno.

La oreja derecha de Viento del Norte se levantó para asentir.

—¿Un tipo que no es de fiar?

La oreja siguió vertical, Sanguíneo mostró los colmillos y Sekari contempló al durmiente con otros ojos.

—Media vuelta —ordenó.

De pronto, la atmósfera le pareció muy cargada.

Si el comerciante pertenecía a la organización terrorista, ¿no merodearían sus cómplices por aquellos parajes? Temiendo una trampa, Sekari se alejó con pasos tranquilos. Un viandante le pidió agua. El agente secreto miró a su alrededor, dispuesto a defenderse, pero vio que el asno y el perro se mostraban apacibles.

—Un barrio tranquilo —comentó Sekari—. Debe de ser agradable.

—No nos quejamos —asintió el bebedor.

—¿Y ese vendedor de sandalias… hace poco que está aquí?

—¡No, qué va, lo conocemos desde hace mucho tiempo! Un muchacho servicial. Necesitaríamos muchos como él.